Salomon tenía doce años cuando murió. Nuestra profesora, la señora Kräling, nos había anunciado un día que Salomon estaba enfermo y que por eso estaría unos días sin venir a la escuela. Más adelante nos informó de que el pobre Salomon no mejoraba y que la enfermedad que sufría era más grave de lo que parecía. Jonas preguntó si le podíamos ir a ver a su casa, y la profesora dijo que Salomon no estaba en su casa (vivía en la calle Skalitzer, en mi barrio), sino en el hospital de la Charité, y que no creía conveniente que lo visitáramos. Nos propuso que le hiciéramos unos dibujos y que ella se encargaría de enviárselos a su familia.
Yo dibujé el recuerdo más alegre que tenía de él: la tarde que fuimos a ver jugar al Hertha, el equipo de fútbol de primera división de nuestra ciudad. Pinté el campo de césped verde, puse a dos o tres jugadores, al portero, y sobre todo al público. Centenares de bolitas que representaban a los espectadores, y especialmente tres bolitas, que destacaban entre todas porque tenían todos los detalles y representaban a los tres amigos que habíamos ido aquella tarde a ver el partido: Udo, Salomon y yo. A Udo lo dibujé con la cabeza rapada y una peca en la mejilla; a Salomon le puse el pelo rizado y las gafas, y a mí me pinté un poco más oscuro de piel. Por si no quedaba claro, escribí nuestros nombres encima de cada cabeza.
No supimos más de los dibujos. Si los había podido ver, si le habían gustado o qué había hecho con ellos. Halima suponía que los médicos del Charité le habrían permitido clavar con chinchetas todos los dibujos en la pared de la habitación de Salomon, de manera que pudiese verlos siempre que quisiera. Mi madre me dijo que a lo mejor sí, o a lo mejor no.
—Si tienen al pobre angelito en la UCI, allí no te dejan colgar nada.
Una tarde, la profesora Kräling, muy afligida, entró en el aula de inglés y le pidió a Miss Taylor que interrumpiera la clase y fuera a la sala de profesores, porque quería hablar con nosotros. Nos pidió que cerrásemos las libretas y que tomáramos una hoja de papel y un lápiz.
—Salomon ha muerto este mediodía en el hospital —anunció—. Su corazón enfermo ha dejado de latir. A veces el corazón se cansa de luchar y dice basta. Estoy convencida de que Salomon luchó encarnizadamente contra su enfermedad, pero desgraciadamente ella le ha ganado la partida.
Se oyeron algunos llantos, y unos suspiros, pero en general la clase escuchó las palabras de la profesora con un silencio respetuoso.
—Me gustaría que mañana habláramos de la muerte, y que recordásemos a nuestro compañero Salomon. Pensad en ello, comentadlo en casa con vuestros padres… Pero ahora creo que sería positivo que dierais rienda suelta a vuestras primeras impresiones sobre este hecho tan triste. No volveremos a ver a Salomon, pero hemos compartido muchas cosas con él. Lo que escribáis ahora, no tenéis que dármelo. Quiero que lo guardéis en el cajón de vuestra mesa para poder hablar de ello mañana.
—¿Qué tenemos que escribir, profe? —preguntó Gabi, que siempre se avanza a los acontecimientos, pendiente como está solo de las notas.
—Pues quiero que escribáis cómo entendéis vosotros la muerte. Qué os inspira. Cómo os afecta, por ejemplo, la muerte de Salomon. Qué sentís. Si os duele más no poder volver a hablar con él, por ejemplo, o la tristeza de su familia. También me gustaría que escribierais un deseo, el primero que se os pase por la cabeza.
—¿Un deseo?
—Sí. Ahora que sabéis que Salomon ha muerto, ¿qué deseáis? ¿No morir vosotros? ¿Que no se muera alguien de vuestra familia que está enfermo?
Aún conservo aquella redacción improvisada que hicimos con la señora Kräling el día que murió Salomon:
«La muerte es algo muy triste. Yo era amigo de Salomon y ahora ya no podré serlo más, porque Salomon ya no jugará con nosotros ni vendrá a la escuela. Su familia debe de estar muy triste, porque han perdido a su hijo. Si yo voy a echarle de menos, seguro que ellos aún le van a echar mucho más de menos. También pienso que todos tenemos que morir (vaya, estoy seguro de eso), pero no ahora, que somos niños, sino más adelante, cuando seamos ancianos y estemos viejos y enfermos. Cuando se muere un anciano, no da tanta pena. Bueno, si es un anciano de la familia, sí que da más pena. Mi deseo es que Salomon resucite».
La primera vez que Salomon se me apareció en estado de resurrección (yo lo llamo así porque no se me ocurre otra expresión, y porque así es tal y como lo expuse en mi redacción para la profesora Kräling) fue tres días después de su muerte.
Yo había salido del colegio e iba caminando por la calle Oranien haciendo rodar una piedra a base de puntapiés. De pronto oí que alguien me llamaba desde un portal. Al darme la vuelta, descubrí que era Salomon. Tardé unos segundos en razonar que él no podía ser, porque estaba muerto. Se le parecía mucho, sí. Se le parecía absolutamente. No me había llamado por mi nombre, sino por mi apodo, factor que confirmaba más la sospecha de que era él, vivo o muerto y resucitado, pero él.
—Flipas, ¿verdad? —me dijo.
—Flipo. ¿Eres tú? ¿Estás vivo?
—No. Resucitado. Bueno, convertido en una especie de espíritu o aparición. Pero no me llames fantasma. Odio la palabra fantasma.
—¿Y…, y có… cómo ha sido? Es…, es tan extraño… —balbuceé, completamente descolocado.
—Ni idea. No sé dónde estaba hace tres minutos. De pronto estaba aquí, esperándote. Sabía que querías verme. Mira qué cosas. ¿Tú crees que la gente también puede verme?
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que a lo mejor solo me ves tú.
Había mucha gente caminando por la calle Oranien. No pude comprobar si lo veían o no. De hecho, no tenía nada de extraño ver a dos chavales hablando a pie de la calle.
—¿Qué te parece si me pongo a bailar o hago el loco en la acera? ¿O si me tumbo en el asfalto por donde circulan los coches?
—¿Y si te atropellan?
Salomon, de estatura más bien baja, con gafas redondas y el pelo rizado, hizo las dos pruebas. Yo lo veía bailar como un desesperado delante de la frutería que estaba en el chaflán con la calle Adalbert, pero nadie le hacía caso. El propietario de la tienda, el señor Mohamed, me miraba a mí, quieto como un pasmarote delante de una montaña de berenjenas, pero parecía que no se daba cuenta de que otro chico estaba haciendo el tonto delante de él.
—Chaval, ¿cómo están tus padres? —me preguntó el frutero.
—Bien. Todos bien, gracias.
—¿Quieres comprar algo? —me preguntó después, viendo que no me movía.
—No, nada, gracias.
Salomon estaba tumbado en el suelo partiéndose de risa y gritando como un loco. Paró de golpe.
—¿Qué?
—No te ven —le confirmé.
—¿Qué dices, chico? —me preguntó el señor Mohamed.
Pensé que ni lo veían ni le oían. Caminé unos metros calle abajo y Salomon me siguió.
—Ahora voy a tumbarme en medio de la calle.
Dicho y hecho. Cuando me di la vuelta, ya estaba estirado en la calzada. El autobús 29, que hace esta ruta, le pasó por encima, y Salomon se levantó enseguida sin un solo un arañazo.
—Flipante, ¿no?
Estoy convencido de que alguien (Alá, Dios, algún ente desconocido…, o bien alguna misteriosa relación entre las fuerzas del universo y yo) leyó mi redacción y me concedió mi deseo. El caso es que tengo un amigo resucitado que se llama Salomon. Se me aparece a menudo. Hace un año que murió para los demás, pero no para mí. Parece increíble, pero es así.
Con el paso del tiempo, he entendido que Salomon no es consciente de su realidad cuando no está conmigo. O sea, no sabe dónde vive, ni qué hace cuando yo estoy en clase, o cosas así. Solo tiene plena conciencia de su cuerpo y de su mente cuando yo estoy delante, cuando está conmigo. La verdad es que nunca he hablado con nadie de ello. Bueno, sí, con la tía Jasmin.
—Dile que venga a verme un día. Venid juntos. Si se queda más tranquilo, hacedlo cuando tu tío y tu prima no estén.
—Pero seguro que no lo podrás ver ni oír, tía. Solo yo puedo verlo en su forma corpórea. Solo a mí se me ha otorgado este don.
—Eso está por ver. ¡Vaya una soy yo! A mí también me ha caído del cielo un don muy especial, ¿no te parece?
Sin embargo Salomon aún no ha encontrado el momento para ir a conocer a mi tía.
—Ay, no. A mí esas cosas de monstruos y fantasmas me dan mucho yuyu.