Capítulo 8

 

EL MES de diciembre llegó raudo y frío. La nieve no dejaba de caer sobre el valle de Engadine para deleite de los esquiadores que llegaban de todo el mundo en bandadas a sus famosas pistas para celebrar el comienzo de la nueva temporada.

Saint Moritz, que parecía la imagen de una tarjeta de felicitación navideña con su posición privilegiada a los pies de un lago helado y los Alpes nevados como telón de fondo, brillaba en todo su esplendor en esa época del año.

Y a pesar de que se había jurado y perjurado que se mantendría firme contra Izar, sin saber cómo, en las últimas semanas Liliana se había dejado llevar por sus emociones. Pero solo estaba disfrutando de aquella especie de ensueño; no era una rendición, se decía.

–Estoy asombrado de cuánto ha cambiado tu actitud –dijo Izar una mañana, cuando estaban desayunando–. Casi estoy por pensar que te has dado un golpe en la cabeza.

Liliana tomó su taza de café entre ambas manos con una sonrisa serena y giró la cabeza hacia el ventanal, a través del cual se veían los pueblecitos del valle cubiertos por la nieve y bañados por el sol.

–Estoy practicando la gratitud –le dijo, haciéndose la tonta.

Cuando volvió de nuevo la cabeza, Izar fijó su intensa mirada en ella un instante antes de volver a bajar la vista a su tableta, disimulando una sonrisita, y Liliana reprimió también una sonrisa. Era casi como si no hubiera ninguna animosidad entre ellos.

–Entiendo –murmuró Izar–. En ese caso, lo apruebo.

Liliana se dijo que le daba igual si contaba con su aprobación o no. Por una vez estaba haciendo lo que le apetecía. Sin embargo, la verdad era que sí le agradaba que aprobase su comportamiento. Porque, aunque no quisiese admitirlo, siempre había ansiado su aprobación.

Y era como si, al haberse permitido fantasear con que Izar se enamorara de ella, hubiera decidido que quería… averiguar cómo sería tener una relación con él.

Por eso había decidido seguirle la corriente o, cuando menos, dejar de discutir con él por lo más mínimo. Al principio había sido algo inconsciente. Se había dado cuenta de que no tenía sentido discutir con quien tenía el poder, con quien estaba al mando; lo único que conseguía era pasarse la noche irritada y en vela.

En vez de oponerse a él, había optado por disfrutar al ver cómo se oscurecían los ojos de Izar cuando la veía entrar en la sala donde él estaba, y cómo sus labios se curvaban ligeramente. Era la prueba de que, como había descubierto aquella noche en Nueva York, no le era tan indiferente como quería hacerle creer. Más bien todo lo contrario.

Sabía que era un juego peligroso fingir siquiera que rendirse era una posibilidad. Izar era de la clase de personas a las que, cuando uno les hacía la más mínima concesión, arramblaban con todo. Y, sin embargo, estaba descubriendo que le resultaba muy difícil no abandonarse a la fantasía que Izar había tejido allí para los dos.

Pero aquello no era para siempre, se dijo. Era solo un interludio; nada más. No tenía sentido que se golpease una y otra vez contra el mismo muro cuando no sacaría nada de ello. Tenía que concentrarse solo en el momento presente. Pronto llegaría la Navidad, y ya que estaba en uno de los lugares más hermosos y pintorescos del mundo, allí en los Alpes suizos, lo mejor que podía hacer era disfrutar de su estancia.

Además, estaba segura de que Izar daba por hecho que iba a enfrentarse a él. Quizá incluso buscase esa resistencia por su parte, esa rebelión. Y precisamente por eso no iba a darle lo que quería. No estaba rindiéndose, se dijo, lo que estaba haciendo era una táctica, una estrategia.

Izar había empezado ya con los preparativos de la boda. Había llevado a una modista de París para que le tomara medidas para el vestido, sin que ella, que se suponía que iba a ser la novia, pudiera dar siquiera su opinión sobre cómo querría que fuera. También había estado llamando al hotel más lujoso de Saint Moritz, y les había ofrecido más y más dinero hasta que, después de mucho decirle que con las Navidades lo tenían todo ya reservado, se habían dado cuenta de que sí, milagrosamente tenían un salón disponible justo para la fecha que él quería.

Liliana había renunciado a intentar discutir con él. Y no era que quisiera que se celebrara aquella boda. Por supuesto que no quería que se celebrara. Ni se iba a celebrar. Pero hasta que no se le ocurriera algún modo de escapar de allí, no tenía sentido agobiarse, ni enzarzarse en discusiones infructuosas que acabarían con ella gimiendo y jadeando sobre la mesa del comedor.

El caso era que, cuanto más dejaba que Izar la tocara y la besara, más frágil se hacía su resolución de marcharse. Por eso había llegado a la conclusión de que merecía la pena mostrarse complaciente con él, o al menos no abiertamente hostil, si con eso conseguía confundirlo.

Sin embargo, por las noches, en la penumbra de su habitación, con la luna y las estrellas como única compañía, no podía negar la verdad: rendirse era fácil, demasiado fácil. Era como montarse en un trineo y deslizarse por la ladera de la montaña sin tener que hacer el menor esfuerzo.

«No vas a casarte con Izar, por más que él lo dé por hecho», se repetía con severidad cada día, cada noche. «Imagínate que eres una agente encubierta, que solo estás interpretando un papel como parte de tu misión».

El problema llegó cuando el mal tiempo comenzó a remitir y, a instancias de Izar, empezaron a salir. Y dejarse ver en público juntos allí, en uno de los lugares del mundo más frecuentados por los famosos, implicaba que no había dónde esconderse de los paparazzi a los que ella llevaba evitando toda su vida. Sobre todo cuando a Izar no le parecía que tuviesen nada que esconder.

–No podemos ir a cenar a ese sitio –replicó Liliana, cinco días antes de Nochebuena cuando Izar le dijo a qué restaurante iban. Estaban en el centro, donde ya se habían encendido las luces de Navidad aunque todavía no había oscurecido–. En esa zona hay muchos paparazzi.

–¡Por mí como si hay doscientos!

A Liliana no le gustó su tono despreocupado.

–¿No eres tú quien me está sermoneando siempre con que tengo que ser cauta y evitarlos?

–Vamos a casarnos dentro de unos días –contestó él. Y a Liliana le dio la impresión de que la miraba con desconfianza, como si no se creyese aquel cambio radical en su actitud–. ¿Por qué habríamos de escondernos?

–Tampoco hace falta que vayamos gritándolo a los cuatro vientos –apuntó ella.

De inmediato deseó no haber dicho eso, porque Izar se paró en seco, se plantó delante de ella, y se quedó mirándola con los ojos entornados y el ceño fruncido. Liliana tragó saliva.

–No era eso lo que quería decir… –balbució.

El atardecer estaba dando paso ya a la noche, corría una brisa fría con olor a nieve recién caída, y por las calles paseaban esquiadores que acababan de bajar de las pistas, y turistas adinerados que iban parándose a mirar los escaparates. Sin embargo, Liliana no percibía nada de todo aquello porque los ojos de él seguían fijos en los suyos.

Y, cuando Izar le puso la mano en la mejilla, fue como si todo lo que los rodeaba desapareciera. A Liliana se le escapó un gemido ahogado, y no pudo resistirse a apoyar el rostro contra la cálida palma de su mano.

Ese calor se transmitió al resto de su cuerpo, como si las manos de Izar estuvieran deslizándose por su piel desnuda, como si estuviese devorando con la lengua de nuevo la parte más íntima de su cuerpo, como si no estuviesen en medio de una transitada avenida, sino a solas, en un lugar mucho más privado. ¿Y por qué de repente estaba deseando que así fuera?

–Me alegra saber que por fin has desarrollado algo de prudencia –dijo Izar inclinando la cabeza hacia ella. Sus labios estaban a solo unos centímetros de los suyos–. Pero empiezo a preguntarme si ese deseo tuyo de evitar a los paparazzi no se deberá a otras razones completamente distintas.

–¿Qué otras razones podría tener? –inquirió Liliana con un hilo de voz. Se aclaró la garganta. La mano de Izar seguía en su mejilla, y no se sentía capaz de apartarla. Peor aún: no quería apartarla–. Me he acostumbrado a permanecer fuera del alcance de los flashes, eso es todo.

–Demuéstralo –la retó Izar en un tono quedo pero intenso.

–¿Cómo quieres que te lo demuestre? –inquirió ella, forzando una sonrisa para que no se diera cuenta de lo nerviosa que estaba–. Porque, si estás sugiriendo que hagamos algo escandaloso aquí, en medio de la calle, con el frío que hace, siento decirte que no estoy muy por la labor. Y, si a lo que estás retándome es a que te bese aquí, en público, aunque puedan hacernos fotos… no es que me oponga, pero como desde que tuve edad para empezar a salir con chicos me has estado martilleando con sermones sobre el decoro y besarse en público… no sé, me costaría un poco hacerlo –apuntó. Izar dejó caer su mano–. Pero, si te parece necesario… haré un esfuerzo –le dijo pomposamente.

–No hace falta ponerse tan teatral –replicó él–. De hecho, lo único que necesito es que me des una respuesta.

Metió la mano en el bolsillo de su abrigo, y sacó una cajita de terciopelo rojo. En la parte de arriba tenía estampado en dorado el logotipo de una joyería tan famosa que una mujer que pasaba, al reconocerlo, lanzó una exclamación de admiración y les siseó algo a las dos amigas que la acompañaban. Liliana no podía apartar los ojos de la cajita.

Algo dentro de sí le gritaba que le diese un manotazo y saliese corriendo, ahora que aún podía. Y sabía que era lo que debería hacer, pero el corazón le martilleaba pesadamente en el pecho.

–Mírame, Liliana –le ordenó Izar con esa voz profunda, mezcla de terciopelo y acero–. ¿Quieres casarte conmigo?

Liliana comprendió que, el que le hubiera preguntado, en vez de gruñirle una orden y ponerle el anillo en el dedo, significaba que Izar estaba teniendo una cortesía poco corriente con ella. Más aún: para empezar hasta se había tomado la molestia de comprar un anillo. Y ella era tan tonta que ese pequeño gesto había hecho que su corazón palpitara de la emoción.

Había un árbol de Navidad frente al hotel que estaba detrás de Izar, muy alto y cargado de adornos y luces de colores, pero ella seguía sin ver nada más que la caja en las manos de Izar. Finalmente él la abrió y a Liliana se le cortó el aliento al ver el anillo. Era como un nudo de finas cuerdas de diamantes que se entrelazaban en torno a uno de mayor tamaño engarzado en el centro, y todo el conjunto relucía de tal modo que eclipsaba a las luces de Navidad, a los escaparates, y hasta a la blanca nieve. Era un anillo inusual. Era precioso.

Se moría por tocarlo, por probárselo, pero de ninguna manera podía aceptarlo. Si le hubiese ordenado que lo aceptase habría sido distinto, pero le había preguntado si lo quería. Estaba proponiéndole matrimonio, no dictándole una serie de normas que tendría que obedecer. Y eso implicaba que tenía que rechazar su proposición. Porque podía no montar una escena y decirle que sí quería casarse con él, o hacer lo que su conciencia le dictaba que debía hacer.

Izar no dijo nada más. No tenía que decir nada más. Se quedó expectante, y Liliana, que tenía la impresión de que esperaría todo el tiempo que hiciera falta, prefirió no pararse a analizar por qué al pensar eso había sentido mariposas en el estómago. Izar no parecía incómodo, ni nervioso por cuál sería su respuesta. Era imperturbable, como las montañas que rodeaban Saint Moritz, y capaz de desgastar a cualquiera –y especialmente a ella–, como los vientos que erosionaban poco a poco esas montañas.

–Izar… –murmuró.

Su nombre había sonado como una plegaria, y no era lo que ella había pretendido. Izar continuó mirándola de ese modo tan intenso, aguardando su respuesta, y era como si el anillo estuviera llamándola. Hizo de tripas corazón y abrió la boca para poner fin a aquel juego de una vez por todas… pero, sin saber por qué, lo que salió de sus labios fue un «sí».

 

 

Ya de regreso en la villa, nada más bajarse del todoterreno, Izar alzó a Liliana en volandas para llevarla dentro. La luz de los faros arrancaba destellos del anillo que le había dado, y que ahora le decía al mundo entero que era suya. No tenía palabras para describir lo que sentía al verlo en su mano, tan delicada y exquisita como ella.

Cuando Liliana le había dicho que sí y él le había puesto el anillo, la gente que estaba en la calle había aplaudido. Era curioso cómo lo había emocionado algo tan simple como haber recibido ese «sí» de Liliana y haber deslizado el anillo en su dedo. Había sido como si el mundo se hubiese transformado por completo en ese instante.

Se había dicho que esa reacción que había tenido era demasiado sentimental, que si estaba haciendo aquello era porque era lo más razonable, porque era parte de su plan. Y, si había decidido pedirle que se casara con él en un lugar público, había sido únicamente porque había pensado que así mataría dos pájaros de un tiro: que se difundiera su compromiso, gracias a los paparazzi escondidos, y que a la vez Liliana quedara aún más firmemente ligada a él.

No se fiaba de esa docilidad que había estado mostrando en los últimos días. La Liliana a la que él conocía no era así de obediente. No sabía a qué estaba jugando, pero no tenía la menor intención de entrar en su juego.

De hecho, había esperado que le diera un «no» por respuesta. Para empezar ni siquiera sabía por qué había formulado su proposición como una pregunta. El caso es que le había salido así, y se había quedado allí plantado, con la caja del anillo en la mano, esperando a que lo rechazara para besarla hasta dejarla sin aliento, tras lo cual sin duda haría lo que él le dijese.

Pero en vez de eso había dicho que sí. Y por eso había hecho lo que ningún hombre de negocios con sentido común haría al cerrar un acuerdo: le había rodeado la cintura con los brazos, y le había dado un largo beso que solo podría describirse como apasionadamente romántico, algo de lo que estaba seguro que se arrepentiría cuando viera la foto en los periódicos.

Aunque, a decir verdad, en ese momento lo había disfrutado, igual que le había gustado que Liliana apoyara la cabeza en su hombro mientras la llevaba al dormitorio.

Izar la dejó en el suelo, junto a la enorme cama. El corazón le latía como un loco. En los ojos azules de Liliana ardía un fuego embriagador, y le faltó poco para no empujarla sobre la cama y poseerla sin más preámbulos como un salvaje.

En vez de eso se concentró en Liliana. No se fiaba de ella. No creía en la clase de matrimonio que ella había descrito, cargado de todos esos sentimientos. Lo único que él quería era que le obedeciera y tener el control de la compañía. Era lo que él le había dicho.

Pero, por más que se repitiese aquellas cosas, en lo único en lo que podía pensar era en volver a tocarla por fin. Como si fuese un poderoso amuleto, como si solo con tocarla pudiese salvarse, lo cual no tenía sentido porque hacía tiempo que se había dado a sí mismo por perdido.

Acarició su rubia y abundante melena. Trazó con la yema del pulgar sus labios tentadores. Deslizó lentamente las manos por las mangas del corto vestido de lana que llevaba y se lo sacó por la cabeza. No llevaba sujetador debajo, y ya solo la cubrían los leggings y las botas.

–Quítate el resto de la ropa –le dijo.

Su voz sonó extraña. Quizá incluso desesperada.

Los labios de Liliana se curvaron en una sonrisa. Se sacó una bota y luego la otra, y después se bajó los leggings y las braguitas para arrojarlos también a un lado, y se quedó completamente desnuda ante él.

Lo único que llevaba puesto era el anillo que le había dado, algo que no tenía ningún valor sentimental, o eso se decía él una y otra vez. Pero su cuerpo no le escuchaba. Le daba igual lo que él pensara del anillo; lo único que su cuerpo sabía era lo que ese anillo significaba.

«Mía…», parecía decir su cuerpo. Eso era lo que significaba ese anillo. Era como si la palabra resonara dentro de él y recorriera todo su ser, igual que una onda expansiva. La sentía en la garganta, en su miembro palpitante, en los huesos… «Es toda mía…».

Izar se quitó también toda la ropa, sin preocuparse, en su prisa por desnudarse, de que pudiera rasgarla o de que saltara algún botón. Cuando finalmente se hubo liberado de ella, atrajo a Liliana hacia sí. La levantó, ayudándola a rodearle la cintura con las piernas y se abandonó al deseo que lo consumía.

Tomó sus labios mientras Liliana se aferraba a él, entrelazando los brazos en torno a su cuello y apretando sus pechos contra él. Izar deslizó las manos por sus redondeadas nalgas y agarró ambas para mantenerla ahí sujeta mientras devoraba su boca como si nunca antes hubiese besado a una mujer.

Ladeó la cabeza para hacer el beso más profundo, y siguió asaltando su boca hasta casi sentirse ebrio. Luego se movió hacia la cama para dejarse caer con Liliana sobre ella, y de pronto el calor que lo envolvía se convirtió en el fuego de un volcán.

Rodaron juntos. Liliana quedó debajo y él se dispuso a darse un festín con su cuerpo, empezando por sus pezones endurecidos, que tomó en la boca. Liliana deslizó la lengua por su cuello, y le arrancó un gemido cuando cerró las manos en torno a su miembro erecto. Volvieron a rodar juntos y entonces fue ella quien quedó encima, mirándolo con los ojos enturbiados por el mismo deseo que sentía él.

Se restregó contra su cuerpo, volviéndolo loco, y se inclinó para lamerle los pezones, seguir con la lengua el contorno de sus pectorales y explorar el valle que había entre ellos. Luego retornó a sus labios, y él devoró su boca de nuevo, con el mismo apetito voraz, mientras hundía las manos en su pelo.

Izar la hizo rodar de nuevo con él y al sentir su cuerpo sinuoso debajo de él creyó que iba a perder el poco control que le quedaba, pero entonces Liliana le sonrió. Fue una sonrisa deslumbrante, muy distinta de aquellas sonrisas forzadas o burlonas que normalmente le dedicaba, y sintió una punzada en el pecho, como el quejido de un anhelo acallado largo tiempo.

Liliana tomó su rostro entre ambas manos y lo palpó suavemente, como si estuviese intentando aprenderse de memoria sus contornos. Izar se irguió y alargó el brazo para sacar un preservativo del cajón de la mesilla. Se lo colocó en un tiempo récord, y luego volvió a besarla antes de recorrer su cuerpo con las manos y posicionarse entre sus muslos.

Izar se contuvo para no decir las palabras que pugnaban por escapar de su garganta. Todas le sonaban a promesas, la clase de promesas que un hombre muy distinto a él le haría a una mujer en un momento así. Promesas de amor eterno, de que siempre la protegería…

Él no era ese tipo de hombre, y por eso prefirió expresarle lo que sentía con su cuerpo. Se deslizó dentro de ella muy despacio, y Liliana gimió y echó la cabeza hacia atrás al tiempo que se arqueaba hacia él para llevarlo aún más adentro de sí.

Izar la penetró hasta el fondo. El placer que sentía era tan intenso que pensó que no lo soportaría, pero se contuvo y empezó a moverse lentamente, decidido a hacer que Liliana perdiera la razón y no pensara en nada más que en él. Inclinó la cabeza y succionó sus pezones, alternando entre uno y otro, hasta que la tuvo retorciéndose impaciente debajo de él. Entonces se incorporó un poco, y movió las caderas un poco más deprisa al tiempo que introducía una mano entre ambos para estimular su húmedo clítoris.

Liliana gritó su nombre cuando le sobrevino un primer orgasmo, pero él no se detuvo, sino que siguió sacudiendo las caderas hasta que ella comenzó a arquearse de nuevo para responder a sus embestidas mientras le clavaba los tobillos en las nalgas y le mordía el cuello. Izar continuó dándole placer y enseñándole, y, cuando alcanzó de nuevo el orgasmo, con un largo gemido, él la siguió.

 

 

Fue una noche muy larga. Por fin la tenía en su cama, pensó, donde estaba su lugar, pero no quiso detenerse a analizar las implicaciones de esa afirmación. Había muchas otras cosas que estudiar y explorar, como cada centímetro del hermoso cuerpo de Liliana.

En un punto de la noche, para retomar fuerzas, hizo que les llevasen algo de comer a la habitación y se sentaron frente al fuego, aunque estaba seguro de que horas después ni se acordaría de lo que habían comido. Lo que sí recordaría siempre, era cómo la había llevado hasta un sillón al terminar, la había hecho colocarse a horcajadas sobre él, y después de muchos besos y caricias le había enseñado a cabalgarlo.

Y aquello no había hecho más que empezar. Al cabo de un rato perdió la cuenta de las veces que hicieron el amor, de todas las cosas que le descubrió. Y él, por su parte, se deleitó con cada gemido de Liliana, con cada suspiro. No hubo un solo centímetro de su cuerpo que no marcara a fuego con sus labios o con sus dedos. Y se quedaban dormidos, abrazados el uno al otro, y luego se despertaban y volvían a empezar otra vez.

Cuando volvió a despertarse ya estaba amaneciendo. Liliana estaba acurrucada contra él, y los rayos del sol comenzaban a filtrarse por las ventanas, encendiendo su melena dorada como si estuviera en llamas.

Nunca había sentido nada parecido a lo que estaba sintiendo en ese momento, pensó deslizando una mano por el costado de Liliana. Era una sensación de calma, de contento, y a la vez algo se desbordaba en su pecho, incontenible. «Esto es la felicidad», se dijo. Era algo muy extraño, una locura, pero notó cómo sus labios se curvaban en una sonrisa.

Liliana se estaba despertando. Se desperezó y hundió el rostro en el hueco de su hombro. Luego alzó el rostro hacia él y parpadeó, aún adormilada. Sin saber por qué, Izar sintió una punzada en el pecho.

–Buenos días –le dijo.

Su voz ronca y el brillo travieso de sus ojos azules hizo que el deseo volviera a despertarse en él.

Izar no podía articular palabra, así que alargó la mano y apartó con delicadeza un mechón de pelo del rostro de Liliana. Ella se incorporó y abrió la boca como si fuera a decir algo, pero en vez de eso palideció de repente.

–¿Estás bien? –inquirió él frunciendo el ceño.

Liliana no le contestó, sino que se tapó la boca con la mano, se bajó apresuradamente de la cama y corrió al cuarto de baño. Poco después, al oírla vomitando, él sintió que un escalofrío le recorría la espalda y fue tras ella.

Cuando entró en el cuarto de baño la vio levantando la cabeza del inodoro, junto al que estaba agachada, para luego dejarse caer al suelo, con la espalda apoyada contra la pared y una expresión confundida. Izar no dijo nada, sino que fue al lavabo a llenar un vaso de agua y humedecer una pequeña toalla.

Luego se acuclilló junto a ella desoyendo las protestas de Liliana, que le decía que estaba bien, le puso el vaso en las manos y le aplicó la toalla mojada en la frente y en la nuca.

–Bebe un poco –le dijo–. A sorbitos.

Liliana, que estaba toda temblorosa, suspiró y tomó un sorbo, y luego otro. Poco a poco dejó de temblar.

–Perdona –murmuró aturdida–. No sé qué me ha pasado… Debe de ser que algo de lo que comimos anoche me ha sentado mal.

Él se quedó mirándola un buen rato mientras echaba cuentas mentalmente, recordando que aquella noche en su apartamento del Bronx no habían usado preservativo. Y por más veces que hiciese la cuenta, siempre le salía el mismo resultado. Poco a poco, Liliana iba recobrando el color. El motivo de que le hubieran entrado náuseas precisamente al levantarse era más que evidente.

–Liliana –le dijo, y de pronto su nombre le sonaba distinto.

Aquello lo cambiaba todo, le gustara a ella o no, y estaba seguro de que cuando comprendiera qué estaba pasando no le iba a gustar. A él, en cambio, y para su sorpresa, sí le parecía algo bueno. Era una sensación extraña. Se sentía como si hubiese algo rugiendo dentro de él, se sentía triunfante, dispuesto a conquistar el mundo.

Además, aquello solo venía a subrayar el sentimiento que tenía de que Liliana era suya, irrevocablemente suya. Era imposible no considerar aquello más que como una victoria, una gran victoria, y tuvo que hacer un esfuerzo para no exteriorizar su júbilo.

–No creo que sea eso, que algo te haya sentado mal –le dijo con una sonrisa amable. Levantó la mano y le remetió un mechón dorado detrás de la oreja para apaciguar esa sensación exultante que bullía en su interior–. Creo que estás embarazada.