Capítulo 6

 

NO PUEDES tenerme encerrada eternamente en una torre de marfil –le espetó Liliana a Izar diez días después mientras desayunaban.

Él había insistido en que desayunaran y cenaran juntos todos los condenados días. Fuera se había desatado una tormenta de nieve, y las copas de los árboles se agitaban violentamente. El aullido del viento estaba provocando una sensación de claustrofobia a Liliana, que pinchó una salchicha con el tenedor, imaginándose que era Izar.

Claro que también podría ser que fuera el propio Izar quien le provocaba esa sensación de claustrofobia. De hecho, era algo más que eso, era algo como una quemazón, como una especie de ansia que estuviera intentando reptar, como una serpiente, fuera de ese foco de calor concentrado en su vientre.

Izar, que estaba leyendo las noticias en su tableta, no levantó la vista y dio un sorbo a su café semilargo, el expreso con una pizca de leche que hacía que le sirvieran en un vaso pequeño en vez de en una taza, como un guiño a su Málaga natal. Leía los periódicos de cinco países cada mañana. Era un obseso de las noticias.

–¿Una torre de marfil? –murmuró distraído.

–Sí, una torre de marfil –repitió ella irritada–. Para no desesperar me digo que, aunque parece que llevo aquí una eternidad, solo ha pasado algo más de una semana –suspiró con dramatismo–. Confío en que antes o después te cansarás de hacer de niñera y dejarás que me vaya y haga mi vida.

–Se me conoce por muchas cosas –contestó él en un tono divertido–, pero no precisamente por rendirme sin conseguir lo que quiero.

Le lanzó una mirada tan intensa que Liliana sintió que una oleada de calor le recorría la piel, como cuando se prende un reguero de pólvora. Y lo peor era que estaba segura de que Izar sabía perfectamente el efecto que tenía en ella.

–Deja de hacer eso –le increpó, bajando la vista al plato y frunciendo el ceño–. Te he dicho un millón de veces que lo que pasó en el apartamento aquella noche…

–Lo sé, lo sé –la cortó él, antes de centrar de nuevo la atención en la pantalla de la tableta–, ya estoy suficientemente escarmentado.

Ese era el problema, que estaba segura de que no lo estaba. Y tampoco parecía que le importara que estuviera volviéndose loca poco a poco, atrapada en aquella casa con él. Cada mañana bajaba a desayunar recién duchado tras la correspondiente sesión de ejercicio: natación, pesas, una hora corriendo en la cinta… Liliana ya se había aprendido su horario de memoria.

De hecho, aunque a Izar le pareciese innecesario que se conocieran un poco mejor el uno al otro, había decidido que, ya que no tenía otra cosa que hacer, aprovecharía para observarlo y estudiarlo con detenimiento. Tenía la esperanza de que con la convivencia diaria descubriría unas cuantas manías insoportables de Izar –¿quién no tenía manías?–, y que eso contrarrestara la irritante atracción que sentía por él.

Sin embargo, en los diez días que llevaba allí, todavía no había conseguido encontrar nada que lo hiciese menos intimidante y atractivo a sus ojos. Después de desayunar se iba a su estudio en el segundo piso y se ponía a ocuparse de asuntos de trabajo. A veces se pasaba la mañana entera haciendo llamadas. Ella estaba sentada en el salón, en el piso de abajo, leyendo algún libro, y lo oía hablando en su habitual tono inflexible, ya fuera en inglés, español, francés o alemán.

Luego, por las tardes, solía retirarse a su habitación un rato antes de cenar –eso si no hacía una segunda sesión de ejercicio–, pero no tenía ni idea de qué hacía allí. Aparte de darse una ducha, cosa que deducía porque reaparecía con otra ropa y el pelo húmedo, lo que hiciera allí era un misterio.

Por las noches, cuando se metía en la cama, Liliana se entretenía imaginándolo haciendo algo mundano, como cortándose las uñas de los pies, o tirándose en un sofá a ver un reality show mientras engullía una bolsa entera de patatas fritas.

Esas imágenes mentales la hacían reír, pero no conseguían degradarlo a sus ojos como ella habría querido, porque a la hora de la cena Izar aparecía en el comedor guapísimo e impecablemente vestido, rezumando por los cuatro costados esa masculinidad que la tenía fascinada.

Una tarde que estaban los dos en la biblioteca, le llegó un mensaje de Whatsapp al móvil. Era de su amiga Kay:

 

¿Seguro que no te han abducido los alienígenas? Para tratarse de «cosas de familia», no te veo tan irritada como lo estaría yo…

 

Fuera hacía frío y ya estaba anocheciendo. Izar estaba con su tableta –¡cómo no!– y ella acurrucada en un sofá con un libro y una taza de chocolate caliente que le había preparado la cocinera. Paseó la vista por la biblioteca. La verdad era que, para ser alguien que se quejaba de que su tutor la tenía allí retenida contra su voluntad, no podía decirse que estuviese precisamente a disgusto.

Eso depende de qué entiendas por «alienígenas»…, contestó a su amiga. Quizá se estuviese adaptando a aquello con demasiada facilidad, pensó, enfadada consigo misma. Tal vez el «efecto Izar» tuviese algo que ver, y sí, «abducida» era exactamente como se sentía.

Por lo que le habían contado Kay y Jules, los «esbirros» de Izar se habían llevado todas sus cosas del apartamento. Sus compañeras de piso se habían encontrado al despertar a la mañana siguiente con que su cama estaba completamente desnuda –ni sábanas, ni edredón, ni nada–, el vestidor y las estanterías vacíos, el escritorio completamente despejado… Como si nunca hubiera vivido allí.

Ni que decir tenía que sus amigas se habían llevado un susto de muerte. Izar, en cambio, ni se había inmutado cuando había irrumpido en su estudio tras hablar con Jules, el día después de que llegaran a Suiza, increpándolo por lo cruel que había sido.

–¡Mis amigas pensaron que algo horrible me había pasado! –le había gritado, agitando el móvil ante él–. ¿Era necesario borrar todo rastro de mi paso por allí, como si jamás hubiera existido?

–De ningún modo voy a disculparme por haberte sacado de ese agujero –le había contestado él, sin dignarse a levantar la vista de la pantalla de su portátil. Como si ella ni siquiera estuviera allí con él–. No pierdas el tiempo.

–Lo que fue una pérdida de tiempo y de energías es que fueras a buscarme –le había espetado ella–, porque pienso volver con mis amigas en cuanto regrese a Nueva York. Vete haciendo a la idea.

Al oír eso, Izar por fin había levantado la vista, pero se había quedado mirándola fijamente un momento y no había dicho nada.

Después de ese día había sentido cómo los barrotes de aquella prisión se estrechaban en torno a ella, pero… ¿de verdad era una prisión? Si era esa la sensación que tenía, ¿por qué no había intentado escapar? Muchas mañanas, Izar estaba encerrado en su estudio, mientras ella daba vueltas por la casa, aburrida, sin que nadie la vigilara. ¿Por qué no lo había hecho?

No tenía una respuesta. O, cuando menos, no era la clase de respuesta que querría dar a esa pregunta. Era más fácil decirse que solo estaba esperando el momento oportuno, igual que, al comprender que no iban a estar allí en Suiza solo el fin de semana, había sido más fácil contarles a sus amigas una mentira piadosa. Les había dicho, en un tono lo más alegre posible, que estaba bien, y que había tenido que irse porque había unos asuntos de los que tenía que ocuparse, «cosas de familia». Sí, había sido más fácil que tener que contarles quién era en realidad.

Izar, por otra parte, estaba volviéndola loca. Seguía tratándola del mismo modo brusco e inclemente, y le amargaba a diario la existencia. Pero luego tenía detalles inesperados, como cuando, unos días atrás, había llegado una furgoneta, se habían bajado dos hombres de ella, y habían entrado en la casa cargando tres baúles altos que, según descubriría después, estaban llenos de ropa de Girard, la compañía de alta costura que había fundado su madre, que Izar había hecho que llevaran para ella.

A Liliana se le había hecho un nudo en la garganta mientras los miraba. Conocía aquel corte elegante y discreto, las telas, los colores… Le recordaban tanto a su madre… Y ahora ella era la última de los Girard.

–Eres la hija de Clothilde Girard –le había dicho Izar cuando se había quedado mirándolo, aturdida y con el corazón latiéndole como un loco, incapaz de procesar lo que había hecho, lo que significaba–. Ya es hora de que aparte de serlo también lo parezcas.

Izar había hecho que le subieran a su dormitorio los baúles, y le había dicho que esa noche, para la cena, utilizase alguno de esos modelos. Pero cuando había bajado al comedor la había mandado de vuelta arriba a cambiarse no una, sino dos veces, porque le parecía que no había conjuntado bien las prendas… y no le habían quedado muchas ganas de cenar con él.

Al sentarse a la mesa, con la espalda tiesa y las mejillas encendidas de ira porque seguía tratándola como a una niña pequeña, ella le había espetado:

–No es que tenga muchas ocasiones en el día a día para vestirme así.

Ella no era su madre. Ningún vestido, por bonito que fuera, iba a convertirla en Clothilde Girard, y el que se empeñara en que intentara emularla resultaba muy doloroso.

–Eres Liliana Girard Brooks –la había corregido él en un tono suave pero firme–; naciste para llevar esa ropa.

Ella había esperado, con la cabeza gacha y los puños apretados en el regazo, a que se retirara la doncella, que había aparecido en ese momento para servirles el primer plato, y cuando se quedaron a solas le había espetado:

–Esta ropa no me pega, ni me queda bien. Parezco una adolescente en un baile de graduación con un vestido que no va con su edad.

–Lo que pareces es una chiquilla quisquillosa hablando así –le había respondido él–. Pero, si uno ignora ese ceño fruncido sin razón aparente y ese mal humor, lo que queda es una hermosa mujer con un vestido que le sienta de maravilla y que bien podría considerarse una obra de arte. ¿Quieres ser una obra de arte, Liliana?, ¿o prefieres ser alguien mediocre? –le había preguntado, enarcando las cejas.

Ella le había lanzado una mirada furibunda porque era lo más fácil, en vez de analizar las complejas e intensas emociones que se revolvían en su interior: añoranza, ira, dolor… Se sentía muy pequeña e insignificante para aquel hermoso vestido que llevaba.

–Y si con «mediocre» te refieres a que siga soltera, libre y arreglándomelas sola –le había espetado–, sí, eso es lo que elijo.

Él había levantado su copa en un brindis irónico, como si hiciera tiempo que hubiese renunciado a intentar razonar con ella.

–Piensa menos en tu libertad –le había respondido–, y más en el legado de tus padres.

Desde entonces cada día había sido como una variación del anterior, y pronto había comprendido que aquella no era solo otra prisión, que Izar la había llevado allí para pulirla, para moldearla y convertirla en la esposa perfecta que quería para sí.

–No soy tu Frankenstein particular –lo había increpado al cabo de una semana, durante la cena.

Izar había estado aleccionándola, desde los entrantes hasta el postre, sobre qué debía decir y qué temas debía evitar cuando tuviera que entablar conversación con otras personas en los actos a los que tendría que asistir con él cuando pasara a ser su socia.

–¿Qué se supone que significa eso? –inquirió él con arrogancia.

–Que no puedes cortarme en pedazos y luego volver a coserlos para convertirme en una versión mejorada y a tu gusto que haga siempre lo que le mandes.

–Creía que lo que estaba haciendo era explicarte cuál es tu lugar en el mundo.

Detestaba cuando empleaba con ella ese tono condescendiente.

–Querrás decir en tu mundo, no en el mío –había insistido.

Pero él no se había dignado a responder a su acusación, y ahora sabía por qué: porque a cada día que pasaba allí se traicionaba más a sí misma. Se sentía más cómoda con esa ropa que él insistía en que llevara, como los jerseys de cachemira y los pantalones de vestir, cuando ella se habría puesto sudaderas de algodón y vaqueros. La ropa que había hecho que le llevaran era tan distinta de lo que una universitaria se pondría que pronto dejó de verse como la chica que había sido hasta entonces. Y al poco dejó de sentirse como una impostora cuando se enfundaba uno de los hermosos vestidos de noche con los que bajaba a cenar. También había empezado a cuidar más su peinado, en vez de hacerse el mismo recogido descuidado que se hacía siempre. Hasta escogía con más atención los accesorios y los zapatos que se ponía. Era como si estuviese empezando a verse a sí misma como él quería que fuera.

Estaba cayendo en la trampa de hacer lo que él esperaba que hiciera, se decía con desánimo cuando se miraba en el espejo y veía su reflejo, el reflejo de una mujer elegante en la que no se reconocía. Estaba convirtiéndose, contra su voluntad, en esa visión de la esposa perfecta de Izar, pero era como si no pudiera pararlo.

Esa noche lucía un vestido de una de las colecciones actuales de la firma Girard. Era de color violeta, largo y suelto, con volantes sobre un hombro y el otro desnudo. Con ayuda de la doncella se había hecho un recogido con trenzas, y se había puesto unos pendientes largos de diamantes que habían sido de su madre. Incluso se había aplicado unas gotas de perfume en las sienes, las muñecas y el cuello.

No se había preguntado por qué se estaba tomando tantas molestias. O quizá fuera más exacto decir que había evitado hacerse esa pregunta hasta ese momento, cuando bajaba por la escalera camino del comedor mientras se oían de fondo las campanadas del reloj de pie del salón dando la hora.

Izar estaba al pie de la escalera, vestido con un traje gris oscuro que acentuaba su físico atlético y tornaba en elegancia ese aire implacable y amenazante que tenía. Presentaba el aspecto de un lobo feroz disfrazado de príncipe azul. Y aunque tenía la mandíbula apretada, la observaba como embelesado mientras descendía, y lo pilló mirando la abertura lateral del vestido, que partía de la mitad del muslo.

Liliana quería decir algo, cualquier cosa, que rompiera aquel hechizo que empeoraba cada noche y que en ese momento era particularmente letal. Era peligroso permanecer callada cuando la miraba así, más que peligroso, pero fue incapaz de articular palabra.

Cuando llegó abajo, Izar le ofreció su brazo. Tan formal, tan correcto… Aquello debería haberle hecho reírse de lo ridículo que resultaba: no estaban en un restaurante; daría igual que cenaran en chándal. Aquello no era más que un juego, una ficción. Sin embargo, no se rio.

Una extraña sensación de euforia la había invadido. Se sentía más viva de lo que se había sentido nunca, ni siquiera en Nueva York. Y el hombre que estaba a su lado tenía algo que ver con ello. No sabría explicar qué. Era un cosquilleo que la recorría por dentro, como la suave caricia del vestido contra sus piernas al andar, como el que sentía en la mano con la que se había asido a su fuerte brazo.

Cuando la condujo hasta su silla y se la acercó para que se sentara, Liliana se sentía temblorosa y algo mareada. Era por el brillo de deseo de sus ojos negros, se dijo cuando Izar se sentó frente a ella. Era por el modo en que la escrutaban, como si supiera exactamente qué estaba pensando y cómo se sentía, y tuviera toda la intención de utilizarlo contra ella.

Izar no hizo el menor esfuerzo por romper el silencio, y por momentos Liliana pensó que iba a explotar.

–¿Cómo conociste a mis padres? –le preguntó.

No había pretendido preguntarle eso, pero de pronto se le había ocurrido que era algo que no sabía.

–Acabo de darme cuenta de que no tengo ni idea de cómo los conociste –añadió.

Por un instante, le dio la impresión de que a Izar parecía haberle sorprendido la pregunta, pero, si así era, lo disimuló rápidamente.

–Tu madre era aficionada al fútbol –dijo al cabo de un rato. Sus ojos negros brillaron casi con afecto–. Le apasionaba, de hecho.

Mientras Liliana intentaba asimilar esa información aparecieron un par de sirvientes con el entrante, una tabla de patés con rebanadas de distintos tipos de pan, además de unas bandejas con tarritos de mermelada y confituras para aderezar. Y, aunque estaba hambrienta, apartó la vista del plato y miró a Izar.

–¿Le gustaba el fútbol? –inquirió parpadeando.

Le costaba imaginarse a su madre, la elegante y serena Clothilde, el icono de la moda, con la cara pintada con los colores de su equipo y una bufanda.

Esa vez el afecto que había atisbado antes en la mirada de Izar, se extendió a sus facciones. Jamás le había visto esa expresión.

–Tu padre prefería el rugby, pero tu madre era una fanática del fútbol –le confirmó. ¿Era una sonrisa eso que pugnaba por aflorar a sus labios?–. Cuando me retiré y empecé mi propio negocio, tu madre se puso en contacto conmigo. Me dijo que porque le interesaba el camino que había tomado tras mi carrera como deportista. Yo creí que no era más que una excusa –apuntó, y por fin esbozó una sonrisa, que hizo que Liliana sintiera mariposas en el estómago–. Pero cuando nos conocimos…

Liliana tragó saliva.

–¿Estás diciendo… estás diciendo que mi madre y tú…?

Los ojos de Izar se encontraron con los suyos, y se rio, entre sorprendido y divertido.

–Por supuesto que no –replicó–; tu madre quería conocerme, pero no quería nada conmigo. Lo cual, para mí, era algo bastante inusual.

Liliana resopló.

–Ya, claro –respondió con sorna–, porque lo normal es que las mujeres acudan a ti en bandadas, como las moscas a la miel.

Algo muy masculino asomó a los ojos negros de Izar, algo que hizo a Liliana sentirse acalorada. Bajó la vista a su plato, que aún no había tocado, y rogó por que él no se diera cuenta.

–Te sorprenderías –murmuró Izar. Y por su tono era evidente que sí se había percatado–. A veces estoy a lo mío cuando de repente las mujeres se ponen a desnudarse delante de mí y me ofrecen su cuerpo. ¿Te imaginas?

Estaba provocándola. A Liliana le costaba creer que Izar estuviera dejando entrever que tenía sentimientos y que era capaz de bromear. Le habría gustado que hubiese mostrado algo de esa humanidad durante todos esos años de soledad, en los que solo había tenido sus bruscas y ocasionales cartas para recordarle que a alguien ahí fuera le importaba si estaba viva o muerta.

–Pero mi madre no fue una de esas que se desnudaban –dijo.

–No, no lo fue. Coincidimos en Berlín, nos caímos bien y, lo más importante, nos dimos cuenta de que nuestras ideas de negocio eran similares. Nos pareció que era algo predestinado y decidimos fusionarnos –concluyó Izar, encogiéndose de hombros.

–Yo pensaba que el gran Izar Agustín creía en sí mismo, en su propia gloria, no en el destino –observó ella. ¿Por qué le sonaban amargas sus palabras? ¿Podría ser que estuviera celosa por una cena que había tenido lugar cuando ella no era más que una niña?–. ¿O es algo que dices para que otros se sientan mal consigo mismos, y no algo en lo que creas de verdad?

Izar la escrutó en silencio.

–Si te sientes mal contigo misma, Liliana, solo puedo darte un consejo –tomó su copa y fijó de nuevo sus ojos en ella–: deja de sentirte así.

–Vaya, pues gracias –murmuró ella irritada. Se sentía mezquina por sentir celos de su madre, pero no parecía poder parar. Ni tampoco atemperar la aspereza de su tono–. Es un consejo muy útil. Justo la clase de consejo que los hombres como tú vais dando por ahí sin saber que hay gente que no nació con los dones y los privilegios que vosotros tenéis.

Izar parpadeó y sus facciones se endurecieron. «Es culpa tuya», le siseó su vocecita interior. «Has hecho que vuelva a convertirse en el Izar frío e inflexible».

–Izar… –murmuró, arrepentida de cómo le había hablado.

Pero él la cortó con una mirada fulminante que la hizo encogerse.

–No sé qué pasa por esa cabeza tuya –masculló Izar, con voz dura como el hierro–, pero para mí es algo más que un insulto que la heredera Girard Brooks se siente a mi mesa y pretenda darme lecciones sobre dones y privilegios –soltó una risa agria–. Yo nací en la celda de una cárcel, Liliana. Fui hijo de una mujer soltera en una época y un lugar en los que el que una mujer se quedara embarazada sin estar casada se consideraba un pecado mayor que el delito de posesión y tráfico de drogas por el que la habían mandado a la cárcel. Mi madre salió de la cárcel cuando yo tenía dos años y me crio, si es que podía llamarse así a su constante negligencia, en tugurios y en las calles hasta que me abandonó. Yo tenía cuatro años y mi tío se hizo cargo de mí con reticencia, se hizo cargo del hijo de una hermana de la que había renegado hacía tiempo, y solo porque era lo correcto, no porque él, o su esposa, quisieran a un «pequeño salvaje indomable» en su casa como me solían decir.

–Yo no pretendía… –balbució ella.

Izar la ignoró. Tenía los labios apretados y sus ojos llameaban.

–Tenía un balón, ese era el único juguete que tenía. Y me pasaba el día dándole patadas contra el muro de la casucha de mi arrogante tío cuando lo que quería hacer era tirarla contra su cabezota. Iba por las calles dándole patadas a mi balón mientras huía de la policía, del párroco o de quien fuera persiguiéndome por haber roto algún cristal. Era lo único que tenía: mis pies, la furia que llevaba dentro y aquel condenado balón.

Se le veía tan irritado, tan tenso… Y Liliana no sabía cómo parar aquello que había empezado.

–Todo lo que tengo lo he conseguido con mi esfuerzo, con el sudor de mi frente. Me sacrifiqué en cuerpo y alma en el terreno de juego. Y luego, cuando me hice polvo la rodilla, volví a empezar de cero. Un hombre crea su propia suerte y yo lo he hecho no una, sino dos veces. ¿Qué has hecho tú? ¿Aparte de darme problemas?

–Por favor, Izar… –le suplicó ella, avergonzada de sí misma–. Lo siento. Lo que he dicho antes lo he dicho sin pensar.

–Sí, ya me he dado cuenta de que es algo que haces a menudo –le espetó él.

Liliana se aclaró la garganta. Estaba temblando por dentro. Tomó un sorbo de vino para tratar de calmarse antes de preguntarle:

–¿Y qué fue de tu madre? –le lanzó una mirada a hurtadillas, y al ver su ceño fruncido se arrepintió de inmediato de haber hecho esa pregunta–. Si no te molesta hablar de ello –añadió–. Es solo que me estaba preguntando…

–No tengo la menor idea –respondió Izar. Su voz sonaba fría, pero la ira que había rezumado hacía un momento había desaparecido–. Puede que aún siga viva, o que haya muerto de una sobredosis tirada en algún sitio, sin ninguna documentación encima que ayudara a identificarla. Sea lo que sea lo que haya sido de ella, no puedo decir que me importe.

Tras esas palabras, durante un buen rato no hubo más que silencio en el comedor. Solo se oía el ruido de los cubiertos de ambos y el leve sonido del disco de música clásica que Izar había puesto en la minicadena. Era el silencio incómodo que evidenciaba que lo que debería haber sido una cena tranquila a la luz de las velas se había echado a perder.

–Me alegra que mis padres y tú os llevarais tan bien –se atrevió a decirle Liliana, cuando ya no pudo soportar ni un segundo más aquel silencio.

Él siguió callado, y, cuando finalmente contestó, no la miró.

–Para mí eran buenos amigos –dijo mientras se untaba paté en una rebanada de pan–. Muy buenos amigos. No ha habido un solo día en que no haya sentido su pérdida.

No había motivo para que sus palabras le sentaran como una bofetada. Ni siquiera tenía motivos para pensar que Izar le hubiese dicho aquello con intención de afearle su actitud. Pero le dolía pensar que probablemente su comportamiento estaba siendo el de una niña caprichosa y egoísta, tal y como él decía. Porque la verdad era que nunca se le había ocurrido pensar que la muerte de sus padres también había supuesto una pérdida para Izar. Ni se le había pasado por la cabeza que hubieran podido ser amigos, y no solo socios, ni que él los hubiera llorado también.

Tampoco estaba muy segura de qué decía de ella como persona que jamás se hubiese planteado hasta qué punto debían de haber apreciado sus padres a Izar, cuando habían querido que, si les sucediera algo, fuera precisamente él quien se convirtiera en su tutor legal.

La cena siguió su curso, lento y doloroso, y aunque las facciones de Izar no se relajaron, al menos sí pareció disiparse un poco su ira, esa ira oscura y contenida. Pronto empezó a hacerle todo tipo de preguntas, como cada noche, para ponerla a prueba, y a aguijonearla con todos esos requisitos de perfección que quería que alcanzara. Y, después de ese momento tan tenso, casi la alivió volver a aquella rutina.

–No sabía que hubieras sacado tiempo, tan ocupado como estás con dominar el mundo, para convertirte en el mayor experto en modales y decoro –bromeó con él mientras tomaban el segundo plato–. Eres un hombre de múltiples talentos –añadió, esbozando incluso una sonrisa, que por una vez no fue del todo forzada.

–Estoy intentando determinar qué aprendiste en ese internado, si es que aprendiste algo –respondió Izar, que ya volvía a parecer el de siempre: desaprobador y severo–. Porque de momento parece que todo el dinero que me gasté en enviarte a estudiar allí no ha servido para mucho. Quizá debería haberte dejado suelta por las calles de Europa para que te las apañaras por ti misma.

–Conseguí que me aceptaran en la universidad –apuntó ella–. Es posible que el departamento de admisiones considerara que lo importante eran mis calificaciones académicas. No que, cuando vaya a una fiesta benéfica sea capaz de sonreír de un modo misterioso a los magnates vejestorios que intenten coquetear conmigo, en vez de mandarlos a hacer gárgaras.

Era uno de los consejos que le había dado Izar. Estaba segura de que él le respondería con alguna pulla o que le lanzaría una de esas miradas asesinas, lo habitual, pero en vez de eso se levantó de la silla y le dijo:

–Entiendo que mis consejos te parezcan absurdos, pero yo no estoy aquí para darte todos los caprichos, Liliana. Estoy aquí para convertirte en una gema sin igual entre las mujeres, admirada por el mundo entero. Quiero que los hombres te deseen y que las mujeres deseen ser tú. Y eso no sucederá si vives en un agujero en el Bronx, bebiendo cerveza y fingiendo que perteneces a la clase obrera.

–¡Jamás he hecho eso! –protestó ella dolida, frunciendo el ceño–. ¡Si ni siquiera me gusta la cerveza!

–Has tenido todas las ventajas posibles y aun así te sientes víctima de tu buena suerte –la acusó él–. Hasta de tus apellidos. Has recibido todo tipo de bendiciones: tu belleza, la fortuna que vas a heredar de tus padres… tu vida entera es…

–¿Mi vida? –lo cortó ella, irguiéndose en el asiento y fijando sus ojos en los de él–. Te concedo que soy afortunada de ser hija de quien soy, pero me quedé huérfana siendo solo una niña, y quedé al cuidado de un hombre que no tenía tiempo para mí y que me mandó lejos de él. Ojos que no ven, corazón que no siente. Perdona si a ti te parece que eso es una bendición, pero a mí no me lo pareció entonces, ni me lo parece ahora.

–Sé que para ti fue un duro golpe perder a tus padres –masculló Izar–. Pero no había nada que yo pudiera hacer para suavizarlo. Nadie habría podido evitarte ese dolor. Por eso te envié a ese internado. Era un buen colegio, un lugar donde se han educado mujeres de la aristocracia y la realeza, un lugar donde, por la exorbitante cuota que tenía que pagar cada mes, consideré que te cuidarían bien. ¿Qué consuelo crees que habría podido darte yo, que era un extraño para ti, además de un hombre soltero que no sabía nada de niños?

–Yo solo quería… –comenzó Liliana.

Pero no se atrevió a terminar la frase. Ya no estaba segura de qué había querido entonces. Había esperado mucho tiempo para tener aquella conversación con él, pero ya no eran solo un tutor y su pupila. Lo que había cambiado todo era lo que palpitaba entre ellos, aquello de lo que ninguno de los dos se atrevía a hablar.

Liliana no era consciente de haberse levantado, pero de pronto se encontró también de pie, con él al otro lado de la mesa, como dos espadachines que se hubieran puesto en guardia y se dispusieran a luchar. Sabía que debería volver a sentarse, que debería intentar aplacar a Izar o, si no lo conseguía, poner fin a aquella conversación, pero no podía hacerlo. Se sentía como… presa de una extraña euforia.

Nunca había visto a Izar así, y jamás se había imaginado que pudiera ponerse así. Sus ojos negros refulgían, y estaba tan tenso que la ira que emanaba de él casi vibraba en el aire. Cuando se apartó de la mesa y la abertura de su vestido se ensanchó, dejando su pierna al descubierto, Izar bajó la vista, como si no pudiera controlarse. Fue entonces cuando reconoció esa mirada en su apuesto y arrogante rostro. Esa mirada la había visto antes, aquella noche, en su apartamento del Bronx, momentos antes de que Izar la llevase a la cama y le hiciese el amor.

Y de pronto lo comprendió. Aquel cosquilleo vibrante, las mariposas en el estómago, esa punzada en el pecho… Tal vez no supiera mucho de hombres, y desde luego con Izar apenas había rascado la superficie, pero sabía que aquella noche en su apartamento todo había cambiado, y sabía… sabía que él la deseaba.

Era evidente que se moría por tocarla, por besarla. Por eso se había levantado, porque no podía aguantar quieto más tiempo. Por eso estaba de tan mal humor. Y sin duda era el motivo por el que se mostraba tan controlador con ella todo el tiempo. No tenía la más mínima duda; era como si lo hubiese sabido todo el tiempo y de pronto su subconsciente se lo hubiese revelado.

La cabeza le daba vueltas; le costaba procesar todo aquello, las implicaciones que tenía. Había pasado tantos años comparándose negativamente con su madre que ni se había parado a pensar en que Izar le había dicho una y otra vez que era hermosa. Había dado por hecho que era parte de su juego, de su afán por convertirla en un maniquí que fuera de su brazo vestida con los diseños de la firma Girard.

Pero… ¿y si no se trataba de eso, o no solo de eso? ¿Podría ser que un hombre como Izar la encontrase tan hermosa como decía? ¿Y si el modo reverente, apasionado y lujurioso en que la había tocado aquella noche explicase esa tensión que había entre ellos? ¿Y si no se tratase del hecho de que fuesen tutor y pupila, sino algo mucho más sencillo: que eran un hombre y una mujer, y cuando se tocaban saltaban chispas?

No, no había ninguna duda. Estaba convencida, tenía una certeza absoluta; se lo decía su intuición femenina. Nunca había estado tan segura de nada. Sí, todo había cambiado aquella noche en su apartamento. Todo había empezado cuando ella se había quitado el vestido y se había quedado prácticamente desnuda ante él. Izar no le había arrojado la colcha para que se tapara, ni le había ordenado que volviera a ponerse el vestido. No se había apartado de ella enfadado ni repugnado. No, desde luego que no…

¿Cómo podía ser que hubiese tardado tanto en darse cuenta de que desde el principio había sido ella quien había tenido la sartén por el mango?

–¿Se puede saber por qué diablos sonríes ahora? –exigió saber Izar, que seguía plantado al otro lado de la mesa.

Estaba de mal humor, estaba furioso. Y el brillo inconfundible del deseo refulgía en sus ojos negros.

–¿Quieres saber por qué? –la sonrisa de Liliana se hizo más amplia–. Porque acabo de darme cuenta de que no eres tú quien tiene el poder; lo tengo yo.