14. Los especialistas

Aún faltaban dos semanas para que comenzara las clases y los días de verano, soleados y larguísimos, propiciaban que los berlineses pareciesen otro tipo de personas. La gente salía a la calle, las terrazas de los bares y los restaurantes estaban a rebosar, los turistas disparaban con sus cámaras en todas las esquinas y monumentos, y los parques estaban llenos de gente medio desnuda tomando el sol.

Mis amigos y yo salíamos a jugar todo el día. Procurábamos no ir a los parques, porque Josef, el medio hermano de Kabul, se volvía loco con tanta mujer semidesnuda, aunque muchos días Kabul excusaba su presencia.

—Ha salido muy pronto de casa. Dice que recorre una ruta especial por los parques del barrio. Mi madre tiene que esconder la cámara digital, porque si no, se la lleva, y en dos ocasiones mi padre ha tenido que ir a la policía para recuperarla.

—¿La pierde?

—¿Cómo? No. Se la requisan. Las mujeres ponen denuncias, cansadas del montón de fotos que Josef toma sin su permiso. Yo he visto alguna de estas fotos. Son primeros planos de delanteras y traseros. Josef no sabe utilizar el zoom: se acerca tanto a la mujeres que no me extraña que las asuste. Y menos mal que no tiene móvil.

Mientras jugábamos al fútbol, o íbamos a la piscina de la calle Prinzen, no me podía quitar de la cabeza la historia de los alfabetistas y el Gran K. Cuando pensaba en ello, me aterrorizaba la idea de que el terrible personaje estuviera espiándome esperando el momento de secuestrarme para convertirme en una bestia o directamente eliminarme. No había hablado de ello con nadie, a excepción de mi tía Jasmin. La segunda vez que la visité después de regresar de Estambul, me preguntó si tenía novedades y si ya había pensado en formar el grupo de especialistas. Le tuve que responder negativamente a las dos cuestiones.

—Que continúe así. No necesitaremos el comando si el siniestro personaje no da señales de vida. ¡Que por muchos años puedas responder no a las dos preguntas, cariño!

Todas las noches, cuando ya estaba en la cama, no dejaba de repetirme que todo aquello era un disparate; que aquellos turcos alfabetistas eran unos zumbados; que seguramente me habían confundido con algún otro; que el Gran K era una paranoia que ellos mismos se habían metido en la cabeza; y que yo era, a mis trece años, un chaval aprensivo, inseguro e iluso. ¡Todo era tan inverosímil! ¡Tan increíble!

Debía de hacer a una semana de nuestro regreso a Berlín, cuando se me apareció Salomon. Se hizo corpóreo mientras volvía a casa en metro, al salir de la piscina. En la parada Kottbusser Tor, Salomon subió al vagón donde yo viajaba con la toalla de baño colgando del hombro y el pelo todavía muy mojado.

—¡Qué envidia, chico, poder ir a la piscina! No sé qué pasa con el agua, pero este estado de resucitado no me permite gozar del agua de ninguna de las maneras. Me he tirado incluso al río Spree desde el puente Oberbaum, pero ni con esas. ¡No noto el agua! ¡Ni la de la ducha ni la de la piscina ni la del río!

—¿Así que nunca te lavas?

—¿Es que huelo mal? —me preguntó mi amigo, preocupado de repente y oliéndose la axila.

Bajamos en la siguiente parada, Görlitzer Bahnhof, porque tenía que pasar a recoger la carne que mi madre había encargado por teléfono en la tienda del señor Kerem. Mientras caminábamos, Salomon me preguntó cómo me había ido por Estambul y yo, convencido de que mi amigo no se lo contaría a nadie, ya que no hablaba con nadie, le confesé mi encuentro misterioso con los alfabetistas y la historia del Gran K. No se lo podía creer.

—¿Estás seguro de que no te has trastocado, chico? —me pregunto—. ¿No habrás estado fumando con tu amigo punk?

Porque, aprovecho para decirlo ahora, de vez en cuando coincidía con Thomas, el de la casa okupa, ya que lo habían vuelto a admitir en la comunidad de jóvenes punkis de la calle Oranien. Solíamos hablar un rato cuando me lo encontraba. Estaba como una regadera, pobre Thomas, pero era un buen chaval, quizá un poco descentrado, como decía mi madre. Me invitaba al bar de la casa que él y sus colegas ocupaban y me traía una Coca-Cola de la nevera. Él se bebía una cerveza y fumaba mientras me contaba sus problemas con la gente, los dos sentados en aquellas deterioradas mesas del bar.

—¡Soy anarquista! ¡Y un anarquista que se precie no tiene que ganar ni un euro! Yo no quiero un sueldo por atender el bar, ¿sabes lo que quiero decir? Yo exijo que me alimenten y que me dejen dormir, pero ellos dicen que no, que si quiero dormir en la casa, tengo que pagar un alquiler. Entonces les digo que no tengo dinero para pagarlo, y ellos dicen que precisamente por eso me quieren pagar un sueldo como camarero del bar. Y yo digo que paso de cobrar, que soy un anarquista… Total, que no nos entendemos. Acabo enviándolos a la porra y ellos me echan de la comunidad. Ponen un camarero nuevo, o una camarera, y al cabo de dos días vienen a buscarme porque dicen que yo lo hago mejor: que soy simpático con la clientela y lo dejo todo limpio como una patena. En cambio, los tipos que contratan son unos inútiles, unos borrachos y unos ladrones que meten mano en la caja… ¿Tú no querrías trabajar en el bar?

—Mi madre no me dejaría… Además es ilegal: soy un menor, solo tengo trece años. Y no soy punk.

—Eso es verdad —reconocía, y se quedaba pensando un rato frotándose su brillante cabeza tatuada con una telaraña—. ¿No quieres dar una calada al cigarrillo?

—No. Solo tengo trece años y no fumo.

—¡Puñetas! ¡A todo dices que no, tío!

A Salomon le parecía extraño que me entendiera tan bien con aquel tipo tan corto de luces, y por eso me preguntó si la influencia de Thomas no sería la razón de que yo me creyera la historia de los alfabetistas.

—Lo más fuerte de todo —seguí a lo mío— es que mi tía tiene una pista. El día antes de convertirse en monstruo habló con un hombre con quien no había hablado nunca. El hombre la abordó en el autobús con una excusa muy extraña. Mi tía está convencida de que ese individuo podría ser el Gran K y que aprovechó el contacto para echarle una maldición y hechizarla…

Salomon me escuchaba por fin con atención. Juntos entramos en la tienda del señor Kerem y, mientras me iba a buscar el encargo de mi madre, vi cómo Salomon intentaba robar un paquete de chicles.

—¡Diablos, no puedo! ¿Lo ves? —me decía—. Intento agarrarlo con la mano y mira… ¡Nada, como si mi mano fuese transparente! ¡Como si no tuviera mano!

—Es que no tienes, Salomon. Ni manos ni pies ni nada.

—¡Eso es lo que me da rabia! Siendo invisible podría robar cualquier cosa, pero, sin consistencia, ¡no puedo agarrar nada!

—¿Me decías algo, guapo? —me preguntó la mujer del señor Kerem, que me vio hablando solo.

Cuando salimos, mi amigo me propuso sentarnos en la Mariannenplatz para acabar de escuchar la historia.

—¿Y cómo era ese hombre que se encontró tu tía antes de convertirse en bestia?

—Resulta que aquel día mi tía Jasmin fue a visitar a un pariente del tío Abdul en Pankow. Fue en metro hasta la Pankstrasse y allí tomó el bus 27. Me dijo que hay muchos turcos en Pankow y que, por eso, no le extrañó que aquel hombre que se había sentado a su lado le hablara. Le preguntó si, por casualidad, pertenecía a la familia de los Gezgin y ella dijo que sí, que era una de las hijas del abuelo Gezgin. El hombre le aclaró que le sonaban sus facciones y que había sido muy amigo de su padre en Çubuk. «¡Qué casualidad encontrarla aquí!», se ve que le dijo aquel tipo. Charlaron durante el trayecto. Después, mi tía bajó en la parada que le tocaba y aquel hombre le estrechó la mano para despedirse. Cuando regresó a casa, llamó a mi abuela de Estambul para darle recuerdos de aquel señor, pero mi abuela no conocía a nadie con el apellido que mi tía le decía: «Pues parecía que él nos conocía bien». Y no le dio más importancia. Seguramente mi abuela, como de vez en cuando se le va la memoria, había olvidado a aquel amigo de su marido. Esa noche se convirtió en un monstruo, y no volvió a pensar en aquel encuentro hasta que yo le conté la historia de los alfabetistas.

—¡Pues necesitamos encontrar a ese tipo!

—No sabemos nada de él. Seguro que se inventó el apellido. Y probablemente había seguido a mi tía desde su casa, así que no hay ninguna garantía de que viva en Pankow, como le aseguró.

—¿Y qué pinta tenía?

—Mi tía Jasmin dice que era un hombre mayor, de unos setenta años. Llevaba una americana y camisa. Nada especial. Usaba gafas y tenía el pelo blanco. Eso es todo.

Salomon movía la cabeza, pensativo.

—Será como buscar una aguja en un pajar… —se lamentó.

—Tal vez no… Si todo es cierto y el hombre existe, pronto lo tendré detrás de mí. Ya te lo he dicho: me busca a mí. Y si encontró a mi tía, me encontrará a mí. Si es que no lo ha hecho ya.

Salomon y yo echamos un vistazo a la plaza. A lo mejor uno de aquellos hombres que paseaban por allí, o uno de los que estaban sentados en un banco como nosotros, o uno de los que miraban por la ventana, o uno de los que estaban en un bar…, quizá uno de ellos era el Gran K.

—No consigo quitármelo de la cabeza —le confesé a Salomon—. Creo que cualquier día de estos se me acercará y me echará el hechizo. Y a lo mejor me convierto en un perro. O vete a saber. Está aguardando el momento para darme caza. Cada mañana me cuesta más reunir fuerzas para salir de casa como si no pasara nada…

—Hoy no tienes que sufrir, no estás solo… Quiero decir que estás conmigo…

—¿Ah, sí? ¿Contigo, que eres una especie de fantasma transparente? ¿Serías capaz de protegerme? ¡Si no puedes ni agarrar un paquete chicles! Mi tía tiene razón: debería buscarme a un guardaespaldas. Mejor aún: a un grupo de guardaespaldas. Unos especialistas, como los llama ella. El problema es de dónde demonios los saco. ¿A quién le puedo pedir ayuda? A cualquiera que le explique mis miedos va a tomarme por loco... Se tiene que estar chiflado para creerse esta historia...

Apenas dije eso, Salomon y yo nos miramos el uno al otro: los dos tuvimos la misma idea.

—¿Ah, sí? ¿Y quién te quiere hacer daño?

Josef, el medio hermano de Kabul, enderezó su espalda y cruzó los brazos delante del pecho, como un fanfarrón de película barata.

—Se trata de una red peligrosa, con un cabecilla sin escrúpulos y poderes mágicos —le conté.

—Pues puedes estar tranquilo, pequeño, que ni los poderes mágicos ni los escrúpulos, que no sé lo que son, tienen nada que hacer contra mis músculos —exclamó Josef—. Yo seré tu guardaespaldas.

Josef y yo nos estrechamos las manos. Me preguntó cuándo tenía que empezar a trabajar, y yo le dije que podía hacerlo desde ese mismo instante. Inmediatamente, puso cara de perro rabioso, frunció las cejas y arrugó la nariz.

—Bueno, no es necesario exagerar —le advertí—, pero sí que conviene estar en guardia.

—¿Cobraré por el trabajo? —me preguntó él, relajándose de repente.

No había pensado que aquel trabajo tuviera que ser remunerado.

—¿Cuánto quieres cobrar? No sé si tendré suficiente dinero para…

—Quiero ir con una de esas rubias altas de la calle Oranienburger. Yo no hablo bien alemán y no me entero. Quiero que le preguntes a una muy guapa cuánto cobra. Y el precio que te diga es lo que yo querré cobrar.

Salomon, que estaba a mi lado, puso los ojos en blanco.

Dos días después todo se precipitó. Fue cuando volvíamos de la piscina por la calle Prinzen. Ya durante el baño, Josef me había seguido como una sombra, dentro y fuera del agua. Yo le había advertido que su hermano Kabul no tenía que enterarse de su trabajo de guardaespaldas, así que Kabul estaba con la mosca detrás de la oreja.

—Josef, ¿qué haces todo el tiempo enganchado a Kamal? ¿No ves que la piscina está llena de chicas en biquini? Venga, déjale en paz y vete a dar una vuelta por ahí.

—No puedo.

—¿No puedes?

—No quiero —rectificó enseguida cuando yo le dirigí una mirada asesina.

—¿Y por qué no quieres?

—Porque…, porque tengo miedo de que se ahogue.

—¿Quién?

—Kamal.

—¡Kamal nada mucho mejor que tú!

—Deja que se quede —le dije a Kabul—. Así me da conversación.

—¿Quién? ¿Josef? ¿Qué tipo de conversación te puede dar un zopenco como él?

Más adelante le supliqué a Josef que disimulara un poco, que no se me pegara como una lapa.

—¡Es que aquí hay mucha gente! ¡Puede estar el tipo que te quiere liquidar! ¡Este sería el lugar ideal para hacerlo!

—En eso tienes razón, pero procura protegerme más sutilmente…

—¿Suti… qué?

—No hay nada que hacer —murmuró Salomon, que estaba sentado al borde de la piscina con los pies en el agua—. De donde no hay, no se puede sacar.

—Y si no te vigilo tanto…, ¿cobraré menos? —quiso saber Josef.

—No, solo faltaría. Cobrarás igual.

—¿Ya sabes cuánto cobraré?

Evidentemente yo no había ido a preguntar a ninguna de aquellas profesionales cuánto cobraba por sus servicios. Las había visto, alguna vez, caminando encaramadas encima de sus altísimos tacones y enfundadas en estrechos vestidos de látex. Kabul me había dicho que algunas no eran chicas, sino chicos disfrazados, y que Josef se llevaría una buena sorpresa si lo supiera.

Yo me preguntaba por qué Josef no se fijaba en alguna chica de nuestra edad y, en cambio, miraba atontado a aquellas mujeres extremadas de plástico. El día que Josef aceptó ser mi guardaespaldas, le pregunté a mi hermana Kima cuánto podía cobrar una de aquellas profesionales. Evidentemente, no se lo pregunté así directamente, sobre todo porque ella se hubiera reído de mí. Lo hice mediante una conversación un poco surrealista que fue más o menos así:

—Kima, ¿tú te dejarías dar un beso por cualquiera?

—¡Ni hablar! ¿Qué quieres decir con «por cualquiera»?

—Quiero decir por un tipo que no conocieras.

—¡Claro que no! ¿Qué porquerías son esas?

—¿Y si el individuo estuviera dispuesto a pagarte algo…?

—Pero, ¿tú eres imbécil o qué? —se enfadó—. ¿Te crees que soy una…, una de esas?

—Estamos hablando hipotéticamente —me apresuré a precisar—. No digo que lo hicieras. Pero si te ofreciesen dinero…, ¿cuánto pedirías por un beso?

Mi hermana me contemplaba como si estuviera hablando con un extraterrestre.

—Niño, tú no estás bien de la cabeza.

—¿Dos euros?

—¿Dos euros? ¡Estás chiflado! Con dos euros no tienes ni para una Coca-Cola.

—¿Tres euros?

—¿El desconocido sería joven o viejo?

—Joven.

—¿Guapo o feo?

—Humm…, joven.

—Seis euros —zanjó Kima dando la conversación por finalizada.

Por eso, aquel día en la piscina del Sommerbad Kreuzberg, pude dar una cifra aproximada a Josef sobre sus honorarios.

—Seis euros.

—¿Seis euros? —se extrañó—. ¿Seis euros?

—¿Te parece poco?

—No lo sé… Mientras tengas suficiente para lo que necesito…

Hicimos una carrera de natación con unos compañeros del colegio que también estaban en la piscina. A las tres de la tarde, mientras nos comíamos los bocadillos sentados en el césped, llegó Leyla con sus amigas. Me saludaron con un movimiento de cabeza y se instalaron cerca. Salomon, con muy poca gracia, preguntó si nos animaríamos a bailar una coreografía de Bollywood subacuática. Cuando Leyla dejó su toalla en el suelo, se puso en pie, me miró significativamente y se subió el vestido que llevaba para quitárselo por la cabeza. Dios mío. Yo creo que lo hizo muy lentamente, como en las películas, para que yo lo viera bien. A cada centímetro de piel que dejaba a la vista, mi corazón latía más deprisa. Se había puesto un biquini de color naranja que le quedaba muy bien con el tono tostado de su piel. Lucía el pelo suelto y un colgante de estilo étnico, con piedras y plumas, que le bajaba casi hasta el ombligo.

—La india de clase cada día está más buena —murmuró Josef.

Josef era como era, pero tenía toda la razón del mundo. De su milagroso bolso, Leyla sacó crema protectora, una gorra, un libro, un bocadillo, una botella de Coca-Cola, una goma para atarse el pelo, un iPod, unos auriculares y unas gafas de sol. Cuando lo tuvo todo bien distribuido encima de la toalla, se dirigió a la piscina. Antes de tirarse de cabeza, me dedicó una última mirada.

—La tía no me quita los ojos de encima —dijo Josef mientras se ponía en pie—. Voy a bañarme.

—Yo también —me apresuré a decir.

Mi guardaespaldas y yo observamos, plantados en el borde de la piscina, cómo Leyla evolucionaba dentro del agua con un estilo crol elegantísimo.

—Si me la puedo ligar, te ahorrarás los seis euros —me dijo Josef antes de tirarse en plan bomba en la piscina.

Yo no me los ahorré y él se ganó una colleja.

—Escucha, Kabul —se dirigió a él Leyla, que llegó toda mojada arrastrando de la oreja al imbécil de Josef—, ya sé que no es culpa tuya que tengas un hermanastro retrasado mental, pero si este tipo vuelve a tocarme, te juro que le pongo una denuncia y no os dejan volver a entrar aquí. ¿Ha quedado claro?

—Buenos días, Leyla —la saludé.

—Hola —me dijo ella, desorientada, y enseguida giró la cabeza hacia su acosador, que se retorcía de dolor con la oreja roja—. ¿Tú también lo has entendido, bruto? No te quiero a menos de cinco metros de mí y de mis amigas.

Kabul contemplaba a su medio hermano haciendo que no con la cabeza.

—¿Por qué demonios me ha tocado a mí este suplicio? —se lamentó.

—Esta chavala hace deporte —dijo Josef frotándose la oreja—. Tiene el trasero más duro que una sandía.

Aquella tarde, pues, volvíamos de la piscina hacia casa. Me despedí de Kabul y Josef en la esquina con la calle Adalbert.

—¿No quieres que te acompañe a casa? —me preguntó Josef.

—¿Qué quiere decir acompañarlo a casa? —preguntó a su vez Kabul, sorprendido de la disponibilidad protectora hacia mí de su medio hermano—. ¿Quizá piensas que Kamal no sabe llegar a su casa solito?

—No te preocupes, Josef —le disuadí—. Ya casi estoy.

—Ten cuidado y no te detengas a hablar con desconocidos —me aconsejó Josef, y fue como oír a mi abuela de Estambul.

—Estoy flipando, Josef —insistió Kabul—. Ni que te hubieras enamorado de él…

Pero maldito el momento en que rechacé los servicios de mi guardaespaldas, porque de repente, cuando ya estaba a punto de llegar a casa, un hombre se plantó delante de mí en la acera, y, abriendo mucho los brazos como si quisiera abrazarme, exclamó:

—¡Ah! ¡Aquí te encuentro! ¡Por fin! ¡Querido sobrino!

Yo no había visto aquel señor en mi vida. No era ningún tío mío, que a mis tíos los conozco bastante bien. Y coincidía con la descripción que había hecho mi tía del hombre que la abordó antes de sufrir el maleficio (unos setenta años, alto, pelo blanco y gafas). Se me puso la piel de gallina: ¡aquel tipo debía de ser el Gran K!

—¡Kamal, Kamal! —continuó exclamando el hombre—. ¿No vas a darme un abrazo? ¿No reconoces a tu tío Omar? Venga, vamos, que te invito a tomar una Coca-Cola.

Paralizado por el susto y con el miedo en el cuerpo de la cabeza a las uñas de los pies, me escabullí de aquel personaje y corrí calle abajo.

—¿Adónde vas? ¿Por qué huyes, querido Kamal?

Sin pensármelo dos veces, entré corriendo en el bar de la casa okupa. Thomas estaba solo, sentado en un taburete detrás de la barra, liándose un cigarrillo. Así, cabizbajo, concentrado en el procedimiento de liarlo, su tela de araña tatuada era como una máscara. Yo me colé detrás de la barra y me agaché a sus pies.

—¡Qué susto, chaval! —gritó, y se le cayó el tabaco, el papel y el filtro—. ¿Qué puñetas estás haciendo aquí?

Temblando de miedo, acurrucado como un gusano a los pies del taburete, le indiqué con gestos que me perseguían, que me salvara, que no podía hablar, que alguien estaba a punto de entrar en el establecimiento.

—Buenas tardes —escuché la voz ronca del hombre que me había abordado en la calle y que, por lo que se veía, hablaba alemán.

Thomas levantó la cabeza.

—Buenas tardes —saludó al recién llegado.

La conversación que mantuvieron la escuché desde mi posición, bajo las piernas de Thomas, detrás de la barra, sin verle la cara a su interlocutor.

—Me parece que he visto entrar a un chiquillo hace un momento —dijo el hombre.

—¿Un chiquillo? ¿Qué quiere decir, abuelo?

—Un chiquillo. Ahora mismo.

—¿Un chiquillo? ¿Aquí? —preguntó Thomas—. Este no es un lugar para niños.

—Estaba en la calle y he visto pasar a mi sobrino Kamal. Iba a saludarlo y me ha parecido que entraba aquí.

—¿Usted cómo va de dioptrías? ¿Hace tiempo que no se ha hecho una revisión? Lo digo porque aquí no ha entrado ningún niño. Esto no es un local para niños —insistió Thomas.

—Pues juraría que…

—Esto es una casa okupa, abuelo. Aquí vivimos jóvenes punkis y rastafaris, ¿sabe a qué me refiero? Nos encontramos aquí para drogarnos y esas cosas viciosas.

—Pues me ha parecido que…

—¡Ay, ya sé qué quiere usted! —dijo Thomas con ironía—. Que esa excusa me la tengo ya muy oída…

—¿Qué excusa? ¿De qué habla?

—No es el primero ni será el último. Que yo ya me conozco el percal, abuelo. Su religión no le permite beber alcohol. Y ahora, con la excusa de la charla…, que si mi sobrinito, que si por aquí, que si por allá…, pues me pedirá un whisky…

—¿¡Pero qué está diciendo!? —el hombre no salía de su asombro.

—Si ya me lo conozco, ya. Que la religión musulmana que practican ustedes es muy restrictiva. Claro que, hecha la ley, hecha la trampa, ¿verdad? Nos tomamos un whisky aquí, en casa del punki este, que le importa tres pepinos…

—No sé adónde quiere ir a parar. Yo solo le decía que he visto entrar…

—…Y nos entonaremos un poco, ¿eh? No, si lo entiendo perfectamente, lejos de la mirada de los talibanes… Mire, le seré franco: a mí los integrismos me ponen de los nervios…

El hombre optó por callar. Murmuró «buenas tardes» y salió del local con el rabo entre las piernas.

—Después, mucho rezar mirando a La Meca —continuaba riñéndole Thomas—, pero cuando hay un vaso de whisky en la mesa… —y a continuación bajó la cabeza y me susurró—. Ya se ha ido. ¿Quién diablos era ese tipo?

Me levanté y comprobé que el Gran K había desaparecido.

—Es una historia delicada y extraña…

—No me digas que quería abusar de ti —Thomas puso cara de asustado—. No te habrá dicho que le enseñes el pajarito…

—No. No es nada de eso.

—Ayúdame a recoger todo esto del suelo. Era el único puñado de tabaco que me quedaba.

Estando los dos arrodillados detrás de la barra, le expliqué brevemente mi historia.

—No entiendo nada de lo que me estás largando. ¿Quería atraparte a ti? ¿Tú, que no has hecho nada y que no vives en Turquía?

—Él piensa que yo soy el que buscan. En Estambul me advirtieron que un tipo de sus características me buscaba y que me haría daño. Y mira por dónde ya me ha encontrado. Ahora no sé qué hacer.

—Me dejas alucinado con esta historia. Y me la creo, ¿eh? Que yo soy muy de historias raras... Oye, ¿y lo saben en tu casa? ¿Ya se lo has dicho a la policía?

—No se lo he contado a nadie. Pensarían que me he vuelto loco. Solo un chiflado se pondría en mi piel.

—Pues yo me pondría.

—Ya. Por eso lo digo.

Cuando Thomas recuperó lo que pudo del cigarrillo, salió de la barra y se sentó a una mesa.

—O sea, que a partir de ahora, estás en auténtico peligro —dijo, resoplando—. Yo que tú me buscaría un guardaespaldas.

—Ya tengo uno. Pero solo me protege en horario infantil.

—Yo te podría ayudar. Somos vecinos, y soy adulto…, al menos legalmente, soy adulto. Suelo estar bastante colocado, pero contra eso sí que no puedo hacer nada.

—¿Sabes conducir? ¿Tienes carné de conducir?

—Sí. Pero no tengo coche. Tenía uno en Attendorn. Era de mi padre. Una noche salí de marcha y ya no lo supe encontrar. Mira que busqué por todas las calles y las plazas del pueblo, pues no hubo manera.

—Lo aparcarías mal y se lo llevó la grúa.

—No, no. Mi padre lo encontró una semana más tarde bien aparcado en un pueblo que estaba a doce kilómetros. No tengo ni idea de cómo recorrí aquella distancia para tomar la última copa. Misterios de la vida.

—El novio de mi prima es taxista. Él siempre dice que conduce muy bien.

—Pues ya está.

—¿Cómo que ya está? ¿Tú crees que el prometido de mi prima se tragaría una historia tan increíble como esta? ¿Y qué hago? ¿Le pido que me haga de taxista para huir de un zumbado que me quiere matar?

—Ya se lo contaré yo, si quieres.

—No, gracias. Todavía sería peor.

—Escucha, guapo: no sé si te das cuenta, pero estás rechazando la ayuda que te ofrezco. Lo que haces es de desagradecidos. En tu situación, y perdona que te lo diga, no estás en condiciones de ir rechazando lo que te ofrezco de corazón. ¿O prefieres ir solo y desamparado por la calle? ¿Prefieres que el tipo ese, el Batman…?

—El Gran K —le corregí.

—Ese mismo…, te pille otra vez y te secuestre y vete a saber si te arranca la piel con un cúter o te retuerce los pezones con unas tenazas…

—¡Para ya de decir tonterías! —le detuve, preocupado.

—Lo hago por tu bien. Para que abras los ojos y seas consciente de que estás en peligro. Un peligro real, chico. Yo, en tu lugar, me lo tomaría muy en serio.

—Ojalá fuera como tú —admití.

Esta última frase lo enterneció. Apoyó su espalda en el respaldo de la butaca y se encendió el cigarrillo.

—Así me gusta, chico —exclamó satisfecho mientras soltaba el humo lentamente por la boca.

—No se puede fumar en los locales —le advertí.

—Esto es una casa okupa. Aquí nos saltamos las leyes a la torera.

Salomon se llevó las manos a la cabeza.

—¿El punk? ¿¡Te has vuelto loco!?

—El problema es que no tiene coche. Y mi tía Jasmin piensa que necesitaremos un chófer por si tenemos que desplazarnos o huir del Gran K.

—Ese no es el único problema —aseguró Salomon—. El mayor problema es que, de momento, tu deseado batallón de especialistas está formado por un retrasado, un punki fumado y yo, que soy una especie de zombi…

—Sí —reconocí—, visto así, la situación no es la ideal…

—¡Y, además, el Gran K ya te ha localizado! ¡Te lo has encontrado en tu calle! ¡Sabe cómo te llamas y dónde vives! En cualquier momento puede reaparecer y secuestrarte…

—No saldré de casa.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué excusa le darás a tu madre? ¡Tienes que ir al colegio! Tienes que hacer tu vida normal si no quieres levantar sospechas… Pero necesitas que te acompañe siempre alguien. Alguien con un poco de sensatez, quiero decir. Y con un cuerpo corpóreo, claro. Y resulta que a tus especialistas les falta una de las dos cosas…

Íbamos de camino al colegio, y en la Oranienplatz nos encontramos con Kabul y Josef. Mi guardaespaldas se puso a mi lado y me susurró al oído que quería hablarme.

—Con seis euros no tendré suficiente —me anunció.

Resulta que la tarde anterior había visto una página de anuncios «guarros», según me dijo, en el periódico BZ que leía su padre. Y había llamado a uno de esos teléfonos, pero la mujer hablaba en alemán muy deprisa y no pudo comunicarse con ella.

—Entonces encontré a otra que se llamaba Aziza, y supuse que debía de ser turca. Y llamé, y con esa sí que me entendí. Me preguntó cuántos años tenía y qué tipo de servicio deseaba. Le dije que tenía dieciocho años y que qué quería decir con lo del servicio. Ella volvió a preguntar qué edad tenía y si mi llamada era una broma. Por supuesto le aseguré que no se trataba de ninguna broma, que únicamente necesitaba saber cuánto cobraba por..., bueno, tú ya me entiendes... Insistió en que dependía del servicio, y de las condiciones, y de no sé cuántas cosas más. Pero que ella solo trabajaba con adultos, y que si yo no era un adulto, aquella conversación no tenía gracia... Al final la convencí y me habló de unos cuarenta euros. ¡Cuarenta euros! No sé yo con qué clase de mujer debiste de informarte tú si solo cobraba seis euros…

—Me lo dijo mi hermana —confesé.

—Ah… ¿O sea que tu hermana también se dedica a eso…?

—¡No, no, qué va! Ella no… Pero me dijo que seis euros era un precio razonable.

—Tendré que hablar con tu hermana…

—¡Pobre de ti si lo haces!

Antes de llegar a la puerta del colegio se me acercó Leyla y dijo que quería hablar conmigo. Esperó a que Josef nos dejase solos, lo que, evidentemente, él no tenía intención de hacer.

—O este obseso retrasado mental se va, o no pienso decirte ni una palabra —se plantó Leyla mientras cruzaba sus brazos sobre el pecho antes de que Josef, como hacía siempre, le echara la mirada encima—. O se va o te quedas sin saber qué tengo que decirte.

Le rogué a Kabul que se llevase a su medio hermano hacia clase, y yo y Leyla charlamos en una esquina del patio.

—Ayer se me acercó un hombre cuando salía de casa de una de mis amigas. Me dijo que era tu tío y que estaba preocupado por ti.

—¿Mi tío? ¿Qué tío?

—Tu tío de Estambul, me dijo.

Se me puso la piel de gallina. ¿El Gran K? ¿Podía ser que el Gran K hubiese acosado a Leyla? Y sí, perfectamente podía ser él, porque cuando le pedí que me lo describiera, el retrato que hizo mi compañera de clase coincidía exactamente con el del hombre que me había abordado la tarde anterior en mi calle. Me quedé completamente hundido.

—¿Qué te pasa? —me pregunto, agobiada.

Leyla y yo nos saltamos aquella primera hora de clase. Salimos del colegio y nos sentamos en un banco de la Oranienplatz. Allí, uno al lado del otro, le expliqué con todo detalle la historia de los alfabetistas y el Gran K.

Leyla me hizo muchas preguntas. En un momento dado, abrió la mochila que tenía a sus pies y saco de ella una libreta y un boli. Apuntó todos los datos, los nombres, todas las informaciones. Casi como un policía. Al terminar, se quedó un rato mordiendo la punta del boli mientras consultaba todo lo que había escrito.

—No será fácil —murmuró.

No estaba preocupada. Al contrario: mis problemas le parecieron un reto impresionante para superar. Pasaba una hoja, después volvía atrás y releía la anterior, y volvía a avanzar… Mientras tanto, con su bella boquita, iba diciendo «hummm» o «ajá» y ruiditos así.

—O sea —me atreví a aventurar—, que te has creído todo lo que te he contado.

—Pues claro —respondió ella, sin mirarme aún—. ¿Por qué no tenía que creerte? Es un poco extraño, lo reconozco, pero un hombre me abordó ayer por la tarde haciéndose pasar por tu tío. Y tu tía es un monstruo. Y los alfabetistas existen, tú los has visto, ¿no? Esto son pruebas reales y demostrables. La historia puede parecer una paranoia de chiflado, pero a menudo la realidad supera la ficción.

—Me quitas un peso de encima —suspiré aliviado—. Temía que nadie me creyera.

—Lo que no podemos hacer ahora —dijo Leyla, resolutiva— es quedarnos de brazos cruzados pensando que este lío se arreglará solo —se puso en pie—. Quiero hablar con los alfabetistas. ¿Tienes su teléfono?

—¿Cómo quieres que tenga el teléfono de esos zumbados?

—A partir de ahora, Kamal, tendrás que cambiar tu manera de ver las cosas si quieres salvar el pellejo.

Llamé enseguida a Estambul, a mi primo Kasim. Le pedí que fuera en secreto a la tienda donde me habían regalado la camisa y que allí diera el siguiente mensaje: «El chico de Berlín se ha puesto las pilas y necesita contactar con vosotros». Y mi primo fue, habló con el tendero y le dio mi número de móvil. Bueno, el de Leyla. A partir de entonces, ella se convertía en la cabeza pensante de la operación.

Llamaron aquella misma tarde. Primero se quedaron sorprendidos de que aquel teléfono no fuera el mío, sino el de una compañera de clase. Le dijeron a Leyla, con un inglés terrible, que deseaban hablar conmigo y solo conmigo.

Leyla se acercó a mi casa aquella noche, y yo bajé a la calle. Nos escondimos en el patio interior de la casa de al lado por miedo a que el Gran K nos estuviera espiando. Allí, sentados en el suelo, en una esquina llena de flores que plantaba la esposa del amargado señor Noisbaum, Leyla hizo una llamada perdida a los alfabetistas y ellos enseguida llamaron.

—¿Es que te has vuelto loco, chaval? ¿Qué es eso de ir contando nuestra historia a todo el mundo? ¿Quién demonios es esa niña? ¿Qué sabe de todo esto? —protestaba con virulencia el tendero joven—. Ignorábamos si te habías tomado en serio nuestras advertencias, ¡y ahora resulta que medio Berlín lo sabe!

—¡Eso es mentira! ¡Y no tienes ningún derecho a gritarme! ¡Leyla es la única que está al corriente de la existencia del Gran K, a excepción de mi tía!

«Y a excepción de Thomas, el punki. Y a excepción de Salomon», pensé.

—¡Esto no es un juego! —continuó a gritos el tendero—. ¡No se trata de un chiste ni de una gincana! El Gran K representa una amenaza para tu vida, para la de todos nosotros y, no lo olvides, ¡para el planeta entero!

Guardé silencio. De hecho, estuve a punto de colgar. Sin embargo, el tipo enseguida bajó el tono de voz, me pidió disculpas y me agradeció la llamada.

—Al menos, con esta llamada demuestras que hiciste caso de nuestras palabras. Y eso es bueno. En la última reunión de los alfabetistas, me preguntaron si la pista de Berlín era fiable, y ni mis amigos ni yo no supimos qué decirles. Tú tienes la mancha, como nosotros. Tú convives con un monstruo, como nosotros, por mucho que te esfuerces en mentirnos. Y es contra ti contra quien pretende actuar el Gran K, mal que nos pese…

—Ya me ha encontrado —le revelé.

Se quedó mudo al otro lado.

—¿Te ha encontrado? —balbuceó después, con la voz rota por la emoción—. ¿Te ha encontrado en Berlín?

—Sí. Sabe quién soy. Sabe cómo me llamo. Sabe dónde vivo. Se ha puesto en contacto con Leyla, la chica con quien has hablado antes…

—Madre mía… Esto se complica, muchacho…

—¡Maldita sea, claro que se complica! ¿Y qué se supone que he de hacer yo salvo protegerme? ¡Tengo solo trece años! ¡Todavía voy al colegio! Y resulta que un psicópata sigue mis pasos con la intención de vete a saber qué…

—Tenemos que ir —decidió con firmeza—. Tenemos que ir a ayudarte. Ahora mismo me pongo en contacto con mis compañeros y organizamos una comisión de ayuda. ¿Hay alguien que pueda protegerte mientras llegamos nosotros?

—Mi tía me sugirió crear un grupo de especialistas… Tengo a un par de guardaespaldas…

—¿Guardaespaldas? ¿De confianza? ¿No serán polis? ¿No me digas que has hablado con la policía?

—No. Son amigos. Me protegen sin saber exactamente de qué o de quién. Me protegen… en general.

—¿Quiénes son?

—Un luchador turco y un anarquista.

—¿No conocerás a algún nazi? Un nazi nos iría muy bien…

—Ya no hay nazis —alegué.

—...Un nazi nos iría de maravilla. Aquellos zumbados no tenían escrúpulos. Y contra el Gran K necesitamos a gente sin escrúpulos…

—Bueno, conozco a un nazi. Hitler.

—¡No fastidies! ¿El auténtico?

—No, hombre, no. Es un viejo loco del barrio al cual llamamos Hitler, porque es muy nazi.

—Pues hay que conquistarlo para la causa. Un nazi siempre nos puede prestar un servicio.

—No creo que este Hitler que conozco nos tenga en mucha estima a los árabes.

—Ya nos encargaremos de eso nosotros cuando lleguemos. No temas. ¡Por el gran profeta, el Gran K ya te ha encontrado! No podemos perder ni un minuto. Tendrías que cambiarte de casa, o de barrio, o de ciudad…

—Tengo trece años —insistí.

—Eso es un inconveniente, sí. Intenta salir poco de casa. Ponte enfermo. No vayas al colegio. No hables con extraños hasta que lleguemos nosotros. ¿Tienes coche? ¡Ay, no!, que tienes trece años... ¡Por la salud del profeta! ¡De qué manera se esta complicando todo!