Capítulo 2

 

LA ÚLTIMA vez que Izar había visto a Liliana no había sido más que una chiquilla, toda agitada y llorosa. Era lo que cabía esperar en una niña que acababa de perder a sus padres, pero él no había tenido ni idea de cómo tratarla. Entonces, y en adelante, había actuado pensando únicamente en su bien.

Liliana era la heredera de una inmensa fortuna y de la mitad de su compañía. Era su responsabilidad como su tutor legal, y en su mente todos esos años había seguido siendo aquella niña regordeta, torpe y llorosa. La Liliana que estaba ahora frente a él, sin embargo, había crecido, estaba muy cambiada, y no solo iba vestida como una fulana, sino que también le había recordado a una por el modo en que le había contestado.

Le costaba digerirlo. Que se mostrase así de desvergonzada, de deslenguada, apuntaba a un tremendo fracaso por su parte, y el fracaso era algo a lo que Izar no estaba acostumbrado. Pero su atuendo no era lo peor, ni tampoco el hecho de que estuviese viviendo en aquel apartamento cochambroso en el cuarto piso de un edificio que podría comprar entero si quisiera porque, con todo el dinero que tenía, para ella solo sería calderilla.

Lo peor era que le había mentido deliberadamente respecto a dónde estaba viviendo, y lo había obligado a ir a aquel barrio tan poco recomendable cuando tenía intención de haber pasado la noche dedicado a cosas más placenteras, como ir a ver una obra de teatro con una de sus conquistas.

Izar se enorgullecía de su férreo control sobre todas las cosas, desde el campo de fútbol, que había dominado en su juventud, hasta los negocios, pero era evidente que aquella situación había escapado a su control. Liliana le había hecho creer que durante todos esos meses, después de terminar sus estudios en la universidad, había estado viviendo en la casa que había sido de sus padres en el elegante barrio de West Village, en el distrito de Manhattan, un lugar mucho menos peligroso que aquel sucio agujero.

Y no podía culpar a nadie más que a sí mismo. Ni siquiera a la joven que tenía ante sí, con las mejillas arreboladas y los labios fruncidos, mirándolo furibunda, como si fuese el diablo encarnado.

–¿Tienes algo que decir en tu defensa? –le preguntó.

No levantó la voz, pero empleó ese tono abrupto de advertencia que hacía que sus empleados empezaran a balbucear y a disculparse aunque no hubieran hecho nada.

Liliana se limitó a alzar la barbilla, desafiante, como un boxeador al que su contrincante apenas ha rozado y se yergue, retándole a intentarlo de nuevo. No recordaba haberse enfrentado jamás a una actitud semejante. Nadie lo trataba así; nadie.

–No creo que te gustase escucharlo –respondió ella–. Y, además, me costaría expresarme de un modo educado.

Su tono hastiado, indiferente, irritó a Izar.

–Después de haberme mentido, de la nula sensatez que has demostrado, despreocupándote por completo de tu seguridad… ¿Te parece que esa es manera de encarar la situación? –le espetó, conteniendo a duras penas su furia.

Liliana, sin embargo, ni se inmutó. No vaciló ni se desmoronó.

–Lo que me parece es que nadie te ha invitado a esta fiesta –le respondió, con un desdén gélido, digno de una reina–. Quiero que te marches. Y quiero que te marches ya.

Izar resopló y miró a su alrededor. Él había crecido en un apartamento mugriento como aquel, solo que en un barrio pobre en las afueras de Málaga, al sur de España, y se había jurado que no volvería a pisar un lugar semejante. Y el que esa noche no le hubiera quedado más remedio que hacerlo lo había puesto aún de peor humor.

Liliana no parecía consciente de que con su decisión de irse a vivir allí se había convertido en un jugoso trofeo para cazafortunas, secuestradores y otros bribones de la misma calaña. El solo pensarlo lo ponía furioso.

El paso de los años había hecho más marcados los pómulos de Liliana, herencia de su madre, y daban a su pelo rubio, a pesar del desastroso recogido, un aire chic. Era esa elegancia que a algunas mujeres les salía natural, sin esfuerzo, mientras que otras se pasaban toda la vida intentando imitarla sin conseguirlo. Además, se había vuelto más espigada y esbelta, y con esos ojos azules y las suaves curvas de su cuerpo lo tenía hipnotizado. Por no hablar de sus hermosos labios, que parecían tan blandos, tan…

¡Por Dios! Pero… ¿en qué estaba pensando? Aquello no podía estar pasando… Para él, Liliana nunca había sido otra cosa más que una responsabilidad. Sus padres habían querido que heredara su parte del negocio, y por eso él, para honrar sus deseos, no solo había dado continuidad a Agustín Brooks Girard, sino que también se había esforzado en incrementar los beneficios.

Claro que era indiscutible que Liliana era muy hermosa, por más que no quisiera admitirlo. Tal vez incluso superara en belleza a su madre, Clothilde Girard, que había sido un icono de la moda y a la que, aun una década después de su muerte, seguía considerándose una de las mujeres más bellas y elegantes de su época.

¿Por qué se sentía tan atraído por Liliana? Tal vez por el modo en que estaba desafiando su autoridad. Era la primera vez que alguien se había atrevido a desafiarlo. Y, si no se tratase de Liliana, si fuese cualquier otra mujer, no se contendría, como estaba haciendo en ese momento, sino que la agarraría por los hombros, devoraría sus insolentes labios y la llevaría a la cama donde la haría suplicar por haberle hablado de esa manera insultante y provocativa, y, cuando estuviera dispuesta, la haría gritar de placer.

El problema era que era su tutor, se recordó una vez más, apretando los dientes mientras la recorría con la mirada. El vestido que llevaba puesto no merecía ese nombre, pues era tan corto que el dobladillo le llegaba apenas al muslo. Era azul oscuro, sin mangas –a pesar de que estaban a mediados de noviembre–, con un escote demasiado bajo, y había completado el conjunto con unas botas altas, hasta la rodilla. Perfecto para esas mujeres que hacían la calle, pensó con desagrado, torciendo el gesto, pero no para alguien como ella.

Quizá estuviera siendo injusto. Al fin y al cabo, así era como se vestían todas las jóvenes de su edad. Pero es que Liliana no era como las demás jóvenes de su edad. Sus errores no le serían perdonados, ni tampoco serían olvidados, sino que a la más mínima ocasión la prensa del corazón y sus rivales en los negocios –cuando recibiese su parte de la compañía– los utilizarían para machacarla.

–¿Es así como se visten las mujeres aquí, en las cloacas de Nueva York? –le preguntó crispado, mirándola con fría desaprobación de arriba abajo y de abajo arriba–. ¿Para mimetizarse mejor con esas pobres desgraciadas que venden su cuerpo en las esquinas? Si es por eso, te mereces un aplauso –añadió sarcástico–. Muy ingenioso por tu parte: vestirte como ellas para despistar a los depredadores que merodean por la zona y que, en vez de tomarse la molestia de asaltarte, piensen que con un puñado de billetes pueden comprarte.

Al ver su rostro ensombrecerse, Izar sintió cierto remordimiento –otra emoción que le era poco familiar–, pero de inmediato Liliana irguió los hombros, como si quisiera darle a entender que era lo bastante fuerte como para resistir sus pullas y enfrentarse a él.

–Voy a hacer como que no acabas de insinuar que soy una furcia en la primera conversación que hemos tenido en persona después de diez años.

–Lo que he dicho es que lo pareces por el atuendo que llevas. ¿Es que la fiesta es de disfraces? Eso desde luego explicaría la cantidad de chicas con aspecto de golfillas que hay desfilando por aquí, incluida tú.

Liliana apretó los labios.

–¿Sabes, Izar?, debes de ser un hombre bastante mezquino e infeliz para hablar así.

–Lo que sé es que soy tu tutor, que has estado mintiéndome, y que has estado usando un nombre falso como si pensaras que eso te hace invisible e inmune a los paparazzi y a todos los que podrían intentar aprovecharse de ti –le espetó él. Sus palabras hicieron parpadear a Liliana–. Harías bien en preocuparte menos por mi felicidad, y más por tu pellejo.

–Sí, claro, te prometo que dentro de tres meses me echaré a temblar cuando reciba una carta tuya sermoneándome por eso –respondió ella con sarcasmo, como si no fuese consciente de la gravedad de la situación.

–Cuidado con lo que dices, Liliana.

Ella resopló y le contestó:

–No te tengo miedo.

–Entonces es que eres aún más tonta de lo que pareces.

Liliana frunció el ceño, se irguió y cruzó los brazos, haciendo que se le fueran los ojos a sus senos. Pero… ¿qué le estaba pasando?, se reprendió de nuevo. Era su tutor legal…

–Te dije que te cortaría las alas si me dabas el más mínimo problema –le recordó, y ya sí que estaba empezando a resultarle difícil no levantar la voz–. Pues felicidades. Has durado aquí más de lo que creí que durarías, pero se acabó.

–Tenía dieciocho años cuando me dijiste eso, y acababa de matricularme en la universidad –puntualizó ella–. Y lo que dijiste fue que me sacarías de allí si me veía envuelta en algún escándalo. Para tu información, no me he metido en ningún lío en todo este tiempo, y que yo sepa, no le he causado ningún daño a la imagen de tu preciada compañía. Puedes respirar.

Cuando volvió a hablar, la voz de Izar era tan cortante como el viento invernal que soplaba fuera.

–Sigo siendo responsable de ti, te guste o no. Y eso implica que no puedes vivir desprotegida en un barrio de mala muerte como este, por muy bohemia que te consideres. Eres demasiado rica para estos jueguecitos.

–Yo no tengo nada de bohemia –replicó ella riéndose, como si le hubiese sonado a chiste.

–En eso estamos de acuerdo. Una cosa es que te ocultaras tras un nombre falso cuando estabas en la universidad, pero ya no lo estás, Liliana. ¿Cuánto tiempo pensaste que le llevaría a alguien descubrir quién eres y utilizarlo en tu contra? Y que te quede claro, cuando digo «en tu contra» quiero decir en contra de la compañía, o, lo que es lo mismo, en mi contra.

Liliana sacudió la cabeza, como si lo que estaba diciendo fuera ridículo.

–Me mudé aquí hace cinco meses, y hasta ahora el único indeseable que me ha descubierto has sido tú.

–Ahí es donde te equivocas –apuntó él, y la vio ponerse tensa–. ¿Por qué crees que estoy aquí?

–Me imagino que porque disfrutas pisoteando mis sueños y arruinando mi vida. Lo habitual, vamos.

–Sí, claro, por eso mismo –masculló Izar, que estaba a punto de perder los estribos–. Por eso, y porque el otro día una sanguijuela, un reportero de esa basura de prensa sensacionalista, me dijo que pretendía publicar un mezquino artículo sobre cómo me había quedado con la compañía y me había desentendido de la heredera de mis socios, relegándola a vivir en la pobreza en un sitio mugriento. Yo le aseguré que eso era imposible, que nadie describiría la casa de tus padres en Greenwich Village como un «sitio mugriento». Imagínate cuál sería mi sorpresa al descubrir que no estabas viviendo allí, como me habías dicho al terminar tus estudios. Y por escrito. Me has obligado a buscarte, a venir a este lugar. Y lo de «mugriento» se queda corto.

Liliana resopló y puso los ojos en blanco como si fuese un pesado.

–Esa heredera puede irse al infierno –respondió, dando un manotazo en el aire–. Y tú también.

Izar se fijó en que se tambaleaba ligeramente y recordó que al verla entrar le había parecido que estaba algo colorada.

–Liliana… –dijo entornando los ojos–. ¿No estarás borracha?

–Por supuesto que no –replicó ella. Fue hasta el escritorio y plantó allí, con un aire muy teatral, la copa vacía que tenía en la mano–. Puede que me haya tomado un par de copas, pero soy mayor de edad. Y aunque estuviera borracha, tampoco es asunto tuyo.

–Ya lo creo que lo es. Todo esto es inaceptable –murmuró Izar, sacudiendo la cabeza–. Confiaba en ti…

–No, nunca has confiado en mí –replicó Liliana, dándole la espalda.

Hubiera preferido que no lo hiciera. El vestido que llevaba dejaba buena parte de la espalda al descubierto, y su piel era tan tersa y parecía tan suave… «¡Basta!», se reprendió una vez más, cortando esos pensamientos.

–Nunca –continuó Liliana–. Lo único que has hecho siempre es darme instrucciones que esperas que obedezca sin rechistar. No es problema mío que no te hayas dado cuenta hasta ahora de que no soy tan dócil y débil como querrías que fuera. Es lo que pasa cuando te desentiendes de alguien durante una década –se volvió hacia él con una mirada sombría y añadió–: Disfruta mientras puedas de tu poder, Izar. El tiempo se agota: solo te quedan dos años para seguir dándome órdenes.

–Esta conversación ha terminado –dijo él tajante–. Nos vamos ahora mismo, así que te sugiero que metas en una maleta lo que necesites antes de que pierda la paciencia y te saque de aquí con lo puesto.

Liliana no se movió de donde estaba.

–Ya no tengo doce años –le recordó con ojos relampagueantes–. No voy a agachar la cabeza como un corderito y a dejar que me recluyas en otra prisión porque te exaspera mi forma de vivir. Puede que tengas el control sobre la compañía, y sobre mi herencia, pero ya no controlas mi vida.

Izar apretó los dientes.

–Cuidado, Liliana. Depende de mí determinar si cuando cumplas los veinticinco años estarás preparada o no para recibir esas acciones. Y, si considero que no lo estás, puedo retenerlas otros cinco años. ¿O es que no te molestaste en leer la letra pequeña del testamento?

–¿Eso es una amenaza? No sé por qué no me sorprende, pero me da igual. Puedes lanzarme todas las amenazas que quieras; no dejaré que vuelvas a encerrarme en otra prisión.

–Estupendo, sigue así, ya solo te falta la rabieta de niña malcriada –le contestó él, encogiéndose de hombros–. No te va a servir de nada: nos vamos de aquí –añadió sacando el móvil del bolsillo.

Acababa de seleccionar en la agenda el número de su chófer y se había llevado el aparato al oído, cuando, para su asombro, Liliana avanzó hacia él y le dio un manotazo al móvil, que salió volando, cayó al suelo de madera y patinó, desapareciendo bajo la cama.

Por un momento los dos se quedaron allí plantados, mirándose fijamente. El pecho de ella subía y bajaba, distrayéndolo, y sus ojos brillaban con fiereza.

–Eso… no ha sido muy inteligente por tu parte –le dijo Izar entre dientes.

–No quiero irme de aquí –le espetó ella con pasión–. Dentro de un par de años tendré que ocupar el lugar que mis padres querían que ocupara en la compañía, pero hasta entonces quiero ser normal. No quiero vivir en una pecera. No quiero que todo el mundo analice cada uno de mis movimientos y cómo me vista como si fuera asunto suyo. Quiero vivir como una persona normal, quejarme toda la semana de mi trabajo, salir por ahí con mis amigas o pasarme toda la tarde del domingo viendo la televisión. ¿Qué hay de malo en eso?

Una voz distante le decía a Izar que debería dar un paso atrás, alejarse de aquella tentadora criatura en que Liliana se había convertido. El aroma de su sutil perfume lo envolvía, y se encontró ansiando cosas imposibles. Se moría por asirla por los brazos desnudos, para saber si su piel era tan suave como parecía, por inclinar la cabeza y probar esos labios carnosos…

–Entiendo cómo te sientes –le dijo–, pero no tienes esa opción.

–Es mi vida; debería ser yo quien decidiera.

–Tal vez. Pero hasta que cumplas los veinticinco años soy yo quien toma las decisiones.

–Eso no es…

–¿No te das cuenta de que esto no te va a funcionar, Liliana? –la cortó él–. ¿De verdad crees que desafiándome vas a conseguir lo que quieres?

–¿Y qué tengo que hacer para conseguirlo? –quiso saber ella.

No debería haber tenido tantas contemplaciones con ella, se dijo Izar, debería haberla sacado de allí nada más llegar. No debería haberse puesto a conversar con ella, ni debería haberla escuchado. Y no debería haber… Sus ojos descendieron a sus labios, como si no pudiese contenerse… o detenerse.

–Ah… –musitó ella, mirándolo con los ojos muy abiertos.

Era como si hubiese tenido una revelación, como si acabase de comprender algo.

–Ya entiendo… Miel, no vinagre –murmuró enigmática–. Debería haberme dado cuenta antes… –añadió avanzando hacia él–. Porque, en realidad, el gran y terrible Izar Agustín no es tan duro como parece; no es más que una pose…

Cuando se abalanzó sobre él de repente, apoyando las manos en su pecho, Izar la agarró por los brazos. Había sido un acto reflejo, se dijo, y lo había hecho para apartarla, pero no la apartó. Su piel era tan suave como se había imaginado… Una auténtica llamarada de calor lo envolvió y, antes de que pudiera reaccionar, Liliana se puso de puntillas y apretó sus labios contra los suyos.