BESAR a Izar fue como saltar desde un escarpado acantilado a un mar de aguas heladas. Primero sintió como una descarga de adrenalina, la que le habría provocado tan vertiginosa caída, y luego la misma impresión que le habría causado la gélida temperatura del agua. Sus labios devoraban impenitentes los suyos y el firme y musculoso pecho bajo sus manos irradiaba calor.
Si hacía un momento se había sentido algo aturdida por el efecto del alcohol, de pronto era como si volviese a estar completamente sobria, y no acertaba a entender qué diablos estaba haciendo.
Cuando sus labios se separaron se quedaron allí plantados, inmóviles, como si se hubiesen convertido en estatuas de piedra. A Liliana el corazón le palpitaba como si quisiera salírsele del pecho.
Toda su vida pareció pasar ante sus ojos en un instante. Y la mayor parte de ella giraba en torno a aquel hombre tan frustrante de mirada implacable, cuyas grandes manos la asían por los brazos en ese momento.
Se estremeció por dentro. Pero ¿en qué estaba pensando? ¿Cómo podía habérsele ocurrido ponerse a flirtear con Izar, abalanzarse sobre él? ¿Es que se había vuelto loca? Estaba segura de que la arrojaría dentro de una estrecha y oscura celda en algún lugar remoto y que jamás la dejaría salir. Y eso con suerte, porque para colmo le había tirado el teléfono móvil al suelo y tal vez hubiese quedado inservible, pensó, cada vez más tensa. Si de verdad había un Dios, tal vez se apiadaría de ella y haría que se la tragase la tierra, o que cayese fulminada en ese mismo momento. Pero nada de eso pasó, porque Izar la atrajo aún más hacia sí y tomó las riendas.
En cuanto la besó de nuevo, deslizando la lengua entre sus labios, sintió que estallaba en llamas. Sus senos habían quedado aplastados contra el torso de Izar, y se encontró rodeándole el cuello con los brazos y respondiendo al beso.
Enredó los dedos en su corto cabello oscuro, y pensó que le daba igual acabar abrasada por ese fuego que la consumía. No quería que aquel instante terminase. Se arqueó hacia él ansiando más, suplicando más…
Por fin todo tenía sentido, su vida tenía sentido. Las largas tardes que había pasado buscando fotografías de Izar en Internet, su relación a distancia, tensa y atormentada, con él, y esas cartas infrecuentes que habían proyectado alargadas sombras en su vida durante los últimos diez años. De pronto parecía tan obvio que todo aquello los había llevado a ese momento, al regocijo de sentir sus labios contra los suyos, alentándola a responder, arrancándole gemidos, haciéndola estremecerse… Casi le parecía que se moriría si no podía sentir el roce abrasivo de su barba de un día en cada centímetro de su piel.
Era como si hubiese vivido todo ese tiempo en la oscuridad sin darse cuenta de que había una puerta cerrada esperando a ser abierta. Y los besos de Izar abrían esa puerta de par en par, dejaban pasar la luz, y esa luz estaba rebosando en su interior.
Cuando Izar puso fin al beso y la apartó de sí, sus ojos negros refulgían y sus arrogantes labios formaban una fina y severa línea. Su respiración sonaba agitada, como la de ella. Mientras trataba de recobrar el aliento, Izar, que estaba mirándola con los ojos entornados, maldijo entre dientes.
–Esto no puede estar pasando –masculló.
–Pues ya ha pasado –apuntó ella.
Las manos de Izar le apretaron con fuerza los brazos antes de que la soltara y las dejara caer.
–Esto es inadmisible –dijo pasándose una mano por el cabello–. Soy tu tutor…
–Es verdad, ¡qué pervertido! –lo provocó Liliana–. ¿Cómo podrás soportar volver a mirarte en el espejo?
Izar volvió a apretar los labios.
–Esto no es un asunto para tomarlo a risa.
–¡Ah, perdóneme, Su Señoría!
Izar la miró furibundo, pero ella no se amilanó. No sabía a qué se debía ese repentino arrojo. Quizás hubiese bebido de más, pero ya no se sentía achispada. Lo único que sabía era que el cosquilleo que corría por sus venas era magia, que era el origen de ese oscuro y delicioso deseo que no comprendía del todo, y que nunca antes había sentido nada igual. ¿Quién quería sufrir los torpes besos de los universitarios cuando podía tener aquello?
–Tutor, pupila… ¿Qué importancia tienen ya esas palabras? –le preguntó. Ella lo veía tan claro…–. No son más que palabras. No puede decirse precisamente que hayas sido una figura paterna para mí, ni mucho menos –observó. Seguía sin saber de dónde le venía esa repentina capacidad de dirigirse a Izar como si fuera cualquier otra persona, incluso de plantarle cara–. Siempre has evitado que tuviéramos ninguna relación.
–Ve a por tu abrigo; hace frío fuera –le dijo él furioso.
O quizá el que estuviera tan tenso no se debiera a un sentimiento de ira. Quizá fuera algo más primario. Quizá fuera lo mismo que sentía ella agitándose en su interior.
–Está bien –respondió obediente.
Porque eso era lo que Izar esperaba de ella: la obediencia inmediata de una colegiala. Solo que ya no era una colegiala, por más que él se empeñara en tratarla como tal. Por eso, en vez de malgastar saliva, agarró con ambas manos el dobladillo de su corto vestido y se lo sacó por la cabeza. Oyó a Izar aspirar bruscamente por la boca cuando lo arrojó a un lado, pero aún no había terminado. Se quitó las horquillas del pelo, sacudió la cabeza, dejando que la rubia melena le cayera sobre los hombros, y se quedó allí plantada, frente a su tutor, vestida tan solo con sus botas altas y unas minúsculas braguitas de color teja.
Izar parecía… atormentado. Y paralizado y hecho un lío al mismo tiempo. El músculo de la mandíbula le palpitaba, y sus ojos, clavados en ella y más oscuros que nunca, la miraban de un modo tan intenso que sintió cómo se le endurecían los pezones.
–Vuelve a ponerte ese vestido. Ahora –le ordenó.
Parecía aún más furioso que antes. Liliana no acababa de entender por qué estaba haciendo lo que estaba haciendo; solo sabía que, si hacía lo que él le decía, si dejaba pasar la ocasión, lo lamentaría siempre. Y ya tenía bastantes cosas por las que lamentarse. Además, era su cumpleaños.
Así que, en vez de obedecerle, avanzó de nuevo hacia él. Le pareció muy revelador que Izar se quedara mirándola y no le ordenara que se detuviera. Ni siquiera cuando, ya frente a él, alargó una mano para trazar con el índice el intrigante bulto que se percibía bajo la cremallera de sus pantalones oscuros. La mirada furibunda de Izar la hizo estremecer, y tuvo la impresión de que, si hubiera podido, la habría reducido a cenizas con ella.
–Liliana…
El tono de Izar era una advertencia de que no siguiera, pero su voz sonaba ronca, así que usó la palma entera para palpar a través de la tela del pantalón su miembro, que estaba duro como el acero, y aunque él no estuviera tocándola también, notó un cosquilleo, como una agitación que surgía de lo más hondo de su ser. «Deseo…», pensó, al sentir cómo la recorría, punzante, ávido… Sí, era deseo: puro, descarnado… El deseo que sentía por Izar.
–¿Y qué hay de lo que yo quiero? –le preguntó. Le sorprendió oír esa misma ansia en su voz–. ¿Qué daño haría que para variar hiciésemos lo que yo quiero, solo por esta vez? Es mi cumpleaños.
Una expresión intensa relumbró en los ojos de Izar, que maldijo entre dientes y tomó su rostro entre ambas manos, escrutándolo en medio de un tenso silencio. Liliana deseó poder saber qué estaba buscando, qué veía en sus facciones.
–Habrá consecuencias –dijo Izar finalmente.
–Siempre hay consecuencias –replicó ella en un susurro–. ¿A quién le importa?
Los pulgares de Izar le acariciaban los pómulos con un movimiento tan lento y suave que Liliana se preguntó si no lo estaría haciendo sin siquiera darse cuenta. No sabía muy bien qué la empujaba a hacer lo que estaba haciendo, ni por qué se mostraba tan segura de sí misma, pero mientras frotaba su mano contra el miembro cálido y endurecido de Izar, tenía la sensación de que se moriría si también le negaba aquello. Solo quería poder experimentar lo que muchas otras chicas de su edad ya habían experimentado; chicas que, a diferencia de ella, virgen a sus veintitrés años, no habían pasado buena parte de su vida encerradas en una jaula dorada.
–Cuando te arrepientas de esto, te recordaré esas palabras –gruñó Izar, antes de tomar sus labios de nuevo.
Y Liliana se lanzó de cabeza al fuego.
Si iba a dinamitar su vida, pensó Izar con una temeridad que jamás hasta entonces se había permitido, ¿por qué no hacerlo a lo grande?
Despegó su boca de la de Liliana y la asió por los hombros, apartándola un poco de sí para devorarla con los ojos. Nunca se borraría de su mente aquella imagen de ella, vestida únicamente con unas braguitas y unas botas tan sexys que deberían estar prohibidas. Por no hablar de la melena dorada que caía en desorden sobre sus hombros, o de sus perfectos y pequeños senos, con esas areolas de un rosa oscuro y los pezones endurecidos.
Volvió a atraerla hacia sí, le quitó la mano de su miembro antes de que acabara perdiendo por completo el control, y volvió a besarla, una y otra vez. Devoraba su boca como si durante toda su vida no hubiese soñado con otra cosa más que con ese momento. Era como si se hubiese convertido en un extraño; ya no se reconocía a sí mismo.
De hecho, pronto descubrió que, con sus labios contra los de Liliana y sus manos recorriendo su esbelto cuerpo, el que aquello fuera un error no le importaba como se suponía que debería hacerlo. Al contrario; lo único en lo que podía pensar en ese momento era en ahondar en aquel error. Y ahondar en él todo lo posible.
Si iba a hacer aquello, quería hacerlo bien. Quería hacerla suya en cuerpo y alma, aunque no quería pararse a analizar el porqué.
Hizo que Liliana se sentase en el borde de la cama y se quedó allí de pie mirándola, saboreando cada segundo de aquello que no debería estar pasando, y maravillándose una vez más de cómo su pequeña pupila se había convertido en una auténtica belleza. Era sencillamente perfecta. Si hubiese confeccionado una lista con todo aquello que consideraba atractivo en una mujer, el resultado habría sido Liliana: sus pechos firmes, sus caderas redondeadas, sus piernas interminables…
Una sonrisita tonta adornaba sus carnosos labios, como si estuviese encantada con aquel terrible error. Y en cuanto a él… era como si jamás hubiese deseado a otra mujer, como si no hubiese más mujeres que ella sobre la faz de la tierra o las hubiese habido antes de ella. Aquel pensamiento debería haberlo alarmado, pero Izar lo ignoró.
Se quitó el abrigo, lo arrojó sobre el escritorio y, aunque apenas tardó un par de minutos en quitarse el resto de la ropa, se le hizo eterno al ver cómo los ojos azules de Liliana se agrandaban un poco más con cada prenda de la que se desprendía.
–¿Me quito… me quito también las botas? –le preguntó ella.
El titubeo de su voz no hizo sino excitarlo aún más. Aquello era una agonía.
–¿Te he dicho yo que te las quites?
Liliana se puso roja como una amapola y tragó saliva. Dios del cielo… Aquello era peor de lo que se había imaginado: era virgen…
Estaba seguro de que había razones por las que eso debería haber hecho que se detuviera, pero en ese momento no se le ocurría ninguna. Y estaban las consecuencias que había mencionado, pero tampoco conseguía recordar cuáles eran. No con ella esperando ante él, tan preciosa, mirándolo como si solo tuviera ojos para él. No, no iba a ponerse a pensar en las razones por las que no deberían hacer aquello, ni en las consecuencias que tendría; esa noche, Liliana era suya.
Cuando estuvo completamente desnudo, permaneció frente a ella y dejó que sus ojos hambrientos recorrieran su cuerpo. Y fue tan arrogante como para reírse al ver su asombro cuando su mirada alcanzó su miembro erecto. Las mejillas de Liliana se arrebolaron, y el rubor se extendió por su torso hasta llegar a sus hermosos senos.
Ya no le importaba que aquel edificio cochambroso lo irritara, que aquella habitación le recordase a la celda de una prisión, ni que él fuese Izar Agustín y ella Liliana Girard Brooks. Podría llevarla a cualquiera de los muchos hoteles de cinco estrellas que había en Manhattan, donde estarían mucho más cómodos, y en un entorno mucho más apropiado a su condición social, pero Liliana estaba prácticamente desnuda, mirándolo como un cachorrito sin dueño, y él se sentía incapaz de esperar ni un segundo más.
Así que dejó de pensar, de cuestionarse nada. No tenía sentido hacerlo. Solo existía el presente, se dijo yendo hacia ella. Se sentó a su lado, la tomó entre sus brazos y se dispuso a ceder a la tentación. Ya no le importaba lo que pudiera pasar. Iba a sucumbir al deseo aunque los dos acabasen abrasados.
Izar era como un torbellino: implacable y tempestuoso, y Liliana estaba disfrutando de cada momento. La había tumbado en la cama y se había colocado a horcajadas sobre ella. Parecía un gigante que se alzara sobre ella apoyándose en las manos y las rodillas.
Su torso era igual que el de una estatua griega y solo de mirarlo se le estaba haciendo la boca agua. Se moría por frotar su rostro contra los duros músculos pectorales y aspirar el aroma de Izar. De hecho, aunque había mil cosas que quería hacerle, le daba vergüenza hasta pensarlo. Eran cosas con las que solo se había atrevido a fantasear por las noches, entre las sábanas, mientras recordaba las últimas fotografías que había visto de él en Internet.
Pero entonces Izar empezó a besarla de nuevo, de un modo tan lento y sensual que pronto sintió como si sus articulaciones se hubiesen vuelto de gelatina y se encontró aferrándose a sus grandes bíceps. Los labios de Izar dejaron su boca, y lo oyó reírse cuando gimió a modo de protesta. Dedicó la misma atención a la línea de su mandíbula y a su cuello, descendiendo beso a beso. No parecía darse cuenta de que estaba retorciéndose ansiosa debajo de él, suspirando su nombre. Si acaso, lo único que hizo fue ir más despacio.
Izar alcanzó uno de sus pechos y comenzó a explorarlo con los labios, la lengua, los dientes y con sus fuertes y hábiles manos, haciéndola estremecerse de placer, haciéndola enloquecer. Solo paró cuando ella, presa de aquel frenesí, empezó a tirarle del pelo como si se lo quisiera arrancar, y fue únicamente para devorar del mismo modo su otro seno, como dándole a entender que haría con su cuerpo lo que se le antojara.
Su lengua descendió por su abdomen, dibujando arabescos y dejando a su paso un reguero de fuego que recorrían después sus manos traviesas. Todas las terminaciones nerviosas de su cuerpo estaban alborotadas, y se sentía como la cuerda de un arco, tensada al límite.
Le faltaba el aliento, y eso que la lengua de Izar solo estaba jugueteando con su ombligo. Se sentía como si se fuera a morir de tanto placer, pero él, que parecía ajeno a sus gemidos y al modo en que se estremecía todo su cuerpo, siguió bajando hacia sus piernas.
Cuando se las abrió, Liliana sabía lo que estaba a punto de hacer. Había soñado con ello. Pero sus fantasías no la habían preparado para algo así: el fuego de los ojos de Izar cuando alzó la vista hacia ella, la sonrisa cruel que se dibujó en sus labios… y las sensaciones que vendrían a continuación.
Sin quitarle las braguitas, comenzó a dibujar círculos lentamente con un dedo contra su clítoris hinchado, y Liliana se sintió como si se precipitase al vacío en una brusca caída. Izar siguió jugando con ella, trazando dibujos imaginarios con la yema del dedo, y deslizándolo de cuando en cuando por debajo del borde de las braguitas para acariciarla. No podía soportar tanto placer, pero quería más. Estaba temblando como una hoja. Se arqueó contra su mano, y protestó con un gemido cuando Izar la inmovilizó, sujetándola por las caderas.
–Por favor… –le suplicó sin apenas reconocer su propia voz–. Por favor…
Pero él no se apiadó, sino que se lo tomó con calma y continuó atormentando con sus dedos esa parte de su cuerpo que notaba cada vez más húmeda y caliente. Liliana sentía que iba a perder la razón, y sacudía la cabeza de un lado a otro sobre la almohada. Solo cuando a él le pareció introdujo uno de sus largos dedos dentro de ella, donde nadie antes había estado. Nadie. Jamás.
Izar farfulló algo en español y, cuando apartó la mano, Liliana protestó con un nuevo gemido.
–Lo sé –murmuró él–, lo sé…
Volvió a inclinarse sobre ella, tiró con el pulgar de las braguitas para apartar un poco la tela, y, cuando se puso a lamerla, Liliana estalló, como una bombilla se hace añicos al caer al suelo. La lengua de Izar no dejaba de moverse, de saborearla, de torturarla… Volvió a introducir el dedo en su interior y empezó a meterlo y sacarlo una y otra vez sin dejar de lamer sus pliegues húmedos. Los músculos de Liliana estaban cada vez más tensos mientras se arqueaba hacia él, abandonándose por completo a las sensaciones que estaba experimentando. Fue entonces cuando estalló de verdad, una y otra, y otra vez…
Cuando volvió a bajar a la tierra estaba jadeante y él, que se había incorporado, estaba quitándole las botas. Arrojó primero una al suelo y luego la otra, y después le bajó las braguitas y se deshizo también de ellas.
Ella, entretanto, no podía hacer otra cosa más que permanecer allí tendida y observarlo mientras hacía lo que quería con ella, embelesada como estaba por la belleza y la virilidad de su cuerpo, además de sobrecogida aún por los coletazos del intenso orgasmo que acababa de sacudirla; su primer orgasmo.
Izar volvió a colocarse sobre ella y el sentir el abrasador calor de su cuerpo la hizo suspirar de placer. Tomó su rostro entre ambas manos, mirándola a los ojos, con su duro miembro contra esa parte de ella que estaba tan húmeda y tan caliente. Se sonrojó, azorada, pero Izar se limitó a sonreír.
–Solo te dolerá un momento –le dijo.
Liliana esperaba que le doliese, desde luego, y no solo porque él lo hubiera dicho, sino porque eso era lo que había oído siempre, que dolía muchísimo. Se suponía que era algo casi traumático. Un dolor espantoso, una agonía, algo que te desgarraba por dentro… Pero, extrañamente, no le dolió apenas.
Frunció el ceño, contrariada, y él, que la vio, le preguntó:
–¿Te hago daño?
–No –contestó ella. Era una sensación irreal, tener a Izar encima de ella, desnudo, y sentirlo dentro de sí, tan adentro. Irreal y excitante–. Se supone que debe doler, y que el dolor es horrible, pero la verdad es que no…
Y entonces Izar se movió. Sacó su miembro lentamente, solo un poco, y volvió a hundirse en ella. Apenas había empujado las caderas contra las de ella, pero una oleada de calor se extendió al instante por todo su cuerpo. Fue como si aquel ligero movimiento hubiese despertado terminaciones nerviosas que ni siquiera sabía que tenía, y se arqueó hacia él pidiendo más.
Izar empezó a balancearse sobre ella, estableciendo un ritmo suave y observándola atento mientras ella lo imitaba, aprendiendo cómo moverse al unísono con él para incrementar el salvaje placer que le provocaban sus embestidas. Era más erótico que cualquiera de las fantasías que había tenido con él.
Izar empezó a mover las caderas más deprisa y bajó la cabeza para tomar sus labios con pasión, haciéndola suya, como si estuviese marcándola a fuego. Liliana se entregó por completo a aquel sensual baile, a aquel alocado tango que le cortaba el aliento a cada instante.
En su mente, entretanto, reinaba el más absoluto caos. Por un lado estaban los sentimientos encontrados que Izar había despertado en ella a lo largo de esos diez años, en la distancia, esa maraña confusa a la que ella había puesto la etiqueta de «odio», porque era algo más digerible y fácil de entender que intentar desentrañar esos sentimientos. Y luego estaba el anhelo que había ido acumulando en su interior todo ese tiempo. Era como si se hubiese estado reservando para él, para ese momento. Y estaba siendo más increíble de lo que jamás se había atrevido a imaginar.
Izar deslizó las manos por debajo de ella, levantándole las caderas, y empezó a moverse todavía más deprisa mientras le susurraba al oído cosas en español que ella no entendía. Y, cuando al poco rato notó cómo una sensación palpitante, enloquecedora, se apoderaba de ella, creyó que no iba a poder resistir tanto placer.
Con una certera embestida, Izar la llevó al éxtasis, que fue como un estallido de color, como una brutal llamarada que lo arrasara todo y la lanzara al infinito. Por fin…
Lo último que recordaría después, antes de abandonarse a aquellas increíbles sensaciones, era el modo en que él había gritado su nombre antes de que también le sobreviniera el clímax.