Recogimos a mamá y a mi tía, que continuaban charlando por los codos sentadas en la terraza de la cafetería. Debían de estar contándose algún cotilleo interesante porque ninguna de las dos hizo ningún comentario, y ni tan siquiera se sorprendieron cuando Kima les relató que un tendero nos había obsequiado gratis con una camisa y un collar.
—Qué bien, niños. A eso se le llama tener suerte —dijo mi tía, y enseguida llamó al camarero, sacó su monedero del bolso, se puso la chaqueta y se levantó de la silla, todo a la vez, sin perder el hilo de lo que le estaba contando mi madre.
De regreso a casa, Kima y yo íbamos detrás de las dos mujeres. Yo balanceaba la bolsa de plástico con la camisa, cuando me di cuenta de que alguien nos seguía. Se trataba de dos hombres y una mujer que caminaban detrás de nosotros. ¿Y qué tiene eso de especial?, os debéis de preguntar. Pues pensé que nos seguían a cierta distancia porque:
a) Los había visto, inmóviles, cerca de la mesa de la cafetería, mientras mi madre y mi tía pagaban la cuenta.
b) Los volví a ver cuando avanzábamos por la calle Alemdar.
c) Seguían todavía nuestros pasos en la calle Yerebatan.
d) Doblaron a la derecha, como nosotros, en Kabasakal.
e) Estaban en la puerta cuando salimos de la mezquita de Santa Sofía.
¿Y por qué me fijé en ellos?
a) Porque no nos quitaban la vista de encima.
b) Porque el hombre mayor llevaba un pájaro en el hombro.
c) Porque la mujer, aunque iba con chador, llevaba unas gafas de sol muy modernas.
d) Porque el segundo de los hombres era el hijo del tendero.
Hasta que no salimos de la mezquita no le dije a Kima, en un murmullo y pidiéndole que disimulara, que tres personas, entre ellos el joven que nos había obsequiado con la camisa y el collar, nos seguían desde la plaza del bar. Lo de disimular Kima no lo hace muy bien: de golpe se dio la vuelta para mirarlos. Y entonces los tres perseguidores, atrapados in fraganti y sin esperárselo, se echaron atrás, evidentemente desconcertados, y se metieron por un callejón lateral.
—Pues si nos seguían, ya han dejado de hacerlo —dijo Kima.
Durante el resto del trayecto, fui dándome la vuelta y, efectivamente, no los volví a ver.
En casa, mi padre, mis tíos, mi tía y mis primos se mostraron más receptivos cuando les contamos el episodio de la tienda. Mi abuela fue la única que puso objeciones.
—¿Y lo habéis aceptado? ¿Qué os he dicho centenares de veces? No habléis con desconocidos. No aceptéis regalos —refunfuñó mientras se acercaba la camisa a la nariz y la olfateaba—. Hay mucha gente malvada en el mundo que se aprovecha de los niños.
Por el contrario, los otros celebraron nuestra suerte y me obligaron a ponerme la camisa para ver cómo me quedaba.
Aquella tarde, mis primos Kasim y Serdar pidieron permiso a sus padres para llevarme a jugar al fútbol al patio de la escuela, que estaba en el barrio.
Menuda sorpresa me llevé al encontrar plantados en la acera de enfrente de la casa de mi abuela a mis tres perseguidores. Mis primos no se dieron cuenta, claro. El hijo del tendero me saludó con una inflexión de cabeza, y yo le correspondí. La mujer fumaba un cigarrillo y me sonrió. El tercer hombre ya no llevaba aquel pajarraco en el hombro.
Seguí a mis primos calle abajo, y enseguida comprobé que aquellas tres personas nos seguían. Estuve tentado de dar marcha atrás, subir al piso y decirle a mi padre que tres tipos nos seguían, pero no lo hice. ¿Por qué? Pues porque no hubiera sabido qué decirle. Y porque no hubiera podido responder a todos los porqués que él me habría formulado. Y porque mi abuela se hubiera agobiado y hubiera conseguido, con su alarmismo habitual, que no me dejasen salir de casa ni tan siquiera para ir a la escuela de mis primos a jugar al fútbol. Además, el hecho de que a uno de ellos lo conociese (el hijo del tendero, del cual podía decir, sin duda, quién era y dónde tenía el establecimiento) y de que otro fuese una mujer me daba confianza.
Siempre pienso que una mujer no te puede hacer daño. Y sí, seguro que hay mujeres malvadas en el mundo, pero siempre he creído que donde hay una mujer hay criterio, responsabilidad, bondad, entendimiento y negociación. Salomon, uno de los días que hablábamos, ya en estado de resurrección, me dijo que esta idea de la bondad de las mujeres me venía de pensar en ellas como madres protectoras.
—Una mujer tiene el instinto de preservar la especie. Una mujer no hace daño por el simple hecho de hacerlo. Una mujer no ataca si no tiene un motivo, y normalmente lo hace para defenderse. Fíjate en los asesinos en serie, tanto los reales como los de película: casi todos son tíos. Tíos que matan por matar, por el simple placer de hacer el mal, por egoísmo. Una mujer nunca lo haría. Seguramente antes sopesaría las razones y, al final, no lo haría.
Yo opino como él. Imagino que una mujer se compadecería de mí. Incluso aquella de las gafas de sol y el cigarrillo en la mano. Si sus compañeros fuesen unos peligrosos asesinos psicópatas, ella no colaboraría ni los apoyaría. Ella me salvaría. Sería como mi madre, mi hermana, mi abuela, y no permitiría que sus compañeros me hiriesen.
Total, que manteniendo la distancia, pero sin ningún afán de esconderse o de disimular, como durante la persecución del mediodía, el trío llegó al patio de la escuela, entró en él detrás de nosotros, y se sentó en un banco de piedra pegado a la pared que recorría el perímetro de la fachada. No estaban solos: había otros hombres y mujeres, seguramente los padres y las madres, o hermanos o tíos de los chicos que jugaban en el campo de fútbol.
Jugué un buen rato. Incluso me olvidé de la presencia de los espías, pendiente como estaba de robar la pelota a los del equipo contrario. Cuando Kasim propuso una pausa para ir a la fuente a beber agua, el tendero joven se me acercó de una manera natural.
—¿Qué, chaval? ¿Qué te han dicho en casa de la camisa nueva?
Contesté que les había gustado mucho y que me la habían hecho probar de nuevo para ver cómo me quedaba. A continuación me atreví a preguntarle qué hacían allí y por qué me seguían. También quise saber quiénes eran los otros dos que lo acompañaban.
—La mujer es mi hermana —la señaló con el brazo, y ella, sin moverse del banco, movió con un gesto la cabeza—, y el otro es mi tío. Es hermano de mi tía, la que vivió en Berlín, ¿te acuerdas? Él también vivió allí. Con su hermana.
—¿Y qué queréis de mí?
—Queríamos hacerte unas preguntas… sencillas.
—Unas preguntas… ¿sobre qué? —indagué, arrugando las cejas.
—Sobre Berlín. ¡Unas preguntas sencillas sobre Berlín! —exclamó, extrañamente satisfecho.
Mi primo se nos acercó. Sentía curiosidad por mi charla con el desconocido. Seguro que mi abuela le había advertido un montón.
—Este hombre es el tendero que me ha regalado la camisa esta mañana. Dice que me quiere preguntar no sé qué sobre Berlín.
—Ah —dijo Kasim, encogiéndose de hombros, y enseguida fue de nuevo hacia el campo, donde la pelota ya rodaba de un pie a otro.
La tranquilidad con la que mi primo había tomado la intromisión del tendero me alivió, y por eso, al invitarme a seguirle con un amable gesto del brazo, lo acompañé hacia el banco.
Los otros dos se levantaron al acercarme yo y, con cortesía, como si yo tuviera treinta años y no trece, alargaron su mano para estrechármela. Al dármela, los dos hicieron una especie de genuflexión, casi una reverencia.
—Le he contado ya al chico que sois mi hermana y mi tío, el que vivió en Berlín —comenzó el tendero.
—¡Claro, yo viví en Berlín! —se apresuró a confirmar el hombre, que debía de tener unos cincuenta años y sonreía exageradamente, como si hiciese teatro—. ¡Berlín es una ciudad maravillosa! ¡Hay un montón de… berlineses en Berlín!
—Buenas tardes, guapo —me saludó la mujer, que se había quitado las gafas de sol y se las había guardado en el bolso; tenía unos ojos verdes preciosos.
—Venga, siéntate —me propuso el tendero—. Si no te molesta, te haremos unas sencillas preguntas. No te costará nada responderlas, ya lo verás.
No me acababa de fiar del todo, naturalmente. No me podía imaginar qué tipo de «sencillas preguntas» tenían que hacerme aquellas tres personas a las que no conocía de nada y que me abordaban en un patio de una escuela en Estambul. Lo que estaba claro era que tenían prisa por hacérmelas, como si… les fuera la vida en ello.
—No acabo de entender qué tipo de preguntas tengo que responder —dije a la defensiva.
—¡No es un examen! —dijo quien decía ser el tío—. ¡No vamos a preguntarte nada de geografía ni de matemáticas!
Aquel hombre me ponía de los nervios; era de los que quieren hacerse los simpáticos, pero no tienen ninguna gracia.
—¿Has oído hablar del Gran K? —preguntó la chica, mirándome fijamente.
Esta pregunta sí que me sorprendió. Evidentemente, yo no había oído hablar nunca del Gran K ni sabía qué diablos era el Gran K. Me sorprendió porque me esperaba alguna cuestión sobre Berlín: si conocía tal calle o si conocía a tal persona.
—No sé qué es eso —les dije.
—No es una cosa —me corrigió la chica tiernamente—. Es una persona —se lo pensó un poco y se aclaró la garganta antes de matizar—. Bueno, algo parecido a una persona.
—Pues no sé quién es.
—¿Nunca has oído hablar de él?
—En mi vida. ¿Vive en Berlín?
Los tres se quedaron perplejos con mi pregunta. Se miraron los unos a los otros con los ojos fuera de las órbitas.
—¿Por qué has preguntado eso? —quiso saber el tío.
—No lo sé —respondí, y dirigiéndome al tendero—: Tú me has dicho que me harías preguntas sobre Berlín. Por eso he preguntado si esa persona es de Berlín.
Respiraron aliviados con mi explicación. Yo no entendía nada de lo que pasaba.
—No sabemos si vive en Berlín —continuó la chica—. De hecho, este…, esa persona es turca. Pensábamos que a lo mejor tú habías oído hablar de ella…
—Pues no. No sé quién es.
—Ahora viene otra pregunta sencilla —dijo el tío—. Sobre tu tía.
—¿Qué tía?
—Me han dicho que tienes una tía en Berlín…
—Sí, señor —confirmé.
—¿Tu tía es… normal? Quiero decir…, ¿es una mujer normal y corriente?
Me quedé mirándolo atentamente. Traté de esconder mi desconcierto, aunque supongo que lo hice fatal: capté una sonrisa cómplice que se dibujaba en los labios de los tres.
—¿Qué entiende usted por normal? —desvié la atención a pesar de todo.
—¿Tu tía es… especial? ¿Una mujer que se ha transformado…, por decirlo de alguna manera? —me preguntó la chica.
—¿Que se ha transformado en qué, concretamente? —pregunté, incapaz de disimular mi desasosiego.
—En una…. una fiera, por ejemplo.
—¿Una fiera?
—Una fiera, sí —afirmó la chica con contundencia, y después de una pausa añadió—: En un animal, en una especie de monstruo. La pregunta es sencilla. Te habrías dado cuenta si tu tía hubiera sufrido una transformación, ¿no te parece? Una transformación tan… espectacular, quiero decir.
—¡Una fiera! ¡Mi tía, una fiera! —exclamé alegremente, palmeando mis piernas con la mano, como si me hiciera mucha gracia—. ¡Pues creo que me hubiera dado cuenta! ¡Claro que me hubiera dado cuenta!
Ellos también se rieron. Pero inmediatamente decidí que no podía hablar más. Paré de reír en seco.
—Pues no. Mi tía es una mujer normal y corriente. Tiene un trabajo. Tiene un piso. No me parece ninguna fiera.
Ellos también cambiaron su semblante: de pronto eran tres personajes siniestros, serios, que no estaban para bromas, que me observaban con recelo.
—Mientes —dijo el tendero.
—Tu tía es un monstruo —afirmó la chica.
—No intentes confundirnos, chaval —añadió el tío.
—Sabemos quién eres. Todo encaja —habló el tendero—. De dónde vienes, tu edad, la marca en tu espalda…
—¿Qué marca? ¿Qué dice? —quise saber.
—Te la hemos visto este mediodía, en la trastienda, cuanto te has probado la camisa. Tienes la señal en la espalda, a la altura de los riñones.
Tengo una marca en la zona lumbar. La tengo desde que nací. Mide unos cinco centímetros, es de color marrón oscuro y tiene forma de serpiente estirada con la cabeza alzada. De pequeño, pasé por tres médicos de la piel, tres dermatólogos, porque mi madre no estaba muy convencida de que aquella mancha fuera inofensiva. Hasta que los tres no me analizaron el tejido y confirmaron que no era nada, una simple alteración del pigmento cutáneo, mi madre no se quedó tranquila.
—¿Qué tiene que ver mi mancha con esto? —me levanté de un salto, un poco asustado.
—Siéntate, si quieres que te lo contemos —me ofreció el tendero.
—¿Que me contéis qué?
—Que te contemos quién eres en realidad, y tu relación con el Gran K.