Capítulo 9

 

LILIANA se negaba a creerlo. Se negaba incluso a considerarlo como una posibilidad. Era imposible que estuviera embarazada. ¡Embarazada de Izar! Ni siquiera quiso creerlo cuando Izar llamó a un médico que fue a la casa y le hizo un análisis de orina y otro de sangre para que pudieran estar absolutamente seguros.

–Creo que ya va siendo hora de que te enfrentes a la realidad –le dijo Izar, de pie en el umbral de su habitación.

No… Aquello no podía estar pasando. ¿Cómo podía estar pasando? Liliana deslizó las manos por su vientre, pero no notó nada distinto. ¿De verdad Izar y ella habían creado una nueva vida, a un ser que estaba creciendo en su interior? «Una familia…», le susurró su vocecita interior, como si eso fuera algo bueno. No podía pensar con claridad.

–No sé cómo puede haber pasado esto –acertó a decir.

Quizá fueran las primeras palabras que pronunciaba desde que el doctor le había dicho el resultado inequívoco de las pruebas y se había marchado. Se quedó donde estaba, sentada al borde de la cama, con los ojos fijos en las llamas de la chimenea y parpadeando con incredulidad.

–¿No lo sabes? –le espetó él–. Cada vez me cuestiono más que valiera la pena gastarme lo que me he gastado en tu carísima educación.

Lo peor de todo era que Izar parecía tan… relajado. Era como si de pronto se hubiese transformado en el Izar que siempre había fantaseado con que pudiera llegar a ser.

De forma involuntaria, los recuerdos de la noche anterior inundaron su mente. Sí, la noche anterior Izar también se había mostrado muy relajado, y casi despreocupado, mientras se entregaban al deseo y al placer una vez, y otra, y otra… Se había comportado como jamás se había atrevido a imaginarlo: como un amante, y no como su tutor.

Pero el modo en que estaba mirándola en ese momento hizo que se le erizara el vello. Estaba mirándola con un aire demasiado benévolo, como si todo aquello hubiese resultado tal y como él había esperado.

–¿Estás de broma? –le espetó Liliana, alzando finalmente la vista hacia él. Se apartó el cabello del rostro, y resopló irritada al ver que le temblaban las manos–. Esto no puede ocurrir… No puedo estar… –ni siquiera podía decirlo. Sería como admitirlo, como aceptarlo, y le daba igual lo que el médico hubiera dicho–. Soy demasiado joven.

Izar se cruzó de brazos y Liliana se odió a sí misma porque ni siquiera en ese momento, cuando había ocurrido lo peor que podría haberse imaginado, pudo evitar admirar sus bíceps, y sintió que una traidora oleada de calor subía por su cuerpo. Ese había sido el problema desde el principio, que no era capaz de controlar el deseo que Izar despertaba en ella, y ahora tenía un problema mucho, mucho mayor.

–Para tu información –le dijo él–, hay muchas mujeres que han tenido más de un hijo antes de los veintitrés años.

–No puedo estar embarazada –insistió ella desesperada.

Se le hacía rarísimo utilizar esa palabra para referirse a sí misma. Era como una condena, y lo único que quería hacer era echarle la culpa a Izar y que él cargara con ella. Tenía que salir de allí, antes de que fuera demasiado tarde, se dijo, e ignoró a la vocecita interior que le sugirió que ya lo era.

–Tengo toda una vida por delante por vivir –le espetó a Izar.

–¿Ah, sí?

Izar, que estaba apoyado en el marco de la puerta, se irguió y se adentró en la habitación con los andares amenazantes de una pantera.

No lo quería allí, pensó Liliana, deseando que se fuera. O, para ser más exactos, no quería que se acercase más a ella. Si estaba… en la situación en la que estaba, era porque había dejado que se le acercase demasiado. Cada vez que la tocaba era como si el mundo se detuviera.

–¿Y qué clase de vida es esa exactamente? –le preguntó Izar.

Liliana apretó los puños y notó el condenado anillo, como un recordatorio, clavándosele en la palma. El corazón le martilleaba en el pecho y se sentía mareada. Tenía que irse, tenía que marcharse de allí. Cada día que había pasado allí con Izar había sido como traicionarse un poco más a sí misma. Y el que se hubiera quedado embarazada era la prueba de ello.

–¿Habías planeado esto? –lo acusó en un tono áspero–. ¿Provocaste deliberadamente esta situación?

Izar se detuvo a los pies de la cama y se metió las manos en los bolsillos. A Liliana seguía pareciéndole que se le veía demasiado calmado y eso la escamaba. ¿Qué estaba ocultándole? ¿Por qué se mostraba tan contenido?

–Yo era virgen –le recordó con brusquedad–. Deberías haberlo evitado; deberías haber evitado que me pasara esto –lo acusó, y se le quebró la voz.

Izar apretó la mandíbula y permaneció en silencio un buen rato.

–Por supuesto que no lo tenía planeado –dijo finalmente, cuando Liliana sentía que iba a explotarle la cabeza de tanto esperar una respuesta. Pronunció esas palabras de un modo muy cuidadoso y, si hubiese podido pensar con claridad en ese momento, tal vez Liliana se habría preguntado por qué. Izar hizo una pausa antes de añadir–: Pero no puedo decir que lo lamente. Ya te dije qué quería en el avión de camino aquí.

–Sí, herederos –masculló ella–. Dos como mucho; no más. Y mira por dónde otra vez has conseguido lo que querías. Siempre consigues lo que quieres.

Izar volvió a apretar la mandíbula.

–Admito que esto ha ocurrido mucho antes de lo que había planeado –dijo–, pero no me parece que suponga ninguna diferencia. El resultado iba a ser el mismo, antes o después.

Liliana no pudo permanecer sentada por más tiempo. Se levantó de la cama con tanto ímpetu que se tambaleó un poco. Izar alargó la mano, como para sujetarla, y sus ojos relampaguearon cuando ella se apartó, como si su reacción lo hubiese irritado. Pues le daba igual.

–No voy a casarme contigo –le dijo con firmeza. No quería pensar en por qué de repente esas palabras parecían tener un regusto amargo–. No tenía ninguna intención de casarme contigo.

–Estás embarazada –le dijo Izar, en ese mismo tono cuidadoso de antes, como si fuera un autómata–. Así que me temo que este debate sobre si vas a casarte conmigo o no se ha terminado –concluyó, sacando las manos de los bolsillos.

–¿Porque tú lo dices? –le espetó ella. El corazón le palpitaba con tanta fuerza que apenas podía oírse a sí misma–. Pues a mí me parece que hay unas cuantas cosas que discutir.

–Estás muy alterada; lo comprendo –dijo Izar, haciendo un gesto apaciguador con las manos.

–No, no lo entiendes –replicó furiosa–. Tú no entiendes nada.

–¡Liliana! –exclamó Izar frunciendo el ceño.

No quería oírle decir su nombre, y menos en ese tono bronco. Le recordaba a los fríos mensajes y cartas que había recibido de él durante esos diez años. A las pocas veces que la había llamado, solo para darle órdenes y directrices. Le recordaba que incluso después de todo lo que había pasado, de que la hubiese dejado embarazada, creyese que aún tenía alguna autoridad moral sobre ella.

De pronto fue como si se hubiera accionado un interruptor en su interior, como si lo viera todo con más claridad. Y tal vez sintiera también un terrible vacío, a pesar de sentirse de repente tan resuelta, pero lo ignoró.

–¿Y sabes qué? Que puedes irte al infierno –le espetó.

Y enfatizó esas palabras arrancándose el hermoso anillo del dedo y arrojándoselo a Izar con la esperanza de que le diera en el ojo.

Sin embargo, Izar, pluscuamperfecto como era en todos los sentidos, levantó el brazo y lo atrapó al vuelo, como si lo hubieran coreografiado, para fastidio de Liliana, que frunció el ceño y resopló irritada.

–Yo, en tu lugar –le dijo Izar, con esa voz profunda y provocadora que vibraba dentro de ella como una corriente eléctrica–, pensaría con mucho cuidado qué es lo que vas a hacer.

Liliana no quería pensar. No quería quedarse allí ni un momento más. Si no escapaba de aquel lugar, y de él, no sabía qué sería de ella. Se sentía como si tuviese un par de crueles manos estrujándole la garganta, quitándole el aliento y amenazando con asfixiarla.

Por eso no se molestó en seguir discutiendo con Izar. Pasó junto a él dando un amplio rodeo y se fue derecha al vestidor. Casi esperaba que fuera detrás de ella, pero no lo hizo. Inspiró profundamente y expulsó despacio el aire por la boca, pero los latidos de su corazón no se calmaron en absoluto. Y aún se sentía acalorada, asfixiada y desesperada. Se sentía como si le faltase poco para echarse a llorar.

Sin fijarse apenas en lo que estaba haciendo, agarró una maleta de una de las baldas, y empezó a meter ropa y otras cosas en ella: una blusa, un jersey, una falda, dos pares de zapatos, el monedero que no había tocado desde que saliesen de Nueva York… Aquello en sí mismo decía mucho de cómo había acabado en la situación en la que se encontraba: había dejado que Izar la encerrara en aquel lugar, y luego había dejado que hiciera lo que quisiera con ella… y ahora estaba embarazada y se sentía más perdida que nunca.

De hecho, no se había sentido tan perdida desde aquel día a los doce años en que, de pie en el vestíbulo de casa de sus padres, había escuchado a Izar darle órdenes y tomar el control de su vida. Le gustara o no, ya fuera a kilómetros de distancia o en la habitación de al lado, Izar había sido el centro de su vida en los últimos diez años. ¿Sabría siquiera quién era si no lo tuviera a él como su norte?

–Si necesito alguna otra cosa, ya me la compraré –farfulló al darse cuenta de que se había quedado parada, abstraída en sus pensamientos.

Cerró la maleta, se puso una chaqueta, se lio una bufanda al cuello, y se calzó unas botas.

Cuando volvió a salir al dormitorio, Izar aún estaba allí. Estaba apoyado en el tablero de los pies de la cama, con las piernas cruzadas a la altura de los talones, y en cuanto la vio aparecer clavó en ella sus ojos con una mirada furiosa.

–Déjame adivinar –le dijo con aspereza. Liliana sintió una punzada en el pecho, pero la ignoró–. Esta es la parte en la que me recuerdas que solo soy tu tutor e intentas escapar.

–Sí, eres mi tutor –respondió ella, colgándose el bolso del hombro–. Y no voy a escapar. Voy a salir de esta casa por la puerta, y si hace falta bajaré a pie la condenada montaña.

–¿Y el bebé? –inquirió Izar.

Su tono educado confundió a Liliana. Era como si no le importara que se quedara o se fuera, pensó dolida. ¿Cómo podía ser que estuviera furiosa con él y a la vez que su actitud le hiciese tanto daño?

–Mi hijo, para ser más exactos –puntualizó él.

–No necesito tu dinero –le espetó ella, agitando una mano, en un intento por parecer tan indiferente como él–. Puedes hacer como si no hubiera pasado. O puedo mandarte fotos del niño mientras sigues con tu vida de playboy, pasando de una modelo a otra, como prefieras.

No fue una buena idea mencionar eso de las modelos, porque recordó fotografías que había visto de él en las revistas con alguna modelo en una piscina, y de inmediato la asaltaron los celos. Por eso, y porque su mente se plagó de imágenes de la noche anterior, y de repente se encontró imaginando a Izar haciendo todas esas cosas con otras mujeres. El solo pensarlo la enfermaba. «Sal de aquí de una vez», se ordenó a sí misma, y se dirigió hacia la puerta.

–«Como prefieras»… –repitió Izar, como si no alcanzara a comprender sus palabras. Como si le hubiese hablado en un idioma que no entendiera–. ¿Es eso lo que acabas de decirme? ¿«Como prefieras»?

Liliana sabía que no debería detenerse. Sabía que debería salir por aquella puerta sin mirar atrás, bajar las escaleras, y luego descender la ladera de la montaña hasta llegar a Saint Moritz. No podía salir nada bueno de aquella conversación, y sabía que se arrepentiría si se paraba y se volvía para replicarle. Lo sabía… pero lo hizo.

–Por favor, Izar –le pidió con amargura–. Tampoco es que te importe mucho, así que deja de fingir que sí.

Y entonces Izar explotó. Se apartó de la cama y avanzó hacia ella con el rostro contraído y expresión atormentada. Liliana no se dio cuenta de que estaba retrocediendo, intimidada, hasta que se encontró con la espalda contra la pared y con Izar plantado frente a ella.

–Me juré a mí mismo hace mucho tiempo que si tenía un hijo no me desentendería de él como hizo mi padre –le espetó. Estaban tan cerca que casi se tocaban, pero Liliana tenía la extraña sensación de que Izar estaba conteniéndose para no tocarla, de que no se atrevía a tocarla–. Y ahora vienes tú y te atreves a decirme, con esa indiferencia ofensiva, no solo que pretendes alejar a mi hijo de mí, sino que además me relegas al papel de un mero donante de esperma. Eso es lo que piensas de mí.

–¡Esto no tiene nada que ver contigo! –lo increpó Liliana–. Se trata de mí. Por una vez podrías…

–Estamos hablando del bebé –la cortó él, y Liliana no pudo evitar sentir cierta perversa satisfacción al ver que ya no era el frío autómata de siempre, que tenía sangre en las venas–. También es mi hijo, no es solo tuyo. Esto no va de tu crisis de identidad. No todo gira en torno a ti.

Liliana, que hasta ese momento se había estado controlando, también perdió los estribos. Y quizás también perdió la cabeza, porque se puso de puntillas para estar a su altura, y le espetó, clavándole el dedo en el pecho:

–¿Me estás llamando egoísta? ¿A mí? ¿Ha habido alguna vez que no te hayas salido con la tuya?

Izar la miraba entre atónito y furibundo.

–No, por supuesto que no –continuó ella con sorna–. Porque, si alguien osara ir en contra de tus deseos, el mundo se derrumbaría a tu alrededor.

Los ojos de Izar echaban chispas.

–Si tengo lo que quiero, es porque me lo he ganado –le espetó.

–¿Es así como lo llamas? A mí no me has ganado, Izar –replicó ella. Se dio cuenta de que casi estaba gritándole, pero ya le daba igual–. Prácticamente me secuestraste, me arrastraste aquí y tenías toda la intención de mantenerme aquí retenida para obligarme a casarme contigo contra mi voluntad. Eso no es ganarse nada.

–Tampoco es que tuviera que forzarte para traerte aquí ni para que te hayas quedado todos estos días –le recordó él–. ¿Acaso te amordacé y te metí en la bodega de carga del avión? ¿Acaso te he encerrado en esta casa? –sacudió la cabeza y clavó sus ojos negros en los de ella–. Ni siquiera has hecho intento de marcharte. La puerta de la entrada estaba abierta; podrías haberte ido en cualquier momento. Pero no lo hiciste.

Sus palabras la arrollaron, crudas, incontestables. Tenía razón. Era la pura verdad. No había hecho absolutamente nada para intentar huir. Ni siquiera había ideado un plan de escape. Pero no podía pararse a pensar en eso en ese momento.

–Yo no quería venir aquí –le espetó.

–Pero aquí estás –replicó él.

Liliana tragó saliva y añadió:

–Tampoco quiero casarme contigo.

Eso sí que era cierto. ¿Por qué entonces le había costado decirlo?

–Y aun así la boda está prevista para dentro de solo unos días –apuntó él. Su mirada era implacable, la expresión de su boca severa–. Has dejado que te hagan el vestido, que yo comprara los anillos. Aceptaste el anillo de compromiso.

Liliana sacudió la cabeza. No tenía razón, dijese lo que dijese.

–Tú has forzado todo esto desde el principio. Yo no quería un vestido de novia ni…

–Ya. Y por eso te mostraste tan dócil y dejaste que la modista te tomara las medidas, y que luego te hicieran varias pruebas para ajustar el vestido –apuntó él.

Liliana lo ignoró y continuó hablando.

–Ni tampoco quería ningún anillo de compromi…

–No, claro que no –la cortó él–. Por eso cuando te pedí que te casaras conmigo te reíste en mi cara y rechazaste el anillo, tirándolo al suelo de un manotazo. Fue eso lo que hiciste, ¿no? –le espetó con sorna–. Es que hace tanto que me cuesta recordarlo. Han pasado por lo menos veinticuatro horas.

Liliana estaba temblando por dentro, pero no podía controlarlo.

–Y sobre todo… –siguió diciendo– ¡Sobre todo no quiero un hijo tuyo!

Ese grito enfadado pareció resonar en toda la habitación. A Liliana no le habría sorprendido si se hubieran roto los cristales de las ventanas. Pero sin embargo, aunque los cristales estaban intactos, era Izar a quien parecían haber destrozado sus palabras.

Nunca había visto esa mirada en sus ojos. Parecía atormentado, machacado, desgarrado. No podía soportar verlo así.

Jamás se le había ocurrido pensar que algo pudiese hacer daño a Izar, que nadie pudiese herirlo, y mucho menos ella. Habría dado lo que fuera por poder retroceder en el tiempo y no pronunciar esas palabras. Cualquier cosa.

Fue entonces cuando comprendió lo que estaba ocurriendo. Estaba asustada. Tan asustada… No era miedo lo que sentía; era pavor. Toda su vida había estado marcada y definida por la trágica pérdida de sus padres. Había tenido que aprender a convivir con la soledad desde los doce años. ¿Cómo podía pensar en formar ella una familia?

Y en particular con un hombre que jamás podría amarla. Aunque fuera capaz de amar, nunca podría amarla a ella. Porque para él era solo la chiquilla cuyo cuidado le habían encomendado sus padres.

Esa realidad, difícil de asimilar la sacudió, haciéndola sentirse algo mareada. Apoyó la espalda contra la pared y se obligó a inspirar antes de sincerarse del todo, sin reservas, consigo misma: lo amaba; estaba enamorada de Izar.

Por supuesto que lo amaba. ¿Por qué si no habría estado… «fingiendo» todo ese tiempo? ¿A quién había estado intentando engañar? ¿De verdad había creído que podría seguirle el juego a Izar sin exponerse a acabar con el corazón roto?

¿Por qué si no le habría entregado su virginidad, después de haber estado reservándose durante tanto tiempo?

Echó la vista atrás, y no pudo recordar ni un solo momento de su vida desde los doce años que no hubiera estado gobernado por Izar. ¿No había suspirado durante todo ese tiempo por su atractivo y distante tutor? Se había pasado todos esos años intentando conseguir su aprobación, por un lado, y por otro diciéndose, cada vez que recibía una de esas bruscas cartas suyas, que no le importaba lo que pensara de ella. Y, sin embargo, jamás había pensado en otro hombre que no fuera él.

Pues claro que estaba enamorada de él. Y sí, por supuesto que tenía sentimientos encontrados hacia él, que la relación entre ellos era tormentosa y enrevesada, porque los dos tenían un carácter difícil, porque cada uno, a su manera, negaba la realidad.

–Izar… –comenzó a decirle balbuciente–. Deberías saber que…

Pero él había retrocedido varios pasos y estaba pasándose las manos por la cara. Nunca lo había visto hacer algo así. Era un gesto tan humano, tan poco acostumbrado en él… De hecho, cuando dejó caer las manos, apenas lo reconocía.

–Tus padres eran para mí algo más que mis socios, y también algo más que amigos –le dijo con una voz tan grave que Liliana se estremeció. Y luego, cuando sus ojos, atormentados, desolados, se encontraron con los de ella, sintió como si algo la desgarrara por dentro–. Eran mi familia.

–Izar… –murmuró haciendo un nuevo intento, para decirle lo que le quería decir.

Pero, si él la había oído, no dio muestra alguna de ello.

–Yo era poco más que un niño de la calle; estaba asilvestrado, pero me convertí en jugador profesional y el fútbol me dio dinero. Tanto dinero que no sabía qué hacer con él –sacudió la cabeza–. Tu madre, una mujer joven y sofisticada, me tomó bajo su protección. Me dio la educación que no había recibido. Y tu padre… tu padre me dio ejemplo y me enseñó a ser un hombre.

Liliana contrajo el rostro y se rodeó la cintura con los brazos. ¿Cómo podría haberse imaginado nada de aquello?

–Yo jamás tuve un padre –continuó Izar–. Y mi madre me abandonó cuando no era más que un crío –sacudió de nuevo la cabeza, como para apartar esos recuerdos–. Así que ya ves. No eres la única que lo perdió todo hace diez años, cuando el avión en el que viajaban tus padres cayó al mar.

–No tenías que contarme nada de eso –murmuró ella–. Yo no…

Pero Izar no dejó que terminase.

–Pero para mí, peor que el perderlos, fue que me nombraran tu tutor y te dejaran a mi cargo –continuó. Sus palabras eran como dagas que se clavaban en el alma de Liliana, dejando terribles marcas–. ¿Cómo podía convertirme en una figura paterna para ti? La sola idea era demencial. Pero ¿cómo podía desoír el último deseo de dos personas que se habían preocupado tanto por mí sin esperar nada a cambio? –soltó una risa áspera, amarga–. No podía. Pero me molestaba tener que cargar con aquella niña de doce años, y me detestaba por ello.

–Izar, para –le suplicó ella.

Alargó una mano hacia él para tocarlo, pero su expresión torva la detuvo.

–No me merezco una familia –le dijo Izar.

A Liliana se le partió el corazón al oírlo. Era evidente que lo decía porque lo sentía de verdad.

–No sé por qué supuse siquiera que las cosas podrían ser de otra manera –continuó Izar–. Por mucho dinero que tenga, sigo siendo un desgraciado que se crio en un barrio de mala muerte dejado de la mano de Dios –sacudió la cabeza–. Pero sigo siendo tu tutor. Estar pendiente de las necesidades que puedas tener es mi deber. Aun cuando choquen con mis deseos –se quedó callado un momento, escrutando su rostro, y a Liliana se le encogió el corazón–. Te apoyaré en cualquier decisión que tomes con respecto al bebé.

Y, dicho eso, la miró y, antes de dirigirse a la puerta, hizo un breve asentimiento que a Liliana, ahora que todo se había ido al traste, se le antojó como una dolorosa parodia del refinamiento que Izar siempre exhibía.

–Izar, espera… –lo llamó angustiada. No podía dejar que se fuera así. Todo su ser le decía que no podía dejar que se fuera así–. Te quiero.

Izar soltó una risa áspera, como si ya nada importara.

–No –le espetó mirándola con dureza, como si fuese una desconocida. Liliana sintió una punzada en el pecho–. Tú no me quieres. Sientes lástima por mí. Y puede que sea un desecho social, que mi sitio esté en el lugar miserable del que provengo, pero tengo mi orgullo, Liliana, y aunque te desee, no aceptaré tu compasión como un sustituto de ese amor que no sientes.

Y sin volver la vista atrás, salió de la habitación, en silencio y con paso firme, dejándola allí plantada.