Encontramos una solución muy acertada. Leyla tenía un tío, Jonas, que era médico. Bueno, no exactamente médico, sino celador del hospital de la Charité, en el centro de Berlín. Jonas le debía un favor a Leyla, y esta decidió que ya era hora de cobrárselo.
—¿Cómo quieres que lo enyese? ¡Si no se ha roto nada! —le replicó por teléfono a su sobrina.
—Hazlo como te dé la gana, tío, pero quiero que mi amigo lleve una pierna enyesada mañana. Del tobillo a la ingle, enterita. ¡Ah!, y además, necesitaré que falsifiques un certificado firmado por un médico donde conste que había que escayolarle a la fuerza. ¿Entendido?
—¡Tú estás loca! Cómo pretendes que yo…
—Tío: me debes una. Mañana al salir del colegio pasaremos por el hospital.
Leyla tenía carácter, eso estaba claro. Me aseguró que al día siguiente iríamos a la Charité, que Jonas me escayolaría la pierna y me daría un certificado médico conforme me la había roto haciendo tonterías con el skate.
—Así que tendrás que llamar al novio de tu prima, el del taxi, para que te lleve y te traiga de casa al colegio. Tendremos un chófer todo el día a nuestra disposición hasta que lleguen los alfabetistas.
—¡Jo!, pues seguro que Jonas te debía un favor bien gordo si está dispuesto a hacer todo esto por ti…
—Una tarde lo pesqué dándose un beso con su vecino. Me hizo jurar que no se lo diría a nadie de la familia. Tiene veintidós años y todavía no ha salido del armario...
Efectivamente, después del colegio, ella misma me acompañó al hospital. Jonas me enyesó la pierna hasta más arriba de la rodilla y me dio un papel oficial que firmó él haciéndose pasar por un médico.
—A ver qué dicen sus padres... Espero que no se presenten aquí a pedir explicaciones...
—Ya nos arreglaremos, tío —lo tranquilizó Leyla mientras le daba un beso y las gracias.
Costaba un horror caminar con la pierna enyesada.
—Apóyate en mí —me sugirió Leyla—. Después intentaremos conseguir unas muletas. Ahora te toca llamar al novio de tu prima para que venga a buscarnos en el taxi. Tienes que darle pena, y pedirle como favor que esté por ti unos días.
—Pobre Kemir…, se tiene que ganar la vida —alegué.
—Pues que aproveche a trabajar mientras estás en el cole.
Kemir llegó enseguida en su taxi.
—Pero, chaval, ¿cómo se te ocurre hacer tonterías con el skate? ¿No te das cuenta de que tú no eres un buen deportista? Tu madre se va a poner como una moto. Menos mal que me tienes a mí, uno de los conductores más experimentados de la ciudad. No te preocupes por nada. Te llevaré al cole cada día y te traeré de regreso a casa.
—Gracias, Kemir. Eres muy amable.
—¿Nos podrías hacer otro favor, ya que estamos en ello…? —dejó caer Leyla—. Si dices que tú mismo has hablado con el médico que lo ha enyesado, quizá su madre no se enfade tanto. No sé si Kamal ha hecho bien al no llamarla antes de venir al hospital…
—¡Ay, criaturas! Si no existiésemos las personas juiciosas, nos tendrían que inventar.
Mis padres en efecto se pusieron como una moto, pero Kemir los convenció de que todo estaba bien y de que la fractura no era grave. Que no sufrieran. Que él me llevaría cada día al colegio y me traería de vuelta a casa. Y que me acompañaría al hospital cuando me quitaran el yeso.
—¿Y cuándo será eso? —preguntó mi padre.
Kemir no supo qué decir y me miró.
—La semana que viene —improvisé—. Jueves de la semana próxima.
—¡No tienes nada en la cabeza! —me riñó mi madre—. ¿A quién se le ocurre subirse en un skate sin haberlo hecho antes? ¡Estamos formando una generación de idiotas! Y mientras tanto, ¿no tienes que tomarte nada? ¿No te han dado ninguna receta?
—No. Que si me duele, me tome una aspirina y basta. Eso me han dicho.
—No sufra. Yo me encargaré de él de la mañana a la noche. Por cada cabeza de chorlito, hay cerca una cabeza bien amueblada…
—Ya tienes razón, ya —masculló mi padre.
A la mañana siguiente fui al colegio en taxi. Como un señor. Todos mis compañeros ya sabían cómo me había roto la pierna, porque Leyla se había dedicado a contárselo a todo el mundo: que la acompañé a su casa; que unos muchachos hacían acrobacias con los skates en la Oranienplatz; que quise hacerme el valiente, me subí a uno y... ¡Pataplaf! Caí al suelo con tan mala suerte que me rompí un hueso.
Comprobé enseguida que es fácil sacar rendimiento de una discapacidad: los profesores eran condescendientes y me trataban como a un rey, y lo mismo hacían mis compañeros.
—Me han llamado los alfabetistas —me anunció Leyla a la hora del patio—. Llegan mañana al aeropuerto de Tegel en un vuelo desde Estambul. Me han pedido el nombre de tu calle para buscar un hotel cerca. Ya les he avisado de que te habías roto la pierna. Bueno, que te la has roto… de aquella manera.
—¿Y has quedado con ellos?
—Me han dicho que convoques una reunión con los especialistas de los que les hablaste. Que entre todos trazaremos un plan para protegerte, y simultáneamente perseguiremos y atacaremos al Gran K. Han sugerido que los cites en un lugar céntrico y discreto. Y por cierto, ya me dirás quiénes son esos «especialistas»…
—Uno es Thomas, el punki. El otro es Josef, el medio hermano de Kabul.
—¿Es una broma, no? —me preguntó Leyla.
Telefoneé a Thomas y le pregunté si era posible que nos encontráramos al día siguiente por la tarde en el bar de la casa okupa.
—¿Encontrarnos quiénes?
—Llegan los alfabetistas de Estambul. No sé, dos o tres. También vendrán dos compañeros míos de clase que están al tanto de todo lo que me pasa.
—¿Los alfabetistas? ¿En Berlín? ¡Jo, tío, qué excitante es todo esto! ¡Los alfabetistas en persona, Dios mío! Desde que me contaste esa historia de chiflados, se han convertido en mis ídolos —exclamó.
Thomas me prometió que cerraría el bar. «¡Qué puñetas! ¡Todo sea por los alfabetistas! ¡Mejor unos héroes que no cuatro rastas que se pasan el día fumeteando».
Josef me pasaría a buscar por mi casa. No le había dicho nada a Kabul, su medio hermano, porque tenía que venir solo y de incógnito. Él quiso saber de qué iba aquel misterio.
—No me digas que ya me has conseguido a una chica…
—No, no. Para eso todavía tendrás que esperar. Debes venir como guardaespaldas.
Leyla iría a la casa okupa directamente.
Salomon y yo estuvimos hablando en mi habitación aquella noche. Le hacía gracia que me hubieran enyesado una pierna por nada. Me preguntó si era divertido.
—Yo, en vida, nunca me rompí nada. Ni una pierna, ni un brazo, ni la muñeca. Nada, intacto. Y ahora, de muerto, tampoco me puedo romper nada ya. Un palo.
—Para dormir, molesta un poco —le aseguré—. No te perdiste gran cosa.
Salomon no veía nada claro que los alfabetistas se presentaran en Berlín.
—No me gustan. Te lo he dicho desde el principio. Son unos pirados que creen en profecías nada científicas. Deberías alejarte de ese tipo de gente, Kamal. No pueden traer nada bueno.
—¿Y el viejo que me abordó? ¿Y mi tía encerrada en una jaula? ¿No son muestras evidentes de que algo gordo pasa? Quiero que mañana estés en el bar de los okupas con nosotros, ¿me oyes? Creas o no creas en los alfabetistas.
Al día siguiente, yendo al colegio en el taxi de Kemir, vi de nuevo al Gran K. Estaba parado en la esquina de la calle Oranien con la calle Adalbert. Parecía que esperara a alguien, sin ninguna prisa. Él no me vio, pero yo a él sí. Y os aseguro que, a pesar de tener una pinta de señor normal y corriente, había algo en su ademán y en su mirada que ponía los pelos de punta.
Los alfabetistas que llegaron de Estambul eran los mismos que me interpelaron aquella tarde de julio en la pista de deportes de la escuela de mi primo. Se presentaron a la reunión vestidos a lo occidental, con gafas de sol y zapatos. Se quedaron extrañados de ver a tantos turcos por el barrio («¡si casi parece una ciudad de Turquía!», comentó el tendero), y más pasmados todavía al conocer a Thomas, rapado y con una tela de araña tatuada cubriéndole la cabeza.
—¿Es el nazi? —me preguntó el alfabetista más mayor.
—¡Qué va! Este es todo lo contrario.
Thomas abrió el bar solo para nosotros. Estaba nerviosísimo con la visita de los turcos e intentaba halagarlos en inglés.
—¡Bienvenidos! ¡Pasen, pasen! No es mi casa. No soy el propietario. Es que no creo en la propiedad privada, ¿saben? Yo soy más bien comunista —les explicaba.
La única que hablaba un poco de inglés era la chica, que se agarraba al brazo del tendero para evitar quedarse a solas con aquel individuo rapado de las cadenas y los pinchos. La chica no se había puesto el velo, me imagino que para dar una imagen más occidentalizada, y estaba muy guapa, las cosas como son. Y si Thomas se fijó en ella, que sé que sí, también lo hizo Josef.
—Esta serviría —me susurró al oído—. Y además es turca, o sea que nos entenderíamos. ¿Y si le preguntas cuánto cobra?
—¿Pero tú crees que todas las mujeres de la Tierra se dedican a la misma profesión, bobo? —le eché la bronca por lo bajo.
La reunión tuvo lugar alrededor de una de la mesas del bar. Thomas había cerrado la puerta y nos había preguntado qué nos podía ofrecer para beber.
—¡Gratis! ¡Hoy invito yo, como anfitrión del Encuentro Alfabetista!
Leyla, Josef y yo le pedimos tres Coca-Colas. Los alfabetistas aceptaron un vaso de agua.
—¿Agua? ¡Conmigo no hace falta que os cortéis! ¡Os puedo servir alcohol sin problema! ¡No pienso chivarme a nadie! ¡Aquí no somos integristas!
El tendero se convirtió en portavoz del grupo. Él hablaba en turco, y yo lo traducía al alemán, cuando era necesario, para Leyla y Thomas. Josef desconectó enseguida y Thomas le prestó una consola antigua para que se entretuviera mientras los demás conversábamos.
—La situación es extremadamente delicada, Kamal. El Gran K ya te ha encontrado. Nos toca evitar que te atrape. Esto de la pierna rota es muy ingenioso, y también lo es tener un taxista de chófer. Muy bien hecho, muy buena estratagema. Sin embargo, contra su poder maléfico no valen trucos, ni trampas, ni taxistas. Si el Gran K pretende cazarte, lo hará por encima de todo. Sus malas artes son incontables y letales. Igual que transformó a tu tía y a todos nuestros familiares en monstruos, puede convertirte, cuando menos te lo esperes, en un pajarito que va a comer a su hombro. Nuestra misión es protegerte, alejarte de él, y llevaros a los dos, a él esposado y atado de pies y manos, y a ti incólume, a la convocatoria alfabetista del 31 de diciembre para evitar la destrucción del planeta Tierra. Esa es la misión que se nos ha encomendado y a la cual dedicamos nuestras vidas.
Todo el mundo callaba y escuchaba alrededor de aquella mesa vieja y sucia, llena de garabatos y de quemaduras de cigarrillos. Lo de la destrucción del planeta impresionaba mucho. Incluso Josef alzó los ojos de la pantalla de la Play. Y resultaba que nosotros estábamos allí para impedirlo. Éramos, de alguna manera, los salvadores del universo. Si aquel malnacido del Gran K conseguía su objetivo (que era, no nos engañemos, eliminarme), el mundo se acabaría. Ni futuro para Leyla, ni para Thomas, ni para nadie. Muerte y destrucción. La nada. Menudo panorama.
Salomon suspiró teatralmente escuchando aquellas posibles desgracias que anunciaba el alfabetista. «Claro —pensaba yo—, como tú ya estás muerto, todo eso te importa un rábano. Pero… ¿y tus padres? ¿Y tu hermanita? ¿Y tus amigos?». ¿No temía, el muy egoísta, que a nosotros nos pudiera pasar lo que, por desgracia, le había sucedido a él? Pues al parecer, no. Salomon, repanchingado en el suelo a los pies de mi butaca, solo bostezaba y soltaba de vez en cuando: «¡Dios mío, vaya uno!», o bien «¡Esto es peor que el rollo aquel de Nostradamus!», o «¡Vaya cosas tengo que oír». Me sacaba de mis casillas.
—Tenemos que orquestar un plan de acción infalible —decía el tendero— y no dejarnos ni un cabo suelto. Cualquier equivocación o despiste, lo pagaríamos no solo con nuestra vida, sino con la vida de toda la humanidad. Nuestro enemigo es sagaz y perverso. Nosotros somos humanos, mientras que él es un ser maléfico, un brujo, un demonio. Él dispone de poderes de los que nosotros carecemos. A pesar de ello, tenemos que vencerle. Kamal, hoy por hoy, es nuestra única esperanza; es la puerta a una nueva era; la llave de las futuras generaciones.
Todos me miraron con los ojos abiertos como platos. Me daba vergüenza traducir esas sentencias tan grandilocuentes, que Thomas recibía con expresiones faciales como queriendo decir «¡Vaya, chico, qué importante eres!» y que Leyla escuchaba, un poco como Salomon, con incredulidad.
El tendero, leyendo un documento que la chica sacó de su bolso, expuso el plan de actuación. Teníamos que estar muy atentos.
—Contamos con lo que contamos —reconoció el joven tendero, mirando a Thomas y a Josef—, así que nos adaptaremos a las circunstancias. Usted, señor Punk, ¿dispone de vehículo? —le preguntó a Thomas.
Más tarde averigüé que el tendero, cuando yo los presenté, entendió que el apellido de Thomas era Punk. Yo había dicho que era «punk», pero, evidentemente, no que se llamara así.
—¿Quién, yo? —se dio por aludido Thomas—. Pues no, coche no tengo, pero carné de conducir sí. Ahora mismo —añadió—, mi situación económica me fuerza a responder que no me será posible tener coche pronto. Estoy más pelado que una rata.
—Bueno…, en cualquier caso —continuó el tendero—, si nosotros conseguimos un vehículo, usted, señor Punk, ¿lo podrá conducir, no? Es que resulta que los carnés turcos no son válidos fuera de Turquía…
—Ningún problema. Si ustedes consiguen el coche, yo aportaré la inteligencia en la conducción.
Eso lo pusimos en duda tanto Salomon como Leyla y yo.
—Nosotros tres —continuó el alfabetista— nos tendríamos que reunir enseguida con tu tía, Kamal, para sonsacarle más información sobre el Gran K y su método para aplicar los hechizos.
—Mi tía no es de recibir visitas… —objeté.
—¿Qué quiere decir eso? Puedes garantizarle que a nosotros no nos sorprenderá verla transformada en una bestia. Todos los alfabetistas hemos sufrido, en nuestro entorno familiar más próximo, desastres como el de tu tía. Por desgracia, querido Kamal, ya hemos visto monstruos de todo tipo.
—Sí, lo entiendo…, pero mi tía es muy suya… y eso de que unos desconocidos vayan a verla y la encuentren hecha un…, sin pintar ni poder vestirse… A mí me parece que ella no…
—¡Tonterías! —sentenció el mayor—. Tú dile que tenemos que entrevistarla como sea. Nos estamos jugando no solo tu futuro, sino el de todo el mundo.
Thomas, que no sabía nada de mi tía, me susurró, en alemán, que consideraba de muy mala educación por parte de sus héroes alfabetistas que calificaran a mi tía con todos esos adjetivos.
—Monstruo, bestia, desastre… A mí no me parece bien, Kamal. A las personas mayores se les tiene que mostrar un poco de respeto. En Turquía o en la China, tanto me da. Pobre mujer.
—Después te lo cuento —lo acallé.
—Tus compañeros de escuela —continuó el tendero—, esta niña y el… niño del aparatito…, tendrán la misión de custodiarte. Dices que son de tu clase. Perfecto. Que a partir de mañana vayan contigo en el taxi de tu primo. Y que no te pierdan de vista por nada del mundo. Vosotros dos, chicos —dijo dirigiéndose a Leyla y a Josef, que prestó atención cuando Thomas le soltó una colleja y le quitó la consola—, tendréis que vigilar que nadie se acerque a Kamal durante el día. Si veis algo sospechoso, llamadnos enseguida. Cualquier persona extraña que se le acerque, cualquier circunstancia inesperada, cualquier pequeña incidencia que se salga de la normalidad…
—¿Como por ejemplo qué? —preguntó Josef.
—Pues como un cambio de sentido en la circulación de una calle mientras vais a la escuela en taxi. O cualquier excursión escolar que no estuviese programada. O un desconocido que se acerque a Kamal… Este tipo de incidencias… Pero… ahora que caigo…
El tendero se quedó pensativo, con los ojos fijos en Josef.
—Tengo una duda, Kamal. El Gran K, el día en que te asaltó en medio de la calle, ¿se te acercó mucho? Quiero decir, ¿te…, te vio bien?
—¿Cómo que si me vio bien?
—Es decir…, ¿tuvo tiempo de verte perfectamente? O sea…, ¿te reconocería si volviera a verte?
—Hombre…, supongo que sí. Yo iba caminando y él se paró un par de metros delante de mí cerrándome el paso y trató de darme un abrazo…
—No obstante…, aquí todos los chicos de tu edad os parecéis bastante… Todos vais vestidos igual. Todos lleváis el pelo más o menos igual.
—Sí, eso es verdad… —murmuré.
—¿Había mucha luz cuando te persiguió aquel día?
—No, señor. Habíamos estado en la piscina hasta que cerraron. Empezaba a oscurecer. Thomas ya tenía el bar abierto, y por eso pude esconderme aquí.
—O sea, que no te vio a plena luz del día… —insistió el tendero sin dejar de mirar a Josef; y a continuación se dirigió a él—: Tú, chaval, ¿qué harías por tu amigo? ¿Qué harías por Kamal?
—¿Yo, señor? Cualquier cosa. Trabajo para él. ¡Soy su guardaespaldas!
—Bien hecho, majo. Así me gusta —dijo, amablemente, el alfabetista.
—Tenemos una especie de contrato. Yo le hago de guardaespaldas y él me paga.
Los alfabetistas se quedaron extrañados. Thomas y Leyla no lo entendieron, porque Josef hablaba en turco.
—¿Te paga?
—Sí, señor. Pactamos un sueldo.
—¡Demonios de criaturas! ¡Estáis hechos unos comerciantes! —se rio el tendero—. Y en el supuesto de que nosotros, los alfabetistas, te pagásemos más…, ¿harías más cosas por él? ¿Qué te parece? A ver, ¿cuánto te paga Kamal?
Josef se encogió de hombros mientras yo le hacía señales para que mantuviera la boca cerrada.
—Bueno…, el sueldo depende un poco del servicio. Y de la chica. Es lo que acordamos.
—¿Qué servicio? ¿Qué chica? —se interesó la mujer turca.
—Yo calculo que serán unos cuarenta euros —cantó el tonto de Josef—. Por un servicio a domicilio. Si es turca, claro. Porque con las alemanas de la calle Oranienburger no nos entendemos bien. Y porque mi hermano Kabul me contó el otro día que algunas tienen… Vaya, que no son mujeres.
Los alfabetistas lo miraban con la mandíbula desencajada.
—No pasa nada. Es un tema entre nosotros que ahora no viene al caso. ¿Qué idea se te ha ocurrido? —pregunté al tendero para desviar la conversación.
—Pues pensaba… que podríamos utilizar a este chico como anzuelo. Él es un ser inocente, de eso creo que todos nos hemos percatado. El Gran K no le hará ningún daño porque no es la persona que busca. Si este chico se hiciera pasar por ti y consiguiéramos engañar al Gran K, ganaríamos tiempo y tal vez podríamos cazarlo más deprisa.
Los otros dos estuvieron rumiando la idea. La valoraban en silencio, moviendo la cabeza afirmativamente mientras miraban a Josef, que no entendía de qué iba el tema.
—Es más alto, ciertamente. Y está un poco más gordo. Sin embargo, el pelo…, y el color de la piel…, y los ojos…, y la manera de vestir…
—Y es turco —añadió la chica.
—Y vive en Berlín. En el mismo barrio —dijo el hombre mayor.
—A este joven —continuó el tendero— lo podríamos tener todo el santo día paseando por la calle. Y si se encontrara con el Gran K, le podría decir: «Hola, soy Kamal. ¿Me estaba buscando? Soy el chico a quien usted confundió el otro día con su sobrino».
—Tendríamos que pintarle la mancha en la espalda —sugirió la mujer.
—¡Un momento, un momento! ¡Esto no está bien! ¡El Gran K es peligroso! —alegué—. ¡No podemos exponer a Josef! ¿Y si le hace daño? ¡Josef no tiene la culpa de esto!
—¿Hacerme daño? —saltó Josef a la defensiva—. ¿Quién? ¿Un viejo de ochenta años? ¡Venga ya! ¡A ese viejo lo dejo yo tieso de un empujón!
Antes de dar por finalizada la reunión para reflexionar, los alfabetistas nos insistieron en tener mucho cuidado, y agradecieron nuestra participación en un asunto tan delicado, peligroso y transcendental para la humanidad mundial.
—¡Espero que desde el más allá nos protejan y nos manden ayuda! —dijo la mujer, alzando los ojos al cielo.
—No se preocupe. Con eso ya contamos —afirmé yo, guiñándole un ojo a Salomon.
A primera hora, puntualmente, Josef y Leyla me esperaban en el portal de mi casa.
Unos minutos más tarde, Kemir llegó en el taxi y los tres subimos. Nos sentamos en el asiento trasero, yo en medio, porque Leyla no quería estar al lado del «obseso», dijo refiriéndose a Josef. Durante el trayecto, Leyla y yo estuvimos mirando por la ventana por si veíamos de nuevo al Gran K.
Luego, los dos, Leyla y Josef, se quedaron conmigo a la hora del patio. El medio hermano de Kabul no permitía que nadie se me acercara. Rechazaba incluso a mis compañeros de toda la vida que venían a preguntar cómo me encontraba o cómo me había roto la pierna. Leyla habló con los alfabetistas, que se habían levantado temprano y habían empezado a indagar por el barrio dónde podía alojarse el Gran K.
Alquilaron un coche y le llevaron las llaves a Thomas, al bar, pero no lo encontraron, porque eran las diez de la mañana y «el señor Punk todavía debía de dormir», le informaron a Leyla. También le dijeron que, si su búsqueda no tenía éxito, al día siguiente intentarían utilizar a Josef de anzuelo.
—Que se vaya inventando una excusa para no ir a clase. Por más que le pese.
—No, si seguro que no le pesará mucho —dijo Leyla.
Por la tarde nos tendríamos que encontrar en algún sitio y yo llevaría ropa mía, y mi mochila, para disfrazar a Josef. También le pintarían la mancha con forma de F en la espalda por si el Gran K le pedía ver la marca.
Transformar a Josef en mí resultó bastante complejo. Era mucho más alto que yo, y mucho más gordo. La mujer alfabetista le cortó un poco el pelo para que se me pareciese más.
—Si se te acerca un anciano y te dice «Kamal, sobrino mío», tú le tienes que responder: «Buenos días, tío. Qué bien que hayas venido», y a continuación tienes que acompañarlo adonde él te lleve. No tengas miedo —lo tranquilizó el alfabetista tendero—, que nosotros estaremos cerca y os seguiremos. Nunca te dejaremos solo con él.
Así pues, al día siguiente, a las ocho menos cuarto, vino solo Leyla a recogerme a casa y a esperar el taxi de Kemir. Durante todo el día estuvimos preocupados por la suerte del pobre Josef, a quien los alfabetistas habrían ido a buscar a las ocho, lo habrían invitado a desayunar, y lo habrían dejado en medio de la calle Oranien esperando que el Gran K lo abordase.
Después, por la tarde, me contaron que no había habido suerte y que al día siguiente volverían a intentarlo. Se produjo, eso sí, una confusión que había disparado todas las alarmas de los alfabetistas, que espiaban los movimientos de Josef desde el interior de una cafetería. De repente, según contaron, un anciano se había dirigido al muchacho, que estaba como un palo en medio de la calle, y Josef lo abrazó. Los alfabetistas se incorporaron de un salto y salieron inmediatamente. Vieron cómo el viejo se deshacía de los abrazos de Josef, que se había levantado la sudadera para mostrarle la marca pintada en la riñonada, y se iba renegando calle abajo.
Resulta que Josef había confundido a Hitler con el Gran K. Y eso que Josef sabe perfectamente quién es Hitler y qué pensamos de él. En fin, el medio hermano de Kabul es como es, y como de donde no hay no se puede sacar, no reconoció al hombre.
Se ve que, al encontrarse a Josef en medio de la acera, Hitler le soltó: «¡Aparta, carcamal, que pareces un pingüino!», y Josef entendió: «Buenas tardes, Kamal, sobrino mío». Y por eso, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, Josef abrazó a Hitler y le dijo: «Tío, tío». Hitler se cabreó como una fiera al ver a aquel árabe que lo apretaba con fuerza, y le soltó de todo. Se fue hablando mal de los extranjeros, y de los hijos de inmigrantes que hacían pellas y no iban a la escuela que pagan los alemanes con sus impuestos y no sé cuantas cosas más.
—Precisamente, ese era el nazi —les informé cuando nos lo contaban.
—¿Ese anciano enajenado?
—Ese mismo. No sé si podrá prestar mucho servicio a la causa.
Los alfabetistas continuaban sin haber conseguido ponerse en contacto con Thomas.
—Hemos pasado cuatro veces por el bar y no está nunca. Le tenemos que dar las llaves del coche que hemos alquilado.
—Acostumbra a levantarse tarde… Trabaja hasta la madrugada… —intenté disculparlo.
En resumen, las pesquisas de esas primeras jornadas por el barrio no habían dado fruto. No hallaron ni una pista de su domicilio y dedujeron que no vivía allí.
—Aunque si sabe que vives aquí, es aquí donde vendrá a cazarte. Y cambiando de tema, ¿has hablado con tu tía? ¿Le has dicho que tenemos que mantener una entrevista con ella?
La verdad era que no le había dicho nada todavía a la tía Jasmin. Por un lado, no le haría ninguna gracia que alguien la viese convertida en una fiera, pero por otro, sospechaba que la tía estaría de acuerdo en ayudarnos en cualquier cosa. Tenía un dilema. No podía llamarla, porque sus garras le impedían asir el teléfono, y no podía llamar al tío o a mi prima, ya que el tema de los alfabetistas era un secreto. No obstante, me insistieron tanto aquella tarde, que no me quedó más remedio que hacer de tripas corazón e ir a verla. Los alfabetistas me acompañaron hasta allí.
—Esperadme aquí en la escalera. Hablaré con ella y la convenceré para que os reciba.
Me encontré a mi tía acurrucada en una esquina de su habitación-jaula, muy abatida.
—No come bien. No sé si es el pienso que le damos, o si se le habrá atragantado algún hueso que ha roído estos días —se lamentaba mi tío Abdul—. El caso es que la tenemos apagada. Y no quiero que caiga en una depresión, Kamal. Que bastante tiene con lo que tiene.
La tía Jasmin se alegró de verme. Me preguntó qué me pasaba en la pierna. Delante de mi tío, repetí lo del accidente con el skate, pero en cuanto nos quedamos solos, yo con la nariz entre los barrotes, le confesé la verdad.
—...Y están en Berlín. Llegaron hace dos días desde Estambul. Quieren atrapar aquí al Gran K, el hombre que echó el maleficio. Pero necesitan información de primera mano e insisten en entrevistarse contigo.
—¿Conmigo? ¿En este estado?
—Sus familiares sufren lo mismo que te pasa a ti. Quiero decir que no les impresionará lo más mínimo verte en este estado…
—Ay, Kamal, cariño mío… Eso de verme así… Y desnuda…
—El pelo te lo tapa todo, tía.
—Y encima eso… Sin depilar…
Mi tío no se podía creer que su mujer aceptara entrevistarse con unos desconocidos.
—Estoy sorprendido. ¡Con lo presumida que es! Si no deja que la vean ni sus parientes…
—Son unos especialistas en casos dramáticos de transformaciones —le mentí a mi tío—. Los encontré por Internet. Vienen directamente desde Turquía, mira por dónde. Están en Alemania para curar casos desesperados como el de la tía.
—¿Son médicos? ¿Gurús? ¿Chamanes?
—Sí, más o menos.
—¿Y vienen de Turquía? ¿Estás seguro de que no nos costará muy cara la broma?
—No, no. Nada. Lo hacen gratis.
—¿Gratis? ¡Ay, qué mala espina me da! A ver si son de alguna secta y embaucan a tu tía…
Por si acaso, mi tío se negó a verlos.
—A veces, estos iluminados tienen poderes con la mirada. Solo faltaría que me abdujeran a mí y me hiciesen comulgar con sus teorías… Ya me dirás tú quién llevaría la casa y cuidaría de tu tía Jasmin...
Los alfabetistas fueron muy amables y considerados con ella, que los atendió correctamente, sin ponerse ni una sola vez a cuatro patas. Ellos le explicaron cómo se encontraban sus familiares, los que, como ella, habían sufrido el hechizo del Gran K.
—Mi hermana tiene las patas peludas peludas como usted. Igualitas —dijo la chica—. Aunque el rabo lo tiene más largo y con el pelo no tan encrespado como el suyo.
—Pues el morro de mi primo es casi casi como el de usted. Tiene más bigote, eso sí. Y la nariz más ancha, eso también —le informó el tendero.
—Mi cuñado es muy diferente —precisó el tercer alfabetista—, porque resulta que se parece más a un pájaro, a un pajarraco, vaya, una cosa con plumas, entre un águila y un dinosaurio de aquellos de hace mil años.
La tía les relató con pelos y señales su encuentro con aquel hombre en el autobús que iba a Pankow. Ellos le preguntaron si alguna vez, en Berlín o en Estambul, había oído hablar del alfabetismo. Si conocía su existencia. Mi tía dijo que no, que nunca. Que la primera vez fue cuando yo le revelé lo que había pasado en Estambul aquel verano. Sí que había visto mi mancha en la espalda, claro. Desde el día que nací.
—Posiblemente —dijo el tendero—, alguien que también había visto la mancha del pequeño lo comentó a algún pariente turco, y así debió de llegar a oídos del Gran K. Si no, no se entiende cómo ha descubierto que Kamal, el último alfabetista, vive en esta ciudad, tan lejos de Turquía…
—¿Y qué quiere de mi sobrino? —preguntó mi tía, angustiada.
—Nada bueno, señora —respondió la chica—. Por eso estamos nosotros aquí. Para que a Kamal no le pase nada.
—Y para conseguir que el mundo no se acabe dentro de unos meses —añadió el tercer alfabetista—. Y para liberarla a usted del encantamiento.
—¿Y qué piensan hacer para neutralizar a ese malnacido? —quiso saber mi tía, cada vez más convencida de la maldad del Gran K.
—Tenemos que conseguir capturarlo, encerrarlo y no permitir que interfiera en nuestra misión salvadora. Con el Gran K inmovilizado, bien atado de manos y pies, los ojos vendados y amordazado, lo llevaremos a Estambul para que nos apoye, mal que le pese, la noche del conjuro, el 31 de diciembre. Será sencillo: los alfabetistas al completo nos reuniremos y salvaremos el planeta. Por eso es fundamental que usted recuerde todos los detalles del encuentro. Cualquier pista, por mínima que sea, puede conducirnos hasta él o ayudarnos a descubrir sus métodos de hacer magia. ¿Dice que le dio la mano y usted notó como un cosquilleo o un calambre?
—Sí, señor. Como si me pasase la corriente. Pero eso ocurre de vez en cuando, y no hice caso. La mano se me quedó como muerta unos minutos, y después me volvió a circular la sangre por ella. Al día siguiente, al levantarme, ya me había convertido en un monstruo.
Cuando salimos de casa de mi tía, los alfabetistas y yo pasamos por el bar de los okupas. Thomas estaba detrás de la barra, conversando con unos clientes. Estaba como una cuba y le costaba fijar la mirada. Tenía los ojos rojos y aquella sonrisa tonta que ya le había visto otras veces.
—¡Mira por dónde! —exclamó al vernos entrar en el bar—. ¡Ya están aquí mis amigos alfabetistas!
A los turcos, una vez les traduje lo que había dicho aquel zumbado de la telaraña, no les hizo ninguna gracia el saludo.
—¡Dile que estamos aquí en misión secreta! ¡No conviene que nadie nos identifique!
—Y pregúntale también dónde demonios ha estado las últimas cuarenta y ocho horas, que no había modo de encontrarlo —se quejó el tendero.
Thomas alegó mil cosas. Que si se había emborrachado después de su visita; que si había aparecido a las cinco de la madrugada en calzoncillos por el recibidor de un edificio donde no había estado nunca, en el barrio de Spandau, en la otra punta de Berlín; que si había dormido todo el día en un banco del Tiergarten y se había despertado congelado y con dolor de huesos… Evidentemente, no traduje ninguna de aquellas excusas a los alfabetistas.
—Hemos alquilado un coche, señor Punk —le dijo el tendero—. Aquí tiene las llaves.
Thomas no se lo podía creer.
—¿Un coche? ¿Para mí?
—Para ti no, Thomas —le advertí—. Un coche para la misión que esta gente quiere llevar a cabo en la ciudad para derrotar al Gran K. Ese coche no es para que te vayas a Spandau en calzoncillos a ligar con chicas punkis borrachas…
—¿Sabes que no sé en casa de quién acabé? No tengo ningún recuerdo de la juerga —reconoció el muy caradura—. El caso es que iba en calzoncillos por aquel edificio y la gente que salía de su casa para ir a trabajar me amenazaba con llamar a la policía si no me iba de allí inmediatamente. Y yo les decía: «Pero ¿dónde demonios quieren que vaya sin ropa? ¡Si fuera hace un frío que pela!». «¿Y se puede saber de qué piso sales, sinvergüenza?», me preguntó una señora. Y no supe qué decir. ¡Ni idea de qué piso salía! Un abuelillo se compadeció de mí y me dejó un chándal viejo y roñoso que su nieto ya no usaba.
Suerte que los alfabetistas no le entendieron porque se hubieran quedado de piedra al oír las barbaridades de aquel personaje.
—Tiene una misión, señor Punk —le recordó el tendero—. Y necesitamos que mañana esté las veinticuatro horas a nuestra disposición.
Yo le traduje la demanda, añadiendo el adjetivo sobrio a «que mañana esté las veinticuatro horas a nuestra disposición».
—¿Y qué se supone que tengo que hacer con el coche?
—Recorreremos Berlín de arriba abajo, sobre todo este barrio y el de Pankow, donde la tía de Kamal fue abordada por el Gran K. Nuestra misión será darle caza. O si no, saber dónde se esconde y si dispone de contactos o de infraestructura. Las veinticuatro horas a nuestro servicio, señor Punk, recuérdelo —insistió el tendero.
Thomas no puso ninguna pega.
—Me iré a dormir pronto, chaval —me juró—, y mañana estaré como una rosa.
Los alfabetistas me acompañaron hasta la puerta de mi casa.
—¿Cuándo podré quitarme esta escayola? —les pedí—. No os podéis imaginar cómo me pica la pierna.
—Ten paciencia. Nos quedamos más tranquilos si el novio taxista de tu prima te tiene bajo control cuando estás por la calle. Y que vuelva a acompañarte tu guardaespaldas. Ese muchacho no sirve ni de señuelo.
Yo estaba preocupado, nada de lo que hacíamos daba resultado.
—No estés triste —me dijo la mujer, y dirigiéndose a sus compatriotas, añadió—: Id vosotros al hotel, que yo me quedaré un rato con el crío aquí, en el portal… El pobre Kamal necesita desahogarse con alguien de sus temores.
—No se preocupe, si yo…
—Venga, marchaos —insistió la mujer, empujando a los alfabetistas hacia la calle—. Enseguida voy yo. Hablaré con él, que soy más sensible.
Total que se fueron. Yo no sabía de qué tenía que hablar con aquella mujer, ni se me ocurría de qué manera podía ayudarme.
—A ver, guapo, cuéntame qué te pasa. ¿Qué te preocupa?
—Pues… todo —empecé por decir algo—. Mi seguridad, y la vuestra, y la de mi familia, y la de mi tía Jas…
—Déjame preguntarte una cosita —me interrumpió, clavando sus pupilas en las mías—. ¿Tú sabes hasta qué hora trabaja el señor Punk?
—¿Cómo dice?
—Quiero decir… si va a estar mucho rato más en el bar…
—No sé… Hoy se irá a dormir pronto. ¿Por qué me lo pregunta?
—Por nada, guapo. Cosas mías. Y dime…: ¿es normal que entren mujeres en el bar donde trabaja?
—¿Qué quiere decir «mujeres»? ¿A qué tipo de mujeres se refiere?
—Pues mujeres normales y corrientes. Ya sabes que en Turquía hay locales donde solo van hombres.
—Al bar de los okupas van hombres y mujeres, como en todas partes.
—¿Quieres decir que si, pongamos por caso, yo ahora tuviera ganas de tomar…, yo qué sé…, un té, por ejemplo, podría ir allí tranquilamente?
—Sí, claro. Aunque mejor sin pañuelo. Jóvenes turcas con pañuelo no suelen verse muchas en los locales okupas. ¿Pero para qué quiere ir al bar?
—Ya te lo he dicho… A tomar un té. Estoy como… sedienta. Creo que me sentaría bien tomar algo antes de dormir.
De pronto se le habían pasado todas las ganas de hablar conmigo y consolarme. Me dijo que no me preocupara, que durmiera tranquilo, que el día siguiente sería un día muy importante y que se acabaría esta pesadilla.
—¡Ah! —se giró cuando ya tenía un pie en la calle—. Si mis compañeros te preguntan, diles que estuvimos hablando en el portal de tu casa hasta bien tarde. Adiós, guapo.
Yo subí las escaleras como pude, por culpa del maldito yeso, rumiando qué se propondría hacer aquella mujer. Y si, fuera lo que fuera, pretendía hacerlo con Thomas, lo cual no me cuadraba de ninguna manera.
—¿¡Se puede saber de dónde vienes!? —me riñó mi madre al abrir la puerta—. ¿Tú crees que con la pierna escayolada, tienes que andar zascandileando por la calle con tus colegas hasta la hora de cenar?
—Estaba estudiando en casa de Leyla.
—¿Ah, sí?
Justo en aquel momento se plantó en el recibidor de mi casa, saliendo del comedor, una pareja a la que tardé unos segundos en reconocer.
—¿Y qué hacen entonces aquí sus padres, si estabais estudiando juntos? —me gritó, nerviosa, mi madre—. ¿Dónde estudiabais? ¿En la dimensión desconocida?
La madre adoptiva de Leyla, una alemana con muy buena planta y no demasiado mayor aún, se me echó encima con los ojos llenos de lágrimas.
—¿¡Dónde está mi hija!?