Se decidió que el escenario para propiciar el encuentro sería aquel donde el Gran K me había localizado la primera vez: la calle Oranien.
Allí, con la espalda apoyada contra la pared o caminando arriba y abajo por la acera, yo esperaría con paciencia hasta que él apareciese. Podría tener la forma del hombre que conocíamos o la apariencia de otra persona. Podría llegar convertido en un animal, tal vez en un ave. Pero fuera como fuera, me encontraría allí plantado en medio de la calle.
A dos metros de mí estaría el señor Hitler, sentado en la terraza del bar de los okupas y con Leyla en las rodillas tapada por un pañuelo para que el Gran K no la reconociese.
Dentro del bar, Thomas estaría despachando detrás de la barra. Como camarera ocasional, la señora Nazli. Alguien tenía que echar una mano a Thomas, porque siempre hay rastas y punkis apoltronados en los taburetes del bar a cualquier hora del día, y como acostumbran a consumir, Thomas no podía estar por todo. Los alfabetistas eran reticentes a que precisamente fuera la señora Nazli la encargada de ayudar a Thomas en el servicio. Primero, porque no sabía alemán; segundo, porque una mujer turca alfabetista poco tenía en común con aquella clientela punki; y tercero, porque sabían que en la trastienda había un colchón. La alternativa era mi hermana Kima, pero la señora Nazli insistió tanto que, para no desvelar el conflicto pasional que había entre ella y el señor Punk, los alfabetistas accedieron. Por recomendación de Thomas, disfrazaron a la señora Nazli de gótica. Sus compañeros se horrorizaron cuando la vieron pintada como una mona y con una cadena de perro alrededor del cuello.
—Pues yo creo que te favorece —le dijo Thomas, y ella se puso tan contenta.
En otra mesa del local, mi madre disimulaba ojeando una revista. La única que tenían en el bar era un catálogo de tatuajes, así que la pobre mujer se hartó de remirar todo tipo de tatuajes en todas las partes posibles del cuerpo.
—¿Aquí también se hacen tatuajes? —le preguntó en un momento dado a Thomas, señalando una fotografía muy explícita—. Nunca lo hubiera imaginado…
La mesa de mi madre estaba situada al lado del ventanal, y a cada segundo miraba a la acera para no perderme de vista.
Aparcado delante del bar okupa, estaba el taxi de Kemir. Se había pasado toda la noche dando vueltas hasta conseguir justo el sitio idóneo. Entonces, hacia las seis de la mañana, con las calles vacías, había ayudado al padre de su novia, es decir, a mi tío Abdul, a bajar a la tía Jasmin y meterla en el asiento trasero del taxi. La pobre mujer tuvo que pasarse horas sin comer ni beber.
—Lo siento, señora Jasmin —le había dicho su futuro yerno—, pero no puedo arriesgarme a que le entren ganas de hacer sus necesidades dentro del taxi. Es mi medio de vida, como bien sabe. Y a plena luz del día no la puedo sacar del coche para aliviarse en una esquina. O sea, que en ayunas. Qué le vamos a hacer.
—Al menos, dadme un hueso para roer y distraer el hambre —pidió ella, resignada.
En resumen, que desde las seis de la mañana mi tía aguardó pacientemente tapada encima con una manta y, como le habían recomendado, bien quieta.
—Una cosa es que alguien intuya que dentro del taxi hay un perro y otra muy diferente es que vean a un monstruo peludo —había dicho el tendero—, sin ánimo de faltarle el respeto, señora, ¿eh?
Kemir sí entraba y salía del taxi de vez en cuando para estirar las piernas, para fumar o para echar una meadita en el bar okupa. El resto de las horas se entretenía hablando con su futura suegra dentro del vehículo.
—Así nos vamos conociendo mejor, ¿verdad, señora Jasmin?
Por su parte, Josef, Kima, mi padre, mi tío y los dos alfabetistas se habían repartido en posiciones estratégicas.
Josef aparentaba jugar con la consola (sin batería, porque si no, habría jugado de verdad y se hubiera distraído), sentado en el bordillo de la calle Oranien, a tres metros de donde estaba yo. Antes de ocupar su puesto de vigilancia a la hora pactada, entró en el bar a beber una Coca-Cola.
—Solo una, chaval, que nos conocemos —le advirtió Thomas.
Fue entonces cuando Josef descubrió a la señora Nazli vestida de aquella manera, con minifalda, medias agujereadas y collar de perro. Se quedó sin palabras. Por su calenturienta mente debieron de pasar todo tipo de suposiciones, porque no pudo evitar abordarla:
—Señora Nazli, ¿usted cobra?
—¿Qué quieres decir, guapo?
—Que si usted cobra por hacer... eso...
—No, no, por supuesto. Lo hago gratis. Sin cobrar.
—¿Lo hace porque le gusta?
—Es mi obligación. Y mi pasión.
El pobre salió del bar tan conmocionado que ni siquiera vio a mi madre con la revista de tatuajes y se dirigió directo a mí.
—¡Vete de aquí, Josef! —le ordené—. ¡Vete a tu posición!
—¡No cobra! Lo hace gratis —me dijo.
—¿Quién lo hace gratis?
—La señora Nazli. Dice que es su pasión. Te ahorrarías una pasta.
En fin. Mientras mi padre y mi tío simulaban que conversaban en la esquina de la calle Adalbert, Kima se situó en la parada de taxis más cercana, lista para tomar uno y seguirnos si el asunto se complicaba. Los dos alfabetistas, con las cabezas cubiertas con sombreros, estaban sentados en la terraza del bar de enfrente tomando un té, en la acera contraria a la mía. Uno de ellos, el mayor, tenía la jeringuilla con el narcótico preparada en el bolsillo.
Salomon estaba conmigo. Total, a él nadie lo veía.
—¿Y si el Gran K sí te ve? ¿Y si tiene poderes de visión como Leyla?
—Es que me da no sé qué dejarte aquí solo —me dijo—. No sabemos cómo reaccionará ese hombre, ni la manera en que es capaz de secuestrarte…
—¿Y qué? ¿Acaso tú puedes defenderme? Depende de lo que haga, estoy perdido, Salomon. Pero estoy resignado. Es como un sacrificio. No tengo ganas de que nadie más sufra por mi culpa.
—Si te mata, a lo mejor resucitas como yo. Sería un palo para mí quedarme solo otra vez…
—Sí, hombre…
—Me quedaré por aquí cerca. O no, mejor voy a sentarme con Leyla y Hitler.
Vi cómo se dirigía hacía allí. Unas chicas punkis que estaban sentadas en la mesa de al lado se reían escuchando a aquel viejo zumbado que hablaba con el gato que tenía en el regazo envuelto en un pañuelo.
—Sí, chica, sí —le decía Hitler a Leyla—. Yo antes era un inconsciente. Mira que había hecho y pensado auténticos disparates… Y no te estoy hablando de la postguerra, sino de hace tan solo dos semanas… Tenía una manía a los extranjeros. Vete a saber de dónde me venía. Veía a una mujer turca y ya me sentaba mal el desayuno. No soportaba a esos que se llaman «alternativos», y mira que en este barrio hay un montón… Era como si llevase una venda en los ojos. Cuánto me avergüenzo del mal que he hecho. Te aseguro que tengo ganas de decirle cuatro cosas a ese demonio islámico que estamos esperando. Haré igual que el ángel hizo conmigo: ponerle la realidad delante de los ojos y demostrarle que se equivoca. Claro que tendré que hablarle en alemán, porque yo no hablo turco. A ver si me entiende. ¿Ves?, una cosa más que haré la semana próxima: me apuntaré a clases de árabe en algún centro cívico. Los de la tercera edad tenemos muchos descuentos para estas cosas…
Leyla miraba de vez en cuando a Salomon, que ponía los ojos en blanco.
—No me extraña que las vecinas de mesa alucinen —dijo el resucitado—. Desde que no es nazi, se repite más que un disco rayado.
Fue poco antes de las doce del mediodía cuando, como si surgiese de la nada, el Gran K se materializó delante de mí. Me quedé anonadado. Llevaba diez minutos en cuclillas en el lugar asignado con la espalda apoyada contra la pared mirando a derecha e izquierda todo el rato. Si el Gran K hubiera llegado normal, como las personas, le hubiera visto acercarse. Igualmente, lo hubieran visto mi padre y mi tío si hubiera ido por la calle Adalbert; o Kemir, que estaba sentado en el taxi sin apartar los ojos del parabrisas de cara a la Heinrichplatz.
No, aquel hombre no había venido ni del este ni del oeste… Aquel hombre se había materializado como por arte de magia (vaya, literalmente lo había hecho por arte de magia) delante de mí, en medio de la acera que yo ocupaba en la calle Oranien.
En pocos segundos saltaron las alarmas de los once humanos, los dos animales y el espíritu incorpóreo que me apoyaban en aquella situación tan delicada.
Y al mismo tiempo que oía a Leyla maullar y observaba de reojo cómo se erizaba completamente, el Gran K me dirigió la palabra:
—Hola, Kamal. ¿Qué haces aquí tan solo?
Desvié mis ojos de los suyos durante un par de segundos. A mi izquierda, atisbé cómo mi padre y mi tío echaban a correr hacia mí. Delante, los alfabetistas se incorporaban de sus sillas, el más viejo con la jeringuilla en la mano. A la derecha, Josef se había levantado, había puesto cara de luchador de kick-boxing y entrecerraba los ojos dispuesto a atacar al viejo que me abordaba. Más a la derecha, distinguí la puerta del taxi de Kemir que se abría y el hocico de mi tía Jasmin que se asomaba por la ventanilla. Distinguí a Leyla a punto de saltar, el pelaje erizado, a cuatro patas sobre las piernas del señor Hitler; y las cabezas de Thomas, de mi madre y de la señora Nazli, que salían del bar armados con los bates de beisbol que el punki había encontrado poniendo de patas arriba la trastienda del local.
Después de este intervalo de dos segundos, miré de nuevo al Gran K sin haber respondido aún a su pregunta.
—Lo esperaba, Gran K —dije finalmente.
Y a continuación no pasó nada. Bueno, de hecho, pasó que él sonrió, con mucha calma, inclinó un poco la cabeza y me guiñó un ojo.
—Me alegro, chaval. Por fin te has decidido a conocerme.
Y solo después de estos gestos y de esta frase, fui consciente de que algo no funcionaba con normalidad, porque, a pesar de estar tan cerca, ninguno de los especialistas había llegado donde estábamos.
Y es que el tiempo se había congelado. Me di cuenta cuando de nuevo aparté los ojos de mi interlocutor y descubrí, maravillado, que todo se había detenido; que todo se había parado en el tiempo. La carrera de mi padre, de mi tío, de los alfabetistas jeringuilla en mano; el salto de Leyla suspendido en el aire; el puñetazo que estaba a punto de impactar contra el Gran K y que provenía de un Josef tan estático como una estatua de mármol.
Absolutamente todo inmóvil y… silencioso: justo entonces fui consciente también del silencio. Todo el mundo a mi alrededor se había quedado en la posición exacta en la cual se encontraba antes de que se produjese el curioso fenómeno.
—¿Qué ha pasado? —le pregunté al hombre.
—Digamos que el tiempo nos ha dado una tregua para que tú y yo podamos hablar sin interrupciones inoportunas.
—¿Están vivos?
—Claro. Para ellos, esto habrá durado la infinitésima parte de un segundo de sus vidas. Ni se darán cuenta del lapsus. Cuando el tiempo vuelva a sus revoluciones normales, completarán las acciones que estaban haciendo sin haber percibido esta parada. No te preocupes.
Miré otra vez a mi alrededor y aluciné con esa visión congelada e impactante. Como si una película en 3D se hubiera interrumpido de pronto en plena escena de acción.
—Ahora me acompañarás, Kamal, hijo mío, y hablaremos tranquilamente un rato —me anticipó el Gran K—. Y después dejaremos que los berlineses continúen con su vida, que ya no será la nuestra. Pero antes, voy a rogarte que te subas el jersey para comprobar tu mancha en la espalda. Una comprobación rutinaria, como suele decirse.
Incapaz de reaccionar, de intentar escaparme, ni siquiera de pensar, me bajé la cremallera de la sudadera, me subí la camiseta y le mostré la espalda al Gran K.
—¡Por fin! —exclamó el hombre—. ¡He aquí lo que he estado buscando como un desesperado desde hace tanto tiempo! ¡Bendito seas, mi querido Kamal!
Mientras le daba la espalda, distinguí, unos metros a la derecha, sentado a la mesa que ocupaba el señor Hitler, a Salomon. Él sí se movía. Con un dedo en los labios me indicaba que no dijera nada. Y así, con los ojos que se me saltaban de las cuencas, comprobé que el efecto de congelación temporal no afectaba a los espíritus. No sabéis cuánto me alegré.
—¡No te imaginas la de veces que he soñado con este momento, querido Kamal! ¡La de horas que he pasado anhelando tener al portador de esta mancha a mi alcance! —seguía diciendo el hombre.
Salomon, a su vez, no paraba de hacerme gestos con las manos. «Tú tranquilo, déjale que hable», parecía decir. «No te precipites. Lo tenemos todo controlado».
—¿Y luego qué pasará? —le pedí al Gran K mientras me recomponía la ropa—. ¿Me matará? ¿Me convertirá en alguna bestia?
—No seas impaciente, guapo. Todo a su tiempo. Ahora, lo primero es irnos de aquí. Y tenemos que irnos a pie, mira por dónde, porque por muchos poderes que tenga, ¡no sé conducir! Cuando adopto la forma humana no me puedo teletransportar y tengo que moverme en transporte público o a pie. ¡Nadie es perfecto! Ya lo decían en una película —y soltó una carcajada brutal que retronó en medio del silencio.
Con un movimiento de cabeza me indicó que nos dirigiéramos hacia la izquierda. Antes de llegar a la calle Adalbert, disimuladamente, giré la cabeza hacia atrás para comprobar que Salomon nos seguía. Él me hizo la señal de OK con el pulgar de la mano derecha. Pasamos por el lado de mi padre y de mi tío, inmovilizados en plena carrera. Sentí pena por ellos, pero traté de que el Gran K no sospechara que reconocía a los atletas.
—¡Sí que tenían prisa estos dos! —se limitó a comentar mi raptor.
Los peatones, los coches, los autobuses también estaban congelados. Había personas sentadas en las cafeterías con la taza de café a medio camino de la boca; una florista acabando de envolver unas rosas; dos camareros detrás de un mostrador de restaurante en la acción de blandir el cuchillo en una pieza cónica de carne para preparar un kebab. Todo inmóvil y silencioso. Alcé los ojos al cielo y no vi ningún pájaro.
Nos acercábamos a la entrada del metro de Kottbusser Tor cuando, siempre disimulando, hice un gesto a Salomon para que se acercase y pudiera escuchar la conversación: mi amigo resucitado tenía que averiguar el lugar concreto al que nos dirigíamos para poder avisar a los demás. ¿Cómo los avisaría? Ni idea. En cualquier caso, era su problema.
—¿Y… adónde vamos? ¡Tengo derecho a saber adónde me lleva! —le grité al Gran K cuando Salomon estaba a mi lado y miraba a ese hombre con desconfianza y respeto.
—Al metro.
—¡Los metros no funcionan! —objeté.
—Cuando estemos en el andén, haré que vuelvan a funcionar. ¡Sí que sufres, chico!
Me detuve en seco en medio de la calle.
—¡Quiero saber adónde me lleva! —chillé en plan histérico—. ¡No pienso moverme de aquí hasta que no me diga adónde vamos!
Salomon se puso nervioso. Imaginé que temía una reacción furiosa por parte del perverso mago; si aquel tipo se enfadaba igual me convertiría en un perro que en un ratón y me metía en su bolsillo.
—Vamos a un piso que tengo en el barrio de Moabit. Quiero explicarte mi punto de vista sobre este asunto. ¡A saber qué te habrán dicho esos alfabetistas!
¿Un piso del barrio de Moabit? ¿En qué calle? ¿Qué número? ¿Cómo demonios preguntárselo para que Salomon lo oyese?
—Yo tengo una prima en Moabit —improvisé.
—¿Ah, sí? ¡Qué bien!
No me movía, aunque el hombre hacía intentos por avanzar hacia la boca de metro.
—¿A qué calle vamos? ¡Aún será la de mi prima!
—¿Y qué importancia tiene eso?
—Mi madre siempre dice que tengo que saber adónde voy. Y si la pobre me viera en esta situación, con un desconocido que me lleva a un piso de Moabit, me diría que le preguntase al menos adónde me lleva exactamente. Es importante, según ella, conocer las cosas prácticas de la vida. Para no perderse. Para poder regresar si nos perdemos.
—¿Qué tonterías dices? Venga, vamos.
—No doy un paso hasta que no me lo diga. Mi madre…
—¡Al diablo con tu madre!
—¿Usted no ha tenido madre?
Salomon se tapaba la boca con las manos y a mí también me dio la risa.
—¿Qué te hace gracia si puede saberse? —me gritó el Gran K.
—La dirección, señor —insistí—. Quiero saber adónde me lleva.
—¡Por las barbas del profeta! —se rindió el hombre—. ¡No entiendo a la juventud de hoy en día! ¡No sé qué demonios os enseñan en el colegio! Ese afán de cotillear, la falta de respeto por los mayores… Vamos a la calle Havelberger número 26. ¿Satisfecho? Ahora ya sabes dónde comenzará tu nueva vida. ¡Andando, al metro!
Salomon nos siguió hasta el andén. Las escaleras mecánicas, las normales, los quioscos, las floristerías, los pasillos… Todo lleno de gente inmovilizada.
Una vez en el andén, el Gran K me agarró con fuerza de la mano.
—Si tratas de hacer algo extraño, como chillar o ponerte a correr, ¡te juro que te convierto en un caracol! ¿Me has oído?
—Sí, señor.
A continuación inspiró profundamente, y el mundo se puso en marcha de nuevo.
Más tarde, Salomon me explicó qué había pasado desde que las cosas volvieron a ser como siempre y el tiempo comenzó a contar en sus fracciones habituales.
Él salió escopeteado del andén y subió las escaleras de dos en dos hasta llegar a la superficie. No paró de correr hasta la calle Oranien.
—Alrededor del bar de tu amigo —me dijo— todo era un caos. Tu madre se había desmayado y la alfabetista la abanicaba con un periódico viejo. Nadie se explicaba qué había ocurrido. De pronto estabas, y de pronto no estabas. Ni tú ni el Gran K. Fundidos en la nada. «Magia», insistía el alfabetista joven. «Ese malnacido ha hecho otro de sus trucos de magia y ¡se han evaporado los dos!». Tu madre, más recuperada, se puso a llorar y a gritar a los alfabetistas que por su culpa su hijo había desaparecido. Tu padre decía que se acabaron las tonterías y amenazaba con llamar a la policía y ponerla al corriente de todo. «¡La policía no puede hacer nada!», insistían los alfabetistas. «¡Estas cosas no pueden resolverse por los medios normales! ¿Cómo le explicará a la policía que su cuñada es una especie de tigre? ¿Y que este gato es una niña? ¡Van a tomarnos por locos!». A todo esto, los gruñidos de tu tía Jasmin dentro del taxi eran aterradores, créeme. La gente se paraba a mirar de dónde venían aquellos aullidos. El taxista ese de tu prima arrancó y se la llevó. Y el punki diciendo que aquello era como si se hubiera tomado un ácido. Hitler todavía preguntaba que dónde estaba el demonio al que tenía que convencer con el mensaje del ángel Clarence. Lo dicho: un caos total. Yo me puse a buscar como un desesperado a Leyla, la única que me podía ver para darle la dirección de Moabit. Pero Leyla no estaba. Menos mal que Josef preguntó: «¿Dónde está el gato». Todos recordaban que Leyla había saltado sobre el Gran K, así que al esfumarse este, debía de haberse quedado con un palmo de narices. Leyla llegó poco después abatida, restregándose por las paredes, por los postes de las farolas y de los semáforos. Pobrecita. Me dirigí a ella antes de que lo hicieran los otros. Me dijo que había seguido tu olor hasta el metro, que una vez allí lo había perdido, y que por eso estaba convencida de que nunca más te volvería a ver. «Sé adónde se lo ha llevado», le anuncié. Y el gatito se puso la mar de feliz. Para mí que esta tía se ha enamorado de ti, chaval. Alucina.
Como os digo, todo esto lo supe más tarde. En aquel momento, yo hacía un largo trayecto en metro. El Gran K y yo pasábamos perfectamente por un abuelo que lleva a su nieto agarrado de la mano. De vez en cuando me hacía carantoñas, y me preguntaba si me apetecía un bratwurst o unas patatas fritas. Yo me fijaba en el nombre de las estaciones para comprobar que, efectivamente, íbamos al barrio que me había dicho. En Kunfürsterdamm hicimos transbordo y tomamos la línea 2. Bajamos en Birkenstrasse. Aliviado, constaté que el nombre de la calle por la que caminábamos se llamaba Havelberger.
El Gran K abrió un portal y subimos al tercer piso. El interior estaba amueblado y era acogedor, aunque enseguida intuí que no era su casa. Vete a saber con qué malas artes había conseguido las llaves de aquel refugio. Había una habitación llena de estanterías con mil y un catálogos de arte. De una persona culta, una mujer, seguro, y que debía de dominar muchas lenguas, porque tenía libros en alemán, en francés, en castellano y en inglés.
Nos sentamos en la espaciosa cocina. El Gran K abrió la nevera y me preguntó si me apetecía un zumo. Yo me encogí de hombros.
—¿Lo quieres o no? ¡Diantre con estos críos! ¡Cómo os cuesta decir las cosas! Siempre con esa apatía…
—Lo que quiero es regresar a mi casa. Usted está cometiendo un delito. Me está reteniendo contra mi voluntad. Además, soy un menor. Y me temo que este piso no es suyo. O sea, violación de propiedad ajena.
El hombre me contemplaba con la boca abierta.
—No os entiendo. Te lo digo en serio: no entiendo a la juventud de hoy en día… ¿Solo te preocupa esto? Estás a punto de comenzar una nueva vida en una era nueva, y te preocupas por el propietario del piso…
Me da una pereza infinita reproducir la cantidad de tonterías, teorías, maquinaciones e historias absurdas con las que ese hombre me llenó la cabeza aquel día: que si el alfabetismo, que si los padres espirituales de no sé quién, que si las profecías, que si este o que si aquel otro. Una paliza. Yo no le había pedido que justificara sus acciones malévolas, pero al viejo se le había metido entre ceja y ceja que, antes de liquidarme, enterrarme vivo o cortarme por la mitad, debía soltarme aquel rollo pretencioso sin pies ni cabeza.
—En resumen —dijo al cabo de una eternidad—, de todo lo que te contaron los alfabetistas, ni caso. Yo te he expuesto la verdad. Yo soy el único que tiene la clave para salvarte, a ti y a la humanidad futura, la que resurgirá de las cenizas de esta sociedad corrupta en la que vivimos. Por eso ni tú ni yo estaremos en Estambul el día 31 de diciembre. Tú y yo, las letras K y F del alfabeto, seremos los padres de la nueva humanidad, los fundadores del nuevo sistema. Te demostraré, en los años venideros, que mis teorías son acertadas, y me agradecerás por los siglos de los siglos que te haya liberado de este mundo decadente y que te haya conducido hacia la nueva era —hizo una pausa dramática—. ¿Qué te parece?
—Le quiero hacer una pregunta.
—Dime.
—¿Puede concederme un deseo? Antes de que comience la nueva era, quiero decir.
—¿De qué se trata?
—De mi tía Jasmin. Y de la niña que usted secuestró hace dos días. ¿Puede volver a convertirlas en las personas que eran? Solo le pido eso. Conmigo haga lo que quiera, pero me gustaría que ellas volvieran a ser como antes.
Pensé que, si conseguía que devolviera su apariencia humana a las personas que yo amaba, me sentiría más recompensado por mi sacrificio. Y si el mundo tenía que explotar el día 31 para entrar en la nueva era, por lo menos que mi tía y Leyla vivirían con naturalidad los últimos meses de su vida.
—Pues no son las únicas. He tenido que convertir a un montón de personas en bestias para encontrarte.
Hala, leña al fuego para hacerme sentir culpable.
—¿Qué me dice? ¿Me hará este favor?
—Depende. Si te portas bien, quizá sí.
—Me portaré bien, señor. Se lo prometo.
—Esta tarde nos dedicaremos a comprarte un par de mudas de recambio. Quiero que tengas un poco de ropa. Y después nos iremos de la ciudad para siempre. ¿Qué te parece? ¿Te hace ilusión estrenar ropa?
Por enésima vez, me encogí de hombros.
—¡No, si ahora resulta que nada te hace ilusión! ¡No hay quien os entienda!