Capítulo 5

 

LILIANA se quedó mirándolo aturdida mientras el avión levantaba el vuelo y se dijo que era el despegue lo que la había dejado sin aliento, no el que Izar le hubiera pedido que se casara con él. De hecho, la sola idea era risible. Y no solo porque estuviese sentado frente a ella, escrutándola distante e intimidante como una de sus cartas. No era así exactamente como se había imaginado que sería cuando un hombre le pidiese matrimonio.

–No puedo casarme –balbució.

–¿Ah, no? –replicó Izar. Repantigado como estaba en su asiento, cualquiera diría que tenía por costumbre hacer quince o veinte proposiciones de matrimonio al día–. Yo creo que solo necesitas el permiso de tu tutor para casarte y, entre tú y yo, sospecho que te lo dará sin problemas.

¿Estaba intentando distender el ambiente? Imposible; ¿Izar, a quién consideraba incapaz de bromear? Liliana se irguió en su asiento. No sabía cómo procesar aquello.

–No podemos casarnos –se corrigió, cuando se apaciguó el torbellino de emociones que se había desatado en su interior.

–¿Por qué no?

La pregunta de Izar parecía deberse a una curiosidad sincera. Liliana lo miró y frunció el ceño. ¿Que por qué? Para empezar porque ni siquiera después de lo que había pasado entre ellos en su apartamento era capaz de tratarla como a una adulta. Y porque dudaba que fuera a cambiar nunca su actitud hacia ella.

–Si ni siquiera te caigo bien… –apuntó–. Y, perdona que te lo diga, pero tú tampoco eres santo de mi devoción.

Los labios de Izar se curvaron en una leve sonrisa, y Liliana sintió como si una lengua de fuego recorriese su piel.

–Quizá seas demasiado ingenua como para comprender que cuando una mujer se derrite en los brazos de un hombre, como te ocurre a ti conmigo, es que hay una atracción contra la que no se puede luchar –le dijo. Luego se encogió de hombros y añadió–: Pero, de todos modos, tampoco me parece que la falta de afinidad sea un problema: conozco docenas de matrimonios en los que no tienen nada que ver el uno con el otro.

–El cinismo no es una cualidad demasiado atractiva –se atrevió a decirle ella.

Izar se rio.

–No soy un cínico, sino un realista –replicó. Y luego se puso serio y casi le pareció ver amabilidad en sus ojos cuando añadió–: Y no hace falta que te enamores de mí, si eso es lo que te preocupa.

–¿Acaso lo creías posible? –se burló ella.

–Las chicas ingenuas son muy enamoradizas –contestó él en un tono condescendiente–. Claro que es el peligro de desflorar vírgenes: hay una efervescencia de emociones, recriminaciones, ruegos…

Liliana apretó la mandíbula.

–Pues deja que te asegure que conmigo no tendrás que preocuparte por nada de eso.

–Me alegra saberlo –Izar la estudió un momento–. Entonces tampoco deberías mostrar remilgos ni tonterías respecto a casarte conmigo, ¿no?

Liliana tuvo que contenerse para no lanzarle algo.

–Para tontería la que acabas de decir. ¡Que nos vamos a casar! Ni me conoces, ni quieres conocerme, ni has hecho el menor esfuerzo por conocerme mejor en estos diez años.

Él la miró con fastidio, como si aquella conversación le resultase tediosa.

–¿De verdad te parece necesario? Porque yo desde luego no espero que me conozcas. Eso de conocerse siempre me ha parecido un ejercicio pesado e incómodo. Te estoy hablando de casarnos, no de una excavación arqueológica.

Liliana apretó los puños.

–¿Y cuál es tu idea del matrimonio? –le preguntó con incredulidad. Se sentía insultada–. Porque creo que lo encontrarás un poco más complicado que las relaciones a las que estás acostumbrado: esas que solo requieren a una mujer guapa colgada de tu brazo con un buen escote, que sonría todo el tiempo y que nunca, jamás te cuestione.

Izar volvió a reírse.

–Dudo que sepas demasiado sobre las relaciones en general, y menos aún sobre mis relaciones en particular –le contestó–. Así que, te lo ruego, no te pongas en ridículo.

A Liliana el ridículo le daba igual. La había humillado, estaba furiosa, y se sentía como un globo inflado al límite, a punto de explotar.

–Solo estaba especulando, como hacen las revistas de todo el mundo cada vez que haces alguna aparición pública con la top model de turno. Pero creo que debería advertirte de que hablándome así no vas a conseguir hacerme cambiar de opinión precisamente.

Izar esbozó una leve sonrisa.

–Que yo sepa, no te he hecho ninguna pregunta que requiera una respuesta por tu parte.

–No voy a casarme contigo –le espetó, y se quedó a gusto al decírselo, aunque por dentro se sintiera extraña y vacía. Jamás sería tan masoquista como para hacer algo así–. Prefiero morirme antes que casarme contigo y no, no estoy siendo melodramática; es la verdad.

Los ojos negros de Izar brillaron, pero no respondió. En ese momento apareció la azafata, que le sirvió una copa sin que hiciera falta que él le dijera qué quería tomar. A Liliana, en cambio, solo le ofreció agua con gas, y luego les llevó varias bandejitas con aperitivos.

–¿Le has dicho que no me sirviera alcohol? –le preguntó Liliana a Izar cuando la azafata se retiró.

Izar ladeó la cabeza y movió la copa en su mano con suaves movimientos circulares.

–No. El protocolo habitual a bordo es no servir bebidas alcohólicas a jóvenes impresionables a menos que ellas las pidan.

Liliana apretó los dientes.

–Dime cómo ves tú el matrimonio –le pidió con aspereza–. Y no me refiero en sentido filosófico, sino a ese supuesto matrimonio del que estamos hablando. ¿Cómo crees que sería si nos casáramos?

–Bueno, desde luego no querría que fuera así. No puedo decir que tu beligerancia me resulte atractiva.

–Pues qué pena –murmuró ella con sorna–. No sabes cómo me duele oír eso.

Izar fijó sus ojos negros en ella, como ofendido por su sarcasmo.

–Estoy dispuesto a pasar por alto tus excesos de esta noche –le dijo–, pero que esto te quede claro: no tengo intención de pasar el resto de mis días discutiendo con mi esposa. No es algo que me atraiga, en absoluto.

–Pues entonces te sugiero que te busques una autómata y le ordenes que se case contigo –contestó Liliana.

Izar suspiró.

–Quiero que mi esposa sea hermosa pero discreta, no vulgar, ni ostentosa –le dijo, como si ella no hubiera hablado–. Debe rezumar elegancia en todo momento, tanto en público como en privado. Nada de ir encorvada, Liliana, ni de vestirte como una adolescente que está pasando por una crisis de identidad. Nada de tirarte en un sofá ni de soltar berrinches como una niña difícil. En público mi esposa deberá exhibir unos modales exquisitos y mostrarse sofisticada, pero no altiva. Deberá ser culta y obediente, interesante sin buscar llamar la atención. Y no toleraré que discuta conmigo por tonterías, ni en público ni en privado, que me interrogue sobre mis decisiones, ni que intente manipularme con el sexo.

–Parece como si estuvieras describiendo a una zombi, o a una muñeca hinchable.

–Y desde luego mi esposa no hablará mal de mí a mis espaldas, ni hará comentarios mordaces, así que los que tengas te sugiero que los sueltes ahora. Mi esposa deberá estar preparada para actuar como mi segundo de a bordo cuando sea necesario, y sobre todo en lo referente a los negocios, pero jamás deberá considerarse mi igual.

–No, por Dios… –murmuró ella, poniendo los ojos en blanco–. El mundo se abriría bajo nuestros pies si esa pobre mujer cometiera tan craso error.

Su tono áspero hizo que Izar enarcara las cejas, pero lo dejó correr y siguió con lo que estaba diciendo.

–Y llegado el momento también tendrá que darme un heredero, por supuesto. Un par de críos, tal vez, pero no más, porque en un futuro tendrán que dirigir juntos un imperio y se complicarían las cosas si tuviésemos más de dos hijos y tuvieran que competir entre ellos.

Liliana sintió como si se le hubiera hecho un nudo en el estómago, aunque no sabía por qué. Al fin y al cabo, esa fría visión del matrimonio que tenía su tutor no tenía nada que ver con ella. Dijera lo que dijera Izar, no iba a casarse con él, sino que se limitaría a observar desde lejos a la mujer con la que se casase y la compadecería.

–Para mí el matrimonio no es muy distinto de un negocio –continuó diciendo Izar, en el mismo tono arrogante–, aunque en varios aspectos es más simple, ya que no depende de los mercados que tenga éxito o no.

–¿No me digas? –se burló ella–. ¡Qué interesante!

Aquella larga lista de cualidades le había sonado como uno de esos anuncios de «Hombre soltero busca…» de la sección de contactos, un anuncio de lo más ofensivo y humillante.

–Pues sí. Y hay algo más: deberás recordar siempre que hay una jerarquía, igual que ahora. Yo tomo las decisiones, y tú las acatas.

Y dicho eso se llevó la copa a los labios, como dando la conversación por concluida. La ira abandonó a Liliana, que se sintió como si se desinflara.

–Ninguna mujer aceptaría algo así. Es, como mínimo, insultante.

Una sonrisa burlona se dibujó en los labios de Izar.

–Creo que subestimas el principal atractivo.

–No te he oído mencionar ningún atractivo; solo reglas propias de un señor feudal, y sospecho que detrás hay una profunda misoginia. Lo cual, para que lo sepas, no solo no supone el menor atractivo para una mujer, sino que nos horroriza.

La sonrisa de Izar se había desvanecido.

–El principal atractivo, Liliana, soy yo.

Ya había pasado demasiado tiempo bajo su «yugo». Únicamente había tenido cuatro años de semilibertad en la universidad, y solo ahora estaba empezando a descubrir quién era. No podía venderse por tan poco.

Además, no había sido tan niña cuando murieron sus padres como para no acordarse de ellos. Los recordaba riendo, acurrucados en el sofá frente a la chimenea, charlando durante horas, los largos paseos que daban por el campo, siempre de la mano… Habían tenido sus discusiones, como todas las parejas, pero, de un modo u otro, enseguida hacían las paces. Era algo que siempre habían llevado muy a gala. Y a veces, cuando se suponía que ya debía estar en la cama, se había levantado y los había visto bailando en el salón, con los ojos cerrados y abrazados el uno al otro.

Sus padres se habían querido muchísimo; de eso no tenía ninguna duda. Se habían amado con pasión, y a ella la habían colmado también de amor. Además, se notaba que disfrutaban de la compañía del otro, se escuchaban el uno al otro con respeto, y cuando tenían que separarse por un viaje de negocios se llamaban y al volver a reunirse se contaban todo lo que habían hecho o les había ocurrido, como si fuese una necesidad ponerse al tanto de todos esos pequeños detalles.

Eso era lo que ella quería tener si algún día llegaba a casarse; no se conformaría con menos. Lo contrario sería como traicionarles, como traicionar sus ideales y lo que le habían inculcado, sería traicionar lo que estaba segura de que habrían querido para ella.

–Gracias por tu proposición –le dijo educadamente a Izar–, pero creo que paso.

 

 

Izar no volvió a mencionar la palabra «matrimonio» ni una sola vez más durante el resto del vuelo. Tampoco cuando llegaron a Europa al amanecer y se subieron a un helicóptero con el que sobrevolaron los Alpes. Sin embargo, Liliana sentía que pendía sobre ella, amenazante, como la espada de Damocles, proyectando una sombra ominosa sobre el espectacular paisaje que se extendía a sus pies mientras se dirigían a la villa de Izar.

Saint Moritz, chic y pintoresca, no había cambiado nada de como la recordaba Liliana, con sus calles limpias y cuidadas, sus boutiques de renombre y sus hoteles, que se contaban entre los más lujosos y caros del mundo. Durante sus años en el internado la habían llevado a ella y a las otras alumnas de excursión a pequeñas ciudades elegantes como aquella, para exponerlas a la clase de sociedad con la que sus adinerados padres y tutores esperaban que se codeasen en un futuro, igual que ellos.

La villa de Izar, situada en aquel paraíso de montaña, tenía una casa de tres plantas diseñada con el estilo de la zona, con techos altos soportados por vigas de madera y chimeneas de piedra, pero también toques modernos y todos los detalles necesarios para aportar la máxima comodidad. Desde todas las ventanas se divisaba el hermoso valle de Engadine, y había hasta un telesilla privado que subía por la montaña hasta llegar directamente a las famosas pistas de esquí de Saint Moritz.

Al llegar, Izar dejó que una sirvienta se ocupara de su equipaje, y pasaron al salón, donde un buen fuego chisporroteaba en la chimenea. Liliana, que estaba agotada del viaje, se moría por tumbarse en uno de los sofás y dormir, pero no se atrevía a sentarse porque le parecía que mostrar su cansancio sería como una rendición.

–Estoy reventado –dijo para su sorpresa Izar, aunque no lo parecía en absoluto–. Voy a darme una ducha para quitarme la mugre de los barrios bajos de Nueva York y luego me retiraré a descansar. Te sugiero que hagas lo mismo.

–Preferiría que me arrancaran un brazo antes que unirme a ti –le dijo ella, con una sonrisa desafiante.

Izar sacudió la cabeza.

–¡Cuánto drama…! –exclamó, y por un momento le pareció ver un brillo en sus ojos, como si aquello lo divirtiera. Ladeó la cabeza y le preguntó–: ¿Te he pedido yo que te unas a mí?

–Me has pedido que me case contigo –apuntó ella–. ¿Quién sabe qué otra locura se te pasará por la cabeza?

–Ah, pero es que no te lo he pedido –replicó Izar–. No me puse de rodillas, ni te hice una falsa y grandilocuente declaración de amor. Solo te puse al corriente de lo que va a pasar, eso es todo.

–Eso no va a pasar, Izar –le aseguró ella–. Ni ahora, ni nunca. Jamás me casaré contigo.

Él se encogió de hombros, como si sus protestas fuesen inútiles.

–Si tú lo dices… Cuando dejes de sentirte como una víctima porque te he arrastrado a este horrible lugar en un lujoso avión privado, el servicio te enseñará dónde está tu habitación. Y, por si te asalta la tentación de fugarte, no te aconsejo que lo intentes: estamos en la ladera de la montaña, por si no te has dado cuenta, y no hay adónde ir, a menos que sea en helicóptero o con un par de esquís.

Y, dicho eso, se dio la vuelta y se marchó, sin prisa y sin volver la vista atrás. La dejó allí plantada, como si de verdad esperara que, igual que a una cría con un berrinche, se le pasaría y le obedecería.

Claro que… ¿cómo no iba a esperar precisamente eso? Hasta entonces siempre le había obedecido. ¿Por qué habría de tomarla en serio? La noche anterior había sido la primera vez que había replicado a una sola de sus órdenes, la primera vez que se había encarado con él. Normalmente él dictaba las normas y ella las seguía, sin rechistar. No le extrañaba que creyera que aquello era solo un berrinche que se le pasaría.

Se le escapó un bostezo. Nunca había pasado toda una noche sin dormir. No era la clase de vida a la que estaba acostumbrada. A pesar de lo mucho que detestaba los sermones de Izar, durante todo ese tiempo había evitado hacer nada que pudiera dar pie a habladurías o hacer que se viese envuelta en cualquier escándalo. Y, por supuesto, jamás había hecho nada semejante a lo que había hecho con Izar la noche anterior.

Le palpitaban las sienes y se notaba como si tuviera arena en los ojos y en la boca, y no estaba segura de si sería un efecto retardado del alcohol, del sexo, o simplemente signos del cansancio. Lo que sí tenía claro era que no estaba dispuesta a seguir obedeciendo a Izar. No ahora que era una persona real, en vez de una serie de mensajes ásperos. No cuando el Izar de carne y hueso la había tocado como lo había hecho.

Ya no era virgen, ya no era un bicho raro, aislada del mundo por las mentiras que se veía obligada a contar a los demás para ocultar su identidad y el futuro que siempre había sabido que la aguardaba. Ahora era una mujer hecha y derecha, y tenía que demostrarlo.

Al salir del salón encontró a una sirvienta, y dejó que la condujera a su habitación, rogando por que estuviera lo más lejos posible de la de Izar, aunque no se atrevió a preguntarle a la mujer sobre ese pormenor.

Cuando la hubo dejado a solas, se acercó a la ventana y admiró un momento el bello paisaje de montaña, salpicado por pequeños pueblos, antes de correr las cortinas y entrar en el cuarto de baño, donde se desvistió mientras se llenaba la bañera. Luego se metió en ella y dejó que las lágrimas rodaran por sus mejillas. Estaba sola; nadie podía verla, ni juzgarla. Izar no se enteraría de que había llorado.

 

 

Unas cuantas horas después, Izar estaba de pie junto a la ventana de su dormitorio, observando el valle a lo lejos. La luna ya estaba en lo alto del cielo nocturno, derramando su suave luz y haciendo brillar la blanca nieve.

No sabía qué diablos le pasaba. El viajar nunca antes lo había hecho desvelarse. Se pasaba la mayor parte del año volando de una capital del mundo a otra por negocios y, como rara vez dormía más de unas cuantas horas seguidas, no le costaba hacerse a los cambios de horario estuviese donde estuviese. Sin embargo, esa noche no conseguía conciliar el sueño.

La verdad era que sí sabía por qué. Era por Liliana. O, más exactamente, porque había perdido el control por completo, porque se había dejado llevar por el deseo. Se había dado una larga ducha, con las manos apoyadas en la pared, con el chorro de agua caliente cayéndole sobre la espalda mientras se esforzaba por no pensar.

Pensar demasiado no conducía a nada bueno. Sí, le había quitado a Liliana su virginidad, lo cual lamentaba, pero no había sido su intención, y era ella quien lo había empujado a hacerle el amor. Además, inmediatamente después había decidido hacer lo correcto, casarse con ella, y las ventajas de esa unión eran más que evidentes. Sí, tal vez la situación se le hubiera ido de las manos, pero ya la tenía de nuevo bajo control.

Después de la ducha se había metido en la cama y había estado dando vueltas y más vueltas, sin poderse dormir, hasta que finalmente se había dado por vencido y se había levantado. Había encendido el ordenador portátil y se había dedicado a ponerse al día con asuntos de trabajo que tenía atrasados porque su mentirosa pupila lo había obligado a ir a buscarla a los barrios bajos de Nueva York. Y cuando ni con eso había logrado dejar de pensar en ella se había vuelto a la cama, pero no le había servido de nada.

Primero había perdido el control, aunque solo hubiera sido temporalmente, y ahora tenía insomnio. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Y por qué sentía esa ansia de volver a hacerle el amor a Liliana y pagar sus frustraciones con ella?

Irritado consigo mismo, se apartó de la ventana. Salió del dormitorio y bajó a la piscina cubierta. Se quitó los pantalones del pijama, se zambulló de cabeza en el agua fría y se puso a nadar, desfogándose con cada brazada. No se detuvo a admirar, como había hecho otras veces, el cielo estrellado a través de la bóveda de cristal. ¿Para qué? Tenía grabada a fuego la imagen de Liliana y no veía otra cosa: Liliana debajo de él, desnuda, gimiendo y jadeando…

Aquello no era lo que sus padres se habrían imaginado cuando lo habían designado como su tutor. Ni era lo que él había pretendido en todos esos años en que la había encomendado al cuidado de otros que había pensado que la cuidarían mucho mejor que él.

Nadó hasta que le dolieron las piernas y los brazos, pero el cansancio físico tampoco apartó a Liliana de sus pensamientos, así que salió del agua, se secó con una toalla y se la lio a la cintura mientras caminaba. Aquella obsesión pasaría, se aseguró a sí mismo.

Además, era absurdo, se dijo mientras subía las escaleras. No era un adolescente encaprichado de una chica de su clase, jamás había suspirado por ninguna mujer, y no iba a pasarse las noches en blanco por una joven ingenua que hasta la noche anterior solo había sido para él una responsabilidad añadida a su lista de responsabilidades.

No había razón alguna para que de repente se encontrara frente a la puerta de su habitación, que estaba al final del pasillo en el que se hallaba la suya. Y tampoco había razón alguna para que girara el pomo, pero lo hizo. La puerta se abrió silenciosamente, y aunque sabía que debería volver a cerrarla e irse a la suya, cruzó el umbral y entró.

La luz de la luna llena, que se filtraba a través de las finas cortinas, iluminaba la estancia. Sus ojos se posaron sobre la cama, donde yacía Liliana, plácidamente dormida. Los rayos plateados de la luna acariciaban su esbelta figura. La ropa de la cama estaba a un lado, probablemente porque la había apartado en sueños, y su melena ondulada formaba un halo dorado en torno a su cabeza.

Estaba tumbada boca abajo, con la cabeza ladeada, los brazos doblados bajo la almohada y una pierna flexionada. No llevaba más que unas braguitas que apenas cubrían sus dulces nalgas. Se moría por alargar los brazos y trazar con los dedos las deliciosas curvas que asomaban por debajo de la escueta prenda de seda y encaje. Su espalda desnuda era una sinfonía de esa piel de satén que había explorado con sus manos y con sus labios la noche anterior sin quedar saciado.

No era consciente de haberse acercado tanto a la cama, pero, aunque era incapaz de retroceder, al menos sí consiguió contenerse para no tocarla. Si lo hubiera hecho, tal vez no habría podido parar.

Se la veía tan tranquila, ajena a que él estaba allí de pie, observándola como un depredador acechando silencioso a su presa… La deseaba tanto… ¡Dios, cómo la deseaba! Exhaló un suspiro tembloroso, y antes de que la tentación se volviera insoportable se inclinó y la tapó con cuidado para no despertarla.

Luego salió en silencio y volvió a su habitación, a su solitaria vigilia frente a la ventana. Fue entonces cuando comprendió que ya iba siendo hora de que dejase de mentirse a sí mismo sobre lo que estaba ocurriendo allí. ¿Y qué si aquellos sentimientos lo habían pillado completamente desprevenido? Sí, casarse con Liliana sería bueno para el negocio, pero esa era la menor de las razones por las que quería hacerlo.