Capítulo 4

 

ES MUY sencillo –le dijo Apollo por teléfono con tono helado–. Solo tienes que hacer las maletas y alguien irá a buscarte esta misma tarde.

–No puedo dejar mi trabajo sin más. Se supone que debo advertir con quince días de antelación… y también a mi casero.

–Mis empleados se encargarán de todo, no te preocupes. Te quiero en Londres conmigo esta noche para que empecemos con los preparativos.

–¿Qué preparativos?

–Tendrás que firmar muchos documentos, ver a un médico, comprar ropa. He hecho una lista y te aseguro que estarás muy ocupada.

Pixie pensó en su hermano y cerró los ojos un momento, intentando recuperar la compostura. Había puesto su vida en las manos de Apollo y no podía echarse atrás.

–¿Dónde voy a alojarme?

–En mi ático. Es más discreto que un hotel y, además, yo no estaré aquí durante gran parte de la semana porque tengo trabajo en Atenas.

–Muy bien –asintió ella, sabiendo que no podía discutir.

Cielo santo, ¿había odiado tanto a algún hombre en su vida?

Vito era uno de los pocos hombres en los que confiaba porque sabía cuánto quería a Holly y sus sentimientos por Angelo eran igualmente obvios, pero había habido tan pocos hombres buenos en su vida. Su propio padre solía pegar a su madre cuanto estaba borracho. Y a ella. Cuando no estaba en la cárcel solía pagar su mal humor con la familia. Ella, al contrario que Holly, nunca se había hecho ilusiones sobre familias felices porque su propia experiencia había sido terrible.

Sus padres se habían casado cuando su madre quedó embarazada, pero nunca había visto afecto entre ellos. La vida familiar era desastrosa y cuando tenía ocho años, tanto Patrick como ella habían sido llevados a casas de acogida porque su madre estaba en la cárcel. Y su experiencia en esas casas de acogida había sido terrible porque el comportamiento de los hombres era aterrador. Pixie era muy joven cuando empezó a temer al sexo opuesto y siempre estaba en guardia.

La casa de acogida que se convirtió en su primer hogar de verdad había sido la de Sylvia y Maurice Ware, donde la habían llevado cuando tenía doce años. Maurice y su mujer tenían una bonita granja en Devonshire y eran devotos guardianes de los niños traumatizados que vivían con ellos. Maurice había muerto años antes y la granja había sido vendida, pero Pixie nunca olvidaría el cariño y la comprensión de la pareja. Fue en su casa donde conoció a Holly y donde se forjó su amistad, aunque ella era dieciocho meses menor que su amiga.

Pixie dejó un mensaje de disculpa para su jefa, Sally, en el contestador. ¿Qué otra cosa podía hacer con Apollo dirigiendo su vida? Aunque todo aquello la asustaba de verdad. ¿Qué haría si al final Apollo decidía no casarse con ella? ¿Dónde iría? ¿Cómo iba a encontrar otro trabajo? No confiaba en él y no quería terminar en la calle, sin trabajo, sin dinero y sin un hogar para Hector.

Una limusina fue a buscarla por la tarde. El conductor guardó sus cosas en el maletero y luego sacó un trasportín en el que Hector se negaba a entrar. Ella prometió que el perrillo se portaría bien si dejaba que viajase sobre sus rodillas y el hombre no puso objeciones. Pixie subió al opulento coche con una sensación de incredulidad. Había estado en la boda de Vito y Holly, había visto las impresionantes fotografías de su casa en Italia, pero su amiga no solía llevar joyas o vestidos elegantes y, en general, no había cambiado. Cuando estaban juntas resultaba fácil olvidar que era la esposa de un multimillonario.

El lujoso interior de la limusina, con una televisión, un teléfono y hasta un bar, era fascinante. Fue un viaje largo, pero al anochecer el conductor paró en un lujoso hotel y dijo que la esperaría mientras cenaba. Solo entonces se dio cuenta de que otro coche, ocupado por dos hombres, los seguía. Pixie entró en el restaurante del hotel y, horrorizada al ver los precios de la carta, solo pidió una ensalada. Por supuesto, el conductor se encargó de pagar, de modo que sus miedos eran infundados.

Cuando por fin llegaron a Londres estaba agotada y nerviosa. Era de noche cuando la limusina entró en el garaje y, con Hector en brazos, subió a un ascensor con el guardaespaldas y su alto compañero.

–¿Cómo os llamáis? –preguntó.

–Theo y Dmitri, señorita Robinson. Pero se supone que no debemos entablar conversación –respondió Theo–. Estamos aquí para cuidar de usted, pero somos empleados.

Era evidente que Apollo vivía en otro mundo porque ella no podía ignorar a alguien solo porque fuese un empleado. Pero en ese momento tenía otras preocupaciones. ¿Vería a Apollo esa noche?, se preguntó. Las puertas del ascensor se abrieron frente a un enorme vestíbulo y se dio cuenta de que era un ascensor privado. Apollo disfrutaba de todos los lujos.

Un hombre de corta estatura, vestido con traje de chaqueta, se acercó a ella.

–Mi nombre es Manfred, señorita Robinson. Deje que la acompañe a su habitación.

Un segundo después pasaron frente a un elegante salón donde vio a una guapísima rubia con una copa en la mano. ¿Una de las novias de Apollo? Probablemente, pensó. Tendría que preguntarle qué pensaba hacer después de su matrimonio… si llegaban a eso, porque no estaba dispuesta a mantener relaciones con un hombre que se acostaba con otras mujeres al mismo tiempo.

–Es la habitación del patio –anunció Manfred, abriendo la puerta de un dormitorio–. Perfecta para el perrito.

–Ya veo –asintió ella, mirando el bonito patio con una verja que lo separaba de la piscina. Muy práctica, pensó, así Hector no correría ningún riesgo.

–¿Le apetece tomar algo?

–No diría que no a un bocadillo –respondió Pixie.

Hector se dedicó a explorar su nuevo hogar mientras ella sacaba las pocas cosas que llevaba en la maleta. En una esquina de la habitación había una camita para perro en forma de casa y Hector olisqueó a un lado y a otro antes de decidir que no era un peligro. Sonriendo, Pixie fue a ducharse en el precioso cuarto de baño, incrédula al encontrarse en un sitio tan lujoso. Después, con su pijama de pantalón corto, se tumbó en la cama para comerse el bocadillo que Manfred había dejado en una bandeja.

 

 

Apollo ya le había dicho a Lauren que tenía que madrugar y que su inesperada visita era inconveniente. Le había ofrecido una copa de vino, habían charlado un rato sobre temas que lo aburrían y se había zafado de una evidente invitación al sexo. Él nunca llevaba a sus amantes a ninguna de sus propiedades; las llevaba a un hotel o iba a sus apartamentos porque de ese modo podía irse cuando quisiera.

–Quieres que me vaya, ¿verdad? –le preguntó Lauren con esa vocecita de niña que lo sacaba de quicio.

–Esta noche no me viene bien –respondió él–. Tengo que madrugar y, además, tengo una invitada.

–¿Otra mujer? –exclamó ella.

Apollo dejó escapar un suspiro. Lauren llevaba en su vida dos días exactamente. Aún no se habían acostado juntos y, a partir de ese instante, sabía que no lo harían nunca porque su actitud lo decepcionaba. Lauren se marchó, enfadada, dejando a Apollo libre para satisfacer su deseo de ver a Pixie. Quería verla, aunque no sabía bien por qué. Claro que era la mujer con la que iba a casarse y, por lo tanto, más importante que un revolcón con Lauren. Además, quería ver si a Hector le había gustado su nueva cama.

Apollo llamó a la puerta de la habitación y abrió sin esperar respuesta. Justo a tiempo para ver la expresión de pánico en los ojos de Pixie, que se apoyaba en el cabecero de la cama con gesto aprensivo.

–Lo siento. ¿Te he asustado? –le preguntó, pensando que su reacción era excesiva.

Ella irguió los hombros.

–No pasa nada –respondió, intentando fingir una calma que no sentía–. Pensé que tenías compañía.

–No, ya no –dijo Apollo, sin poder disimular una sonrisa.

Llevaba un pijama de pantalón corto nada elegante o atractivo. Pero, mientras su lado racional le decía eso, su cuerpo reaccionaba como si estuviera desnuda. Sus pequeños pezones se marcaban bajo la camiseta del pijama y tenía unas piernas largas y esbeltas. De hecho, solo con mirar ese rostro ridículamente atractivo y esos labios carnosos tenía que agradecer que la chaqueta ocultase lo que estaba pasando bajo el cinturón.

–Bueno, aquí estoy –dijo Pixie–. Gracias por la cama para Hector.

Apollo miró al perrillo, que se había hecho una bola como para que no se fijase en él, y tuvo que esbozar una amplia sonrisa.

–Ya que es tan aficionado a esconderse, pensé que al menos podría estar más cómodo.

Era guapísimo cuando sonreía de ese modo, pensó Pixie. No sabía que pudiera sonreír así o que tuviese un punto débil con los animales, pero no debía estar bromeando cuando dijo que a menudo los prefería antes que a las personas. Eso mostraba un lado más humano y la reconciliaba un poco con él. En cuanto a esos asombrosos ojos verdes que iluminaban sus facciones… era difícil apartar la mirada. Sí, era un hombre muy atractivo, pero también un mujeriego. Joven, guapo y rico, Apollo era el objetivo de muchas buscavidas, tal vez por eso no le gustaban demasiado las mujeres. Al menos eso era lo que pensaba, aunque no sabía si era cierto. ¿Y por qué le importaba? ¿Por qué pensaba en él de ese modo? Lo que fuese o cómo fuese Apollo Metraxis no debería importarle en absoluto. Debería concentrarse solo en el acuerdo, sin hacerse preguntas ni dejarse afectar por su atractivo.

–¿Te importaría decirme qué piensas hacer con las deudas de mi hermano?

–Si nos casamos yo me encargaré de pagarlas. Si seguimos casados y aceptas mis condiciones…

–¿Quedar embarazada? –lo interrumpió ella.

–Aunque no quedases embarazada no podría sancionarte por ello –admitió él–. Mientras lo intentes, claro. Eso y el acuerdo de confidencialidad es lo único que espero de ti. Tengamos éxito o no, tu hermano no tendrá que preocuparse por esas deudas.

–¿De verdad vas a pagarlas?

–He llegado a un acuerdo con el acreedor para dejarlas en suspenso durante un tiempo –mintió Apollo–. Míralo como una forma de garantizar que cumples tu parte del trato.

–No es necesario que me presiones. Yo siempre mantengo mi palabra –replicó Pixie, ofendida.

–Mis tácticas suelen funcionar –dijo Apollo, sintiendo una inesperada punzada de remordimientos por no contarle la verdad, que ya había pagado la deuda en su totalidad. Después de todo, no iba a llegar a ningún acuerdo con un matón que llevaba un negocio de apuestas ilegales.

Pixie se tragó una respuesta desafiante. Lo que le ofrecía era mejor que nada. Patrick y María podrían seguir adelante y concentrarse en la llegada de su hijo, sin temor a recibir nuevas «visitas». Por otro lado, esa actitud le hacía temer que Apollo se echara atrás si no era capaz de complacerlo.

–Si estás dispuesto a casarte conmigo podrías ser un poco más confiado.

–¿Cómo puedes decir eso? Cuando entré en la habitación parecías pensar que iba a atacarte. Tú tampoco confías en mí.

–No es nada personal, es que no confío en los hombres en general –Pixie levantó la barbilla–. ¿Y por qué tengo que ir a un médico?

–Para una revisión general. No tendría sentido casarnos si no puedes tener hijos.

–Ah, ya veo. Entonces imagino que también tú te habrás hecho pruebas.

–No.

–No tiene sentido que yo me haga las pruebas si tú no te las haces.

Apollo no lo había pensado, pero tenía razón. Y, no sabía por qué, pero la idea de no ser capaz de concebir un hijo lo incomodaba.

–Nos veremos mañana. Por cierto, ponte el vestido que he dejado en el armario para ti.

Pixie abrió el armario y sacó un vestido azul, un bolso y unos zapatos plateados de un famoso diseñador.

–¿Por qué crees que puedes decirme lo que debo ponerme?

–Vas a casarte conmigo y quiero que tengas el mejor aspecto posible –respondió Apollo, deslizando la mirada por los esbeltos muslos.

Tal vez debería haberse acostado con Lauren, pensó, irritado, porque Pixie lo excitaba de una forma extraña. Thee mou… ¿qué le pasaba? No era una belleza, pero había algo increíblemente sexy en ella, algo que lo atraía de un modo que no podía entender. ¿Era su expresivo rostro, esos pechos pequeños, pero perfectamente formados? ¿El trasero apretado? ¿Esos muslos tan atractivos, sus diminutos pies?

¿Sentía pena por ella?, se preguntó. ¿Qué era lo que tanto lo atraía de Pixie?, se preguntó. Antes de cerrar la puerta vio la mirada furiosa que lanzaba sobre él y salió al pasillo riendo y sintiéndose sorprendentemente alegre por primera vez desde la muerte de su padre. No, no le daba pena. En realidad, le gustaba que fuese tan rebelde, aunque se veía obligado a contener esa rebeldía. Ni él ni su dinero la impresionaban. ¿Y cuándo había conocido a otra mujer así? En realidad, era la primera vez. Las mujeres a las que estaba acostumbrado habrían mirado la etiqueta del vestido para ver de qué diseñador era y, por lo tanto, cuál era su valor. Y le habrían dado las gracias efusivamente para asegurarse de que hubiera más regalos valiosos.

Pixie en cambio, no parecía nada impresionada. Apollo sonrió de nuevo.

 

 

Manfred la despertó a las siete de la mañana, abriendo las cortinas y colocando la bandeja del desayuno sobre la mesa antes de dejar un platito de comida en el patio para Hector.

–El señor Metraxis me ha dicho que debe estar lista a las nueve.

–Ah, gracias.

Pixie desayunó como una reina. La comida era deliciosa y ella siempre había tenido buen apetito. Alojarse en el palaciego ático de Apollo era mejor que hacerlo en un hotel, pensó. Después de ducharse se secó el pelo y puso especial cuidado con su maquillaje antes de vestirse. Una vez arreglada se dirigió al enorme salón y Apollo se quedó mirándola.

–Date la vuelta –dijo con voz ronca, haciendo un gesto con los dedos.

Apollo estaba cautivado. Tenía un aspecto increíblemente femenino con ese vestido azul, los zapatos de tacón destacando sus delicados tobillos. A pesar de su corta estatura, cualquier modelo pagaría por tener esa figura. Estaba tan guapa que le gustaría tomarla en brazos y ponerse a dar vueltas… y esa idea tan extraña lo dejó sorprendido.

–Me gusta el vestido –le dijo. Aunque era una sorpresa porque él mismo lo había elegido.

–Es bonito, pero yo no estoy acostumbrada a ponerme falda o tacones –se quejó ella–. No me obsesiona la moda precisamente.

Apollo la llevó a un ginecólogo privado que, después de hacerle varias preguntas, la examinó y le hizo un análisis de sangre. Los resultados estarían listos a la mañana siguiente, le dijo.

Cuando salía de la consulta vio a Apollo hablando por teléfono en la entrada.

–¿Tú no lo sabías? Bueno, no, yo tampoco había pensado que… no tiene ninguna gracia, Vito. Es asqueroso.

Apollo cortó la comunicación al verla y se dirigió a la puerta con la misma urgencia que mostraba Hector cada vez que lo llevaba al veterinario.

–¿Nos vamos?

Pixie intentaba disimular la risa. No parecía contento después de hacerse la prueba y pensó que se lo merecía después del examen que ella había soportado sin quejarse.

–¿Dónde vamos ahora?

–Al bufete de mis abogados. Y después iremos de compras.

–¿Para qué?

–Necesitamos un vestido de novia y todo lo demás. No te preocupes, te acompañará una estilista que ha recibido instrucciones. Tú solo tendrás que actuar como un maniquí.

–Pero si aún no tenemos los resultados…

–Piensa en positivo –Apollo se inclinó y el roce de su mejilla hizo que todas sus terminaciones nerviosas se pusieran en alerta–. Y te he visto sonreír cuando me oíste hablando con Vito –añadió con voz ronca–. No, no me ha hecho ninguna gracia que me dieran una revista porno para animarme, pero… he tenido una fantasía y era sobre ti.

Pixie giró la cabeza para mirarlo con cara de sorpresa.

–¿Sobre mí? –repitió, incrédula.

–Sí, koukla mou.

–Lo dirás de broma.

–¿Por qué? Si no me sintiera atraído por ti no podríamos hacer esto.

En eso tenía razón, pero pensar que Apollo Metraxis, un hombre tan increíblemente apuesto y deseable, pudiera considerarla atractiva le resultaba increíble.

De repente, tiró de ella para sentarla sobre sus rodillas y buscó sus labios con delicadeza. Y Pixie no sintió miedo, como solía ocurrirle. Claro que Apollo conocía bien a las mujeres y sabía cómo tratarlas.

Trazó la comisura de sus labios con la punta de la lengua y algo dentro de ella se derritió. Cuando mordisqueó su labio inferior experimentó un escalofrío de deseo casi doloroso. Ningún hombre la había hecho sentir así y le parecía tan seductor que no tenía miedo. Apollo abrió sus labios con la lengua para explorarla y una bola de calor erótico explotó en su pelvis. Sin darse cuenta, levantó una mano para acariciar su pelo y su bien formado cráneo. Estaba ardiendo por todas partes y llena de curiosidad, casi como si alguien le hubiera dicho que podía volar cuando durante toda su vida se había sentido torpe y pesada.

Sus labios eran suaves y sabía tan bien. Era como agua para una persona sedienta, como comida para un hambriento. Sus pechos se habían hinchado bajo el sujetador y sentía un calor líquido entre los muslos…

Era tan agradable que le gustaría apretarse contra el fuerte torso y derretirse sobre él. Apollo tomó su cara entre las manos y la besó con creciente pasión, pero la experiencia era más excitante que aterradora. Pixie echó la cabeza hacia atrás, temblando ante el erótico empuje de su lengua y ardiendo por lo que la esperaba… por eso fue una sorpresa cuando Apollo la tomó por la cintura para sentarla de nuevo en el asiento.

Desconcertada y embriagada de sensualidad, Pixie lo miró con gesto de sorpresa.

–¡Para ser una mujer tan pequeña eres muy aguerrida! –dijo Apollo con tono acusador. Porque había estado a punto de rasgar sus bragas y enterrarse en su cuerpo para satisfacer un deseo incontenible. Y no le gustaba. No le gustaba nada porque él no había perdido el control con una mujer desde que era un adolescente y recordar ese tiempo, cuando había sido un juguete para una mujer madura, hizo que sintiera un escalofrío de revulsión.

–Solo ha sido un beso –dijo Pixie con voz temblorosa. Aunque se sentía absurdamente decepcionada ante tan abrupta interrupción.

–Estaba dispuesto a hacerte el amor ahora mismo –murmuró Apollo con los dientes apretados. Estaba furioso porque durante unos momentos de salvaje excitación había olvidado quién era y por qué estaba con ella.

Y la cuestión era el acuerdo, se recordó a sí mismo. La cuestión era cumplir con las condiciones del testamento de su padre, que prácticamente lo condenaban al matrimonio y a la paternidad.

–¿Aquí, en el coche? –exclamó Pixie, atónita–. ¿Lo hubieras hecho?

Esos ojos verdes rodeados de largas pestañas negras le decían que sí lo hubiera hecho y que seguramente no habría sido la primera vez. Eso hizo que pusiera los pies en la tierra. Ella era virgen y él un mujeriego que, por supuesto, tendría grandes expectativas y menos límites que cualquier otra persona. Se preguntó entonces cuántas veces un primer beso habría llevado a un encuentro sexual y sintió un escalofrío de repulsión.

Pensando que había mostrado una debilidad que no deseaba revelar ante nadie, particularmente una mujer, Apollo se encogió de hombros.

–Sospecho que vivir conmigo va a resultarte sorprendente. Me gusta el sexo y me gusta a menudo. Considerando nuestra situación, es muy positivo que nos encendamos el uno al otro de este modo.

Pixie intentó apartarse de modo imperceptible.

«Me gusta el sexo y me gusta a menudo».

Era un anuncio aterrador para una mujer tan inexperta como ella. Su mayor secreto, que ni siquiera Holly conocía, era que nunca había deseado a un hombre. Siempre había sido recelosa e inhibida. Normalmente, en cuanto un hombre empezaba a tocarla quería que parase, pero, por alguna razón, no sentía ese miedo con Apollo y eso la preocupaba. Aunque era lo mejor porque tendrían que consumar el matrimonio para concebir un hijo.

Llegaron a un moderno edificio de oficinas, pero antes de bajar de la limusina Apollo se volvió hacia ella para decir:

–Tiene que parecer que estamos planeando un matrimonio de verdad –le advirtió–. No debes mencionar las deudas de tu hermano ni nada que tenga relación con ellas.

–Muy bien –murmuró Pixie, insegura.

–Solo tienes que firmar el acuerdo de separación de bienes y una cláusula de confidencialidad. Tu abogado te aconsejará lo que debes hacer.

–¿Mi abogado? Pero yo no puedo pagar…

–No te preocupes por eso. Para que el acuerdo sea legal debes tener un abogado –le explicó él–. Yo sé mucho sobre el tema porque todas las mujeres de mi padre firmaron uno de esos acuerdos, aunque la mitad de ellas intentaron anularlo durante las negociaciones del divorcio.

–Yo no tengo intención de anular nada –murmuró Pixie–. Siempre cumplo mi palabra.

–Entonces actúa como una novia de verdad, no alguien a quien he contratado –le aconsejó Apollo.

–¿Y cómo se porta una novia de verdad?

–No lo sé, nunca he tenido ninguna, solo compañeras de cama –admitió él, tomando su mano para salir de la limusina.

–¿Nunca? –repitió Pixie, incrédula.

–No, nunca. Pregúntate cómo se comportaría una novia de verdad y hazlo.

 

 

Una hora después, sentados frente a una larga mesa de juntas donde los dos equipos de abogados discutían, a menudo empleando términos que ella no entendía, Pixie hizo caso del consejo de Apollo y actuó como lo haría una novia de verdad, dejando a todos en silencio.

–¿Quieren decir que yo recibiré una penalización económica si soy infiel, pero Apollo se iría de rositas? Eso no es justo y no estoy dispuesta a aceptarlo.

Las mujeres de su padre nunca habían discutido esa cláusula, pensó Apollo, sorprendido. No solo había subestimado la inteligencia de Pixie sino sus valores. Y lo lamentaba por ella, pero no pensaba serle fiel. Sería discreto, por supuesto, pero no fiel porque solo una vez en su vida había sido fiel a una mujer y el recuerdo de su traición lo hacía sentir como un idiota.

–La fidelidad no es un concepto negociable –anunció Pixie con voz firme.

Todos los hombres de la mesa la estudiaron como si acabase de aterrizar allí con una espada justiciera.

–Si Apollo me es infiel, tendrá que sufrir por ello –siguió, satisfecha, preguntándose por qué Apollo no parecía contento al ver que se comportaba como lo habría hecho una verdadera novia.

Apollo la estudiaba con gesto de extrañeza. ¿Era una argucia para incrementar el acuerdo de divorcio? Tenía que tratarse de dinero, razonó. Pero cuando Pixie lo fulminó con sus ojos grises como rocas volcánicas se dio cuenta de que el asunto de la fidelidad era algo de lo que nunca habían hablado.

Apollo sugirió que los dejasen solos y cuando los abogados salieron de la sala de juntas la estudió en silencio durante unos segundos.

–No tenía intención de ser fiel –admitió.

–Entonces no hay acuerdo, lo siento. No estoy dispuesta a acostarme con un hombre que se acuesta con otras mujeres –anunció Pixie con tono disgustado.

–Olvidas que esto es un simple acuerdo conveniente para los dos. Aunque es un acuerdo extraordinario, debo reconocerlo.

–No puedes acostarte con otras mujeres mientras te acuestas conmigo –insistió Pixie–. Es inmoral y me niego a tomar parte en algo así.

Apollo nunca se había encontrado en una situación similar. Cuando estaba a punto de dar el primer paso hacia su objetivo de conseguir lo que era suyo, aquella mujer empezaba a poner barreras…

–Intentaré ser fiel –anunció con voz ronca.

Pero Pixie estaba decepcionada con él. Apollo no la quería y ella no lo quería a él, pero le parecía razonable esperar que al menos la tratase con respeto.

–Nadie creerá que es un matrimonio de verdad si sigues actuando como un mujeriego –le espetó.

Apollo la miró con un brillo de ir a en los ojos. ¿Y por qué? Solo había dicho la verdad. Por fin, firmaron el acuerdo, incluyendo un apéndice que decía que el novio intentaría ser fiel, y los abogados se despidieron.

Era un alivio para Apollo saber que se iría a Atenas esa noche. Vito le había advertido que Pixie podía ser cabezota y difícil, pero había olvidado esos defectos en su prisa por casarse y solucionar el asunto de la herencia.

¿Cómo podía ser tan ingenua y poco razonable como para exigirle fidelidad cuando sabía que era un mujeriego?, se preguntó. Pero había prometido intentarlo y lo haría porque era un hombre de palabra. Y, en cierto modo, debía reconocer que esa exigencia hacía que la respetase más. Pixie tenía valores y nada de lo que él pudiera ofrecerle haría que les diese la espalda.