Capítulo 10

 

LILIANA no habría sabido decir cuánto tiempo se quedó allí de pie, como clavada al suelo, donde él la había dejado. Podrían haber sido solo unos minutos, pero a ella le parecieron años. Se había quedado paralizada, incapaz de comprender lo que acababa de pasar.

Continuó allí, en medio de la habitación, con las manos sobre el vientre hasta que oyó que llamaban a la puerta. Levantó la cabeza, pensando que pudiera ser Izar, pero no eran más que un par de sirvientas que él había enviado. Le sonrieron educadamente, como hacían siempre, y Liliana se hizo a un lado, como si ella ya no tuviera nada que ver con aquello, con lo que había pasado allí, con lo que había logrado con ese comportamiento irreflexivo que Izar siempre le había echado en cara.

Las observó aturdida mientras tomaban la maleta que ella había dejado caer junto a la pared y la deshicieron. Luego ella misma entró en el vestidor y volvió a hacer la maleta, escogiendo con más detenimiento qué prendas llevarse.

No rechistó cuando una de las sirvientas la tomó por el brazo y la llevó abajo, ni cuando el chófer del todoterreno que la esperaba fuera la ayudó a subir al vehículo.

Solo cuando el chófer se detuvo frente a uno de los hoteles más famosos y con más solera de Saint Moritz, parpadeó confundida.

–Disculpe –le dijo presa del pánico, cuando el hombre se bajó y le abrió la puerta–: No quiero quedarme aquí; tengo que volver. Izar…

–El señor Agustín le ha reservado una suite en el hotel –le dijo el hombre, como disculpándose–. Me pidió que le dijera que, cuando haya elegido un destino definitivo, se le enviarán sus cosas allí.

Liliana se desinfló al oír eso. Dejó que el chófer la ayudara a bajar del coche y entró en el hotel. Fue al mostrador y dio su nombre para que la recepcionista buscara en el registro la suite que Izar había reservado para ella. Cuando el botones subió con ella y le abrió la puerta, se encontró con que la suite era un conjunto de varias habitaciones, a cada cual más amplia, y todas con una vista deslumbrante de todo el valle de Engadine. Sin embargo, a Liliana todo aquel lujo le era indiferente, y más en ese momento. Le habría dado igual que hubiese sido una única habitación con paredes de ladrillo y sin ventanas, y, cuando el botones se marchó, cerrando la puerta tras de sí, se dejó caer en el sofá que tenía más cerca.

Y así pasó un día, y otro, y otro… Pedía que le subieran la comida a la habitación porque tenía que comer, aunque luego siempre se preguntaba por qué se molestaba siquiera en intentarlo cuando todo le sabía a serrín y no tenía el menor apetito. Y cada mañana vomitaba, como un reloj, solo que Izar no estaba allí para ponerle una toallita húmeda en la nuca y darle un vaso de agua.

Y aunque por las noches, después de dar muchas vueltas en la cama, acababa durmiéndose, por las mañanas no se despertaba descansada, sino que se sentía como si tuviese un peso encima del pecho, sofocándola. Conocía muy bien esa sensación. La había acompañado durante mucho tiempo tras la muerte de sus padres: era aflicción, un pesar sofocante y brutal.

Izar era el único vínculo con su familia que le quedaba. Y era mucho más que eso. Era el amor de su vida. Era el padre del bebé que llevaba en su vientre. Era su familia… Pero no quería nada con ella.

Siempre había sabido que no encajaba en ninguna parte, que por más que se esforzara, de nada servía. Era demasiado extraña, demasiado diferente. Y quizá también estaba demasiado marcada por lo que había sufrido y por ser quien era. Pero durante todos esos años siempre había tenido a Izar. Y sus cartas, aunque fueran bruscas y estuvieran llenas de reproches y sermones. Esas cartas la habían seguido a todas partes. La sombra de Izar se había proyectado sobre su vida como una constante. ¿Cómo no se había dado cuenta hasta ese momento de que, inconscientemente, siempre había contado con que estaba ahí, aunque estuviera lejos? Y ahora también a él lo había perdido. Lo había perdido todo. Otra vez.

En Nochebuena, cuando estaba a punto de acostarse, oyó el zumbido de su móvil. Se lanzó sobre él, segura de que sería una llamada de Izar, pero era solo un mensaje de texto. Y por supuesto tampoco sería de Izar. En esos diez años, Izar nunca le había mandado un mensaje de texto. Imaginarlo haciendo algo así era tan delirante como imaginarlo andando desnudo por las calles de Saint Moritz, pero aun así pinchó en el icono del sobre para leer el mensaje con el corazón en vilo, como si hubiese la más ínfima posibilidad de que fuera de él después de todo.

No, era de su amiga Kay:

 

No mencionaste que, cuando te abdujo esa nave alienígena, también cambiaron tu identidad…

 

Liliana pinchó en el enlace que Kay adjuntaba, y se quedó de piedra al ver que era un artículo de una revista sensacionalistas en Internet en cuyo titular aparecía su nombre. El suyo… y también el de Izar:

 

¡Izar Agustín tras la fortuna de la reservada y solitaria heredera Girard Brooks! Aunque es su tutor, le ha pedido matrimonio. ¡Al diablo el escándalo!

 

El contenido del artículo era repugnante como cabía esperar, y estaba plagado de comentarios maliciosos e insultantes, pero no fue eso lo que llamó su atención, sino las fotografías que lo acompañaban.

Recordaba cada segundo del momento que retrataban, cuando Izar le había pedido en plena calle, en el centro de Saint Moritz, que se casara con él. Recordaba la calma que había exhibido ante ella mientras esperaba su respuesta, como si no le importara cuánto fuese a hacerle esperar. Todavía se le hacía raro mirarse la mano izquierda y no ver en su dedo el anillo que le había dado.

Pero las fotografías mostraban mucho más que los recuerdos que tenía de aquel día. Más incluso que ese largo beso que la había dejado sin aliento. En ellas se veía la expresión de Izar mientras esperaba su respuesta, una expresión muy distinta de la que ella recordaba, tal vez porque en ese momento había estado demasiado imbuida en sus preocupaciones y demasiado aturdida por sus emociones. Y más que la expresión de su apuesto rostro en esas fotos, era cómo la estaba mirando: como un hombre tan enamorado que no sabía ni qué hacer.

Le había pedido que se casase con él, y al volver a la villa la había llevado a su dormitorio, y ni ese día ni después se había cuestionado ella por qué había hecho todo aquello, por qué él, que decía ser tan racional, se había comportado como un hombre perdidamente enamorado. Y quizá ella había estado demasiado alterada por el embarazo como para reconocer en su mirada lo que en esas imágenes se veía tan claramente, se dijo mientras las pasaba, una y otra vez.

No era cierto que Izar no quisiera nada con ella. La realidad era justamente lo contrario. Saltaba a la vista; lo tenía escrito en la cara en todas esas fotografías. Tal vez lo que ocurría era que una persona como él, que había crecido sin saber lo que era el amor, sin recibir ningún cariño, no sabía reconocer esos sentimientos.

 

Un día volveré a Nueva York y hablaremos largo y tendido de un montón de cosas, incluido lo de los alienígenas. ¡Ah, y feliz Navidad!

 

Tras escribir en su móvil la respuesta a Kay, sonrió por primera vez desde el día en que se había despertado en la cama de Izar. Por primera vez desde que había descubierto que estaba embarazada de él y le había entrado el pánico.

Se levantó del sofá donde había estado acurrucada, autocompadeciéndose y lamentándose, decidida a ir en busca del hombre al que amaba. Era Liliana Girard Brooks, una mujer hecha y derecha, hija de dos grandes personas, y se sentía orgullosa de ser quien era.

 

 

A alguien del servicio se le había ocurrido poner un condenado árbol de Navidad, y el que no hubiera dado orden de que le arrancaran las luces y los adornos, ni de que se lo llevaran, lo cortaran en pedazos y lo quemaran, era prueba más que suficiente de que era una causa perdida, pensó Izar.

Estaba en la biblioteca, en el segundo piso de la casa de la villa, mirando aquella cosa llamativa, con sus molestas luces de colores y sus estúpidos adornos brillantes, y preguntándose por qué diablos seguía allí.

En París, en las oficinas centrales de Agustín Brooks Girard se estaba gestando una tormenta a raíz de aquel estúpido artículo. Normalmente, se habría apresurado a regresar para ocuparse del asunto, pero no lo había hecho. En todo el día no habían dejado de llegarle e-mails y llamadas al móvil, pero los había ignorado todos. No tenía la menor intención de hablar con nadie de su relación con Liliana. Y mucho menos con un grupo de pomposos gordinflones como los miembros de la junta de accionistas.

Se le había pasado por la cabeza que podría perder la compañía por culpa de aquello, que podrían presionarlo con la cláusula de moralidad si quisieran, pero descubrió que a pesar de todos los años y el esfuerzo que había dedicado a Agustín Brooks Girard, no le importaba en lo más mínimo. Ya no. No era más que una empresa. Podría fundar otra si quisiera. Una empresa era algo reemplazable.

Oyó pasos que se acercaban a la puerta abierta detrás de él, pero no se volvió.

–No quiero que me molesten –dijo, dando por hecho que sería alguien del servicio.

–Pues es una lástima –respondió la última voz que esperaba volver a oír. Sobre todo allí.

Se volvió lentamente, seguro de que era solo cosa de su imaginación, de que se encontraría con que no había nadie en el umbral, pero no estaba teniendo alucinaciones. Allí estaba Liliana, aún más hermosa de lo que la recordaba. Le cortaba a uno el aliento. Sus ojos brillaban, un suave rubor cubría sus mejillas… y nada de eso importaba. Liliana jamás podría ser suya. ¿Cómo podía haber pensado siquiera lo contrario?

–Siento interrumpirte; seguro que estabas muy ocupado sintiendo lástima de ti mismo –dijo Liliana, apoyando la cadera en el marco de la puerta. Tenía un aire desafiante–. Parece que estás pasándolo de miedo.

Izar sacudió la cabeza y apartó la mirada.

–Te dejé libre, Liliana. No deberías estar aquí.

–Eres el hombre más cabezota y exasperante que he conocido –le dijo ella con un suspiro.

Izar la miró aturdido, y le llevó un momento darse cuenta de que no parecía enfadada. De hecho, a menos que estuviera equivocado, le había dado la impresión de que lo había dicho en un tono burlón y de que estaba reprimiendo una sonrisita.

–¿Se te ha pasado por la cabeza que tal vez no quiera ir a ningún sitio? Cuando te dije que te quería, lo dije en serio, Izar –dijo cerrando tras de sí.

–Imposible –murmuró él con los puños apretados.

Pero no podía apartar los ojos de ella, y sabía que era lo último que debería hacer, cuando estaban a solas y no estaba seguro de que fuera a ser capaz de mantener las manos quietas.

–Voy a ser la madre de tu hijo –dijo Liliana, sacudiendo la cabeza.

Al hacerlo, su melena rubia se movió de un lado a otro. Izar conocía el sedoso tacto de su cabello porque había hundido sus manos en él. Conocía su aroma. Había enredado sus dedos en él cuando le había hecho el amor, cuando la había hecho suya.

–Gracias, lo sé –respondió.

Su voz sonaba tensa, como se sentía él: tenso por el deseo contenido.

–Me gustaría que consideraras los próximos nueve meses como una oportunidad para comprender que ya no tengo doce años –le sugirió ella–. Sé muy bien lo que quiero, y puede que no estemos de acuerdo en qué es lo que más me conviene, pero ya no eres solo mi tutor, igual que yo ya no soy solo tu pupila. Y no puedes pasarte la noche haciéndome el amor, y a la mañana siguiente echarme un sermón sobre cómo debo vivir mi vida. Las dos cosas no pueden ser. Tienes que escoger; lo uno, o lo otro.

–No quiero las dos cosas –replicó él.

Miró a su hermosa Liliana, que por fin parecía haber perdido el miedo por completo. Se la veía fiera y segura de sí misma. Jamás la había deseado tanto… De hecho, nunca en toda su vida había deseado nada tanto como la deseaba a ella, y sabía que siempre sería así. Y debería haber sabido que ese era el motivo por el que nunca, jamás podría ser suya.

–Quiero que te vayas –añadió.

–No es verdad –replicó Liliana–. No es eso lo que quieres.

Izar sintió una presión en el pecho cuando la vio avanzar hacia él con una pequeña sonrisa en los labios.

–A lo mejor es que no estás lo suficientemente familiarizado con ciertas emociones como para comprenderlas cuando las sientes –sugirió deteniéndose a escasos centímetros de él.

El aroma de su perfume lo envolvía, tentador, y se moría por tocarla. Aquello era una tortura.

–¡Basta! –fue todo lo que acertó a decir.

Parecía furioso, y lo estaba, pero no con ella.

Liliana sonrió como si lo supiese.

–Te contaré un pequeño secreto –dijo dándole con el dedo en el pecho–: estás enamorado de mí, Izar. Por eso de repente el otro día sentiste la necesidad de dejarme libre, de comportarte de un modo noble y humilde: lo opuesto a como me habías tratado hasta ahora.

Izar se sintió como si lo hubiera tirado por la ventana que tenía detrás de sí.

–No seas ridícula.

–Tú me quieres, Izar –insistió ella con suavidad.

Tomó su mano y la puso contra su vientre.

–Me quieres, y sé que querrás a este bebé –le dijo.

La fachada de hombre duro e insensible que había estado intentando mantener ante ella se estaba resquebrajando por momentos. Se sentía extraño, como un pez fuera del agua, pero no apartó la mano. No podía hacerlo. Sin embargo, apretó la mandíbula y le recordó con dureza:

–Tú no querías a ese niño hasta hace unos días. ¿Y ahora hablas de amor?

–Tenía miedo –respondió ella en un tono quedo, fijando sus ojos azules en los suyos–. La situación me superaba. Estaba tan acostumbrada a enfrentarme a ti todo el tiempo que me costó darme cuenta de que en realidad quería dejar de estar en guerra contigo.

–Liliana, Liliana… –murmuró él, sacudiendo tristemente la cabeza–. En el fondo sigo siendo ese chico asilvestrado de un arrabal de Málaga. Tú tienes el mundo entero a tu disposición. Podrías elegir al hombre que quisieras… y lo harás.

–Pero es a ti a quien quiero…

Él volvió a pronunciar su nombre, intentando hacerla entrar en razón, pero Liliana lo ignoró.

–Deja que te aclare las cosas –le dijo. Aún sostenía su mano contra su vientre, donde crecía el hijo de ambos, y en sus ojos se encendió un brillo travieso, un brillo que parecía hablar de esa magia en la que él no creía–. Yo no quería casarme contigo si lo que íbamos a hacer era odiarnos y discutir a todas horas. No quería una lucha de poder constante. Pero te quiero, y creo que siempre te he querido, y lo único que espero es que tú me quieras también.

–Liliana…

–Ya sé que tú tienes un montón de requisitos en lo que respecta a tu idea de la esposa perfecta, del matrimonio perfecto –lo interrumpió ella–, pero yo no los tengo. Lo único que quiero es a ti, que estemos juntos.

–Yo también te quiero –le dijo Izar, que ya no podía aguantar más.

No podía contener por más tiempo aquel sentimiento. Saltó, como una llamarada, y de pronto, cuando vio sonreír a Liliana, se dio cuenta de que no sabía por qué había tenido tanto miedo de decir esas palabras.

–Todo lo demás me da igual –añadió–. Nunca me había importado nada ni nadie tanto como me importas tú.

–Lo sé, tontorrón –le susurró ella cariñosa, mirándolo con ojos brillantes–. Lo sé.

Y esa vez, cuando la besó, supo que aquello era para siempre. Podía sentirlo. Y aunque dejase de ser el tutor legal de Liliana cuando se casase con ella –porque tenía toda la intención de casarse con ella–, seguiría cuidando de ella y protegiéndola durante el resto de su vida.

Solo cuando la oyó riéndose se dio cuenta de que había dicho todo eso en voz alta, mientras cubría su rostro de besos.

–Sé que lo harás, vida mía –le dijo Liliana–. Y puedes empezar a demostrarme tu amor ya mismo.

Y eso fue lo que hizo, justo allí, frente a la chimenea, junto a su primer árbol de Navidad.

 

 

Liliana y él se casaron el día después de Navidad, y la suya fue una de las bodas más elegantes que había presenciado Europa. Ella llevaba un exquisito vestido de la firma Girard, con un velo que había pasado de una generación a otra en la familia de su padre, y unos pendientes y un collar de su madre.

–Quería que mis padres nos acompañaran en este día tan feliz –le dijo durante el banquete, mientras bailaban por el salón del hotel, sin ver nada más que al otro.

–Siempre estarán con nosotros –le respondió Izar con emoción.

La tormenta mediática que había causado su relación la habían capeado, sencillamente, ignorándola. Y, si los miembros de la junta directiva de Agustín Brooks Girard tenían algún problema con que se casara con Liliana, desde luego no se lo habían dicho a la cara.

Meses después, en su hogar de París, le dijo una noche a su esposa, cuando habían terminado de ver una película:

–¿Verdad que es curioso que siempre queramos que las historias tengan un final feliz? La nuestra desde luego lo ha tenido, aunque yo a veces siento que no me lo merecía.

Liliana, que estaba ya embarazadísima y más guapa que nunca, tenía los pies en su regazo y la cabeza apoyada en el brazo del sofá, pero la levantó un momento para mirarlo.

–Sí que te lo mereces, Izar –replicó muy seria–. Créeme.

Quería creerlo. ¡Cómo deseaba poder creerlo!

Su hija nació allí en París unas semanas después, y él asistió al parto para estar en todo momento al lado de Liliana. Cuando le pusieron a la pequeña en los brazos, toda roja y llorando a pleno pulmón, seguía sin creer que fuese merecedor de tanta dicha.

Y el destino aún les deparaba más felicidad, porque dos años más tarde les nacía también un hijo, un chiquitín de mofletes regordetes y que siempre se estaba riendo.

Izar nunca había creído en el amor. De hecho, siempre había pensado que lo del amor no estaba hecho para él. Pero se volcaba por completo en sus dos hijos y en su esposa, y poco a poco empezó a creer en ese poderoso sentimiento. Y así, gradualmente, a medida que pasaban los años, recordaba menos a menudo que una vez había considerado que no valía nada, que no se merecía nada, ni siquiera ser feliz.

Una tarde, cuando los niños estaban todavía en el colegio y Liliana y él estaban en las oficinas de Agustín Brooks Girard, salió de su despacho y fue al de ella. Liliana, que había resultado ser una magnífica diseñadora de moda, estaba sentada a su mesa repasando unos diseños.

Sin saber por qué, Izar se acordó de repente de aquella fría noche, años atrás, en aquel apartamento del Bronx que había compartido con sus amigas. Recordó lo hermosa que le había parecido cuando la había visto entrar por la puerta, tan esbelta, tan femenina, tan tentadora… Y recordó cómo lo había mirado, como si no supiese si era un sueño o una pesadilla.

Quizás había sido ambas cosas, pero Liliana lo había liberado de todas sus pesadillas, una tras otra; lo conseguía a diario.

Era asombrosa y los últimos años había desarrollado al máximo su potencial. Tenía el buen ojo de su madre para idear la línea de ropa perfecta, y también había heredado el instinto de su padre para los negocios, con lo que en poco tiempo se había hecho indispensable para la compañía.

Era la gema sin par en la que él siempre había pensado que se convertiría. Se la consideraba una visionaria de la moda a nivel internacional, y cada día brillaba con más fuerza. Y aun así no se le había subido a la cabeza, y seguía encantándole rodar por el suelo entre risas con sus hijos, como si no fuese una rica heredera. Y, lo más importante de todo, él era el dueño de su corazón, igual que ella era la dueña del suyo.

Pero desde hacía unas semanas tenía la sensación de que había estado ocultándole algo…

–Ya sé que estás ahí –dijo Liliana sin levantar aún la vista de su trabajo–. Es imposible ignorar tu presencia –añadió, levantando la cabeza por fin, con una sonrisa divertida.

–Hola, amor mío –la saludó él–. ¿No tienes nada que decirme? –inquirió mientras se acercaba a su mesa.

–Eso depende. ¿Qué crees que tengo que decirte?

Izar se detuvo junto a ella y la levantó de la silla para atraerla hacia sí. Le encantaba tenerla entre sus brazos, donde estaba su sitio. Eran como dos piezas de un puzle que encajaban a la perfección.

–Si te lo pregunto de nuevo –le advirtió juguetón antes de besarla tiernamente–, habrá consecuencias.

–Bueno, no sé –murmuró ella, echando la cabeza hacia atrás para mirarlo–, yo diría que eso es algo a lo que ya me tienes acostumbrada –añadió con ese brillo travieso que adoraba en los ojos.

Tiempo atrás habría pensado que estaba desafiándolo, pero ahora sabía que era amor.

Por toda respuesta enarcó una ceja, y Liliana se rio.

–Gemelos, Izar; vamos a tener gemelos –le dijo con asombro, como si aún no se lo creyera. Subió las manos a su pecho–. Y sé que no es lo que tú querías. Aún recuerdo cuando me enumeraste esa horrible lista de las cualidades que debía tener para ser la esposa perfecta, y eso de que solo querías tener dos hijos como mucho porque si no se complicaría la cuestión de la herencia y peligraría la continuidad de tu legado y…

–Lo que quiero es tenerte siempre a mi lado –la interrumpió Izar, que nunca había estado tan seguro de nada–, y quiero a los dos hijos que ya tenemos, y querré muchísimo a esos dos pequeños que están por venir.

La sonrisa de su esposa era tan radiante que por un momento Izar pensó que podría cegarlo, pero no le habría importado. Le rodeó el cuello con los brazos y se apretó contra él. La amaba más que a nada en el mundo –excepto a sus hijos, a los que quería tanto como a ella–, más que a su propia vida.

–¿Te das cuenta, Izar? –le preguntó con ojos brillantes–. Lo tenemos todo. Este es nuestro final feliz, solo que no es el final porque tenemos la inmensa suerte de vivirlo cada día.

Y por fin Izar creyó de verdad en el poder del amor, y sería un creyente durante el resto de su vida.