Cuando Emma ve a sus suegros, Nachman y Esther, al bajar del paquebote, la invade una sensación extraña. 

¿Adónde han ido a parar los trajes de tres piezas? ¿Los collares de perlas? ¿Los cuellos de encaje y las corbatas de lunares? Su suegra lleva una rebeca deforme, y en cuanto a Nachman, su pantalón cae todo retorcido sobre unos viejos zapatos desgastados. 

Emma mira a su marido, ¿qué ha sucedido? Sus suegros han cambiado tanto..., la vida de agricultores ha transformado sus cuerpos. Han echado tanta tripa como músculos. Sus rasgos son más toscos y sus pieles curtidas por el sol se han llenado de arrugas profundas. 

«Tienen cara de indios», se dice Emma. 

 

La risa atronadora de Nachman resuena en la cocina mientras busca desesperadamente la botella que ha preparado para su llegada a Migdal. 

—«Hombre, recuerda que polvo eres y en polvo te convertirás» —dice cogiendo a Emma del brazo—, pero, mientras tanto, ¡bebamos un vodka! ¡Espero que no os hayáis olvidado de mis pepinillos! 

El tarro de vidrio ha cruzado cuatro fronteras sin romperse. Emma saca de su maleta los malosol’nye, que en ruso significa «ligeramente salados». Los pepinillos nadan en salmuera, aromatizados con clavo e hinojo, los preferidos de Nachman. 

«Mi padre ha cambiado mucho —se dice Ephraïm mientras lo observa—, ha engordado, también se ha vuelto más amable, se ríe a menudo... La leche envejece para convertirse en queso...». 

Luego mira a su alrededor, la casa de sus padres. Todo es rudimentario. 

—¡Voy a enseñaros el naranjal! —suelta Nachman, orgulloso de sí mismo— ¡Vamos! ¡Venid! 

Las niñas corren hacia los canales serpenteantes, ríos en miniatura a través de los naranjos hasta donde alcanza la vista. Por encima de las tapias bajas, ellas posan concienzudamente un pie tras otro, con los brazos en posición de funámbulo, para no caer en los cauces de irrigación. 

Los jornaleros se sorprenden al ver pasar a las nietas del patrón, cuyos zapatos, llenos de polvo, se estropean entre los naranjos. A la hora de la siesta van a descansar a la sombra de los algarrobos de troncos anchos y retorcidos, rugosos, cuyas flores de color rojo carmín manchan la ropa. Myriam se acordará de que sus semillas daban una harina con sabor a chocolate. 

Una vez recolectadas, explica Nachman, las naranjas se transportan en carreta a grandes almacenes donde las mujeres, sentadas en el suelo, las envuelven. Una a una. Es un trabajo largo y pesado. Humedecen sus dedos para pegar con rapidez el «papel de seda», un papel japonés fino como el papel de fumar. 

Ephraïm y Emma siguen con esa impresión que los ha invadido al llegar. Se esperaban edificios nuevos y rutilantes, pero todo está fabricado de cualquier manera. Constatan que los negocios no van viento en popa, como contaban los padres en sus cartas. Palestina no es una tierra de abundancia para los Rabinovitch. La verdad es que a Nachman y Esther les cuesta sacar adelante su naranjal. 

Ephraïm ha llegado con proyectos en su equipaje. Con planos de máquinas con la esperanza de lograr alguna patente. Se había imaginado que su padre financiaría el desarrollo de sus ideas. Por desgracia, las dificultades materiales de sus padres lo obligan a buscar trabajo. 

Enseguida lo contratan en Haifa, en una empresa de electricidad, la Palestine Electric Corporation, gracias a la comunidad judía, muy solidaria. 

—¡Pues sí, ahora soy sionista! —anuncia Nachman, orgulloso, a su hijo. 

Nachman va a buscar un libro leído, releído y anotado, que tiende a Ephraïm. 

—Esta es la verdadera revolución. 

El libro se titula El Estado judío. El autor, Theodor Herzl, expone los fundamentos de la creación de un Estado independiente. 

Ephraïm no lee el libro. Reparte su tiempo entre el naranjal de sus padres, donde tiene que echar una mano generosa, y su trabajo de ingeniero en la P. E. C. Apenas si le queda alguna que otra noche para consagrarse a sus proyectos personales. A menudo se queda dormido encima de sus planos. 

Emma sufre al ver los sueños de su marido rotos antes de realizarse. En cuanto a ella, deja de tocar el piano por falta de instrumento. Para no olvidarse, pide a Nachman que le fabrique un teclado con trocitos de madera. Las hijas aprenden a tocar en silencio en un piano de mentira. 

Ephraïm y Emma se consuelan al ver que Myriam y Noémie son felices con esa vida al aire libre. Les encanta caminar bajo las palmeras agarrando a sus padres de la manga. Myriam va a la guardería en Haifa, aprende hebreo; Noémie también. El movimiento sionista incentiva la práctica de la lengua. 

 

—¿Quieres decir que los judíos no hablaban hebreo antes, en su vida cotidiana? 

—No. La lengua hebraica era la lengua de los textos sagrados, únicamente. 

—¿Algo así como si Pascal, en lugar de traducir la Biblia al francés, hubiera animado a la gente a aprender latín? 

—Exactamente. El hebreo es, pues, el tercer alfabeto que Myriam aprende a leer y escribir. Con dieciséis años, Myriam sabe ya expresarse en ruso, en alemán, gracias a su niñera de Riga, y en hebreo, y conoce ciertos rudimentos de árabe... y entiende el yidis. Por el contrario, no habla una palabra de francés. 

 

En el mes de diciembre, para Janucá, la fiesta de las luces, las dos hermanas aprenden a fabricar velas con naranjas, confeccionando un pabilo con el rabo después de vaciar la corteza de pulpa. Después hay que llenarla de aceite de oliva. Los ritos litúrgicos marcan el ritmo del año de las niñas: Janucá, Pésaj, Sucot, Yom Kipur... Y luego, un nuevo acontecimiento, un hermanito; llega el 14 de diciembre de 1925. Itzhaak. 

Tras el nacimiento de su hijo, Emma retorna a la religión. Ephraïm no tiene fuerzas para oponerse a ello —protesta a su manera, afeitándose el día de Yom Kipur—. En otro tiempo, su madre suspiraba cuando su hijo provocaba a Dios. Pero ahora ya no se lo reprocha. Todo el mundo se da cuenta de que Ephraïm no se encuentra bien, agotado por el calor, por sus idas y venidas entre Migdal y Haifa. Parece huir de sí mismo. 

Pasan cinco años de esa vida. Son ciclos. Un poco más de cuatro años en Letonia. Casi cinco años en Palestina. Al contrario que en Riga, donde su decadencia fue tan rápida como brutal, su situación en Migdal se degrada de año en año, lenta pero inexorablemente. 

 

—El 10 de enero de 1929, Ephraïm escribe a Borís, su hermano mayor, una carta que voy a enseñarte. Una carta en la que confiesa el desastre que representa la aventura palestina para sus padres y para él. Cuenta que está «sin un céntimo y sin ningún tipo de perspectiva, sin saber adónde voy, si tendré para comer mañana, sin saber tampoco cómo dar pan a mis hijos». También dice: «La hacienda de nuestros padres está completamente endeudada». 

 

Las celebraciones del Pésaj en Palestina no se parecen a las rusas. Los cubiertos de plata se ven sustituidos por viejos tenedores de dientes torcidos. Ephraïm contempla a su padre desempolvar la Hagadá, que se ensucia de año en año. Con todo, no puede dejar de enternecerse al ver a sus hijas leyendo como pueden el relato de la salida de Egipto en libros demasiado grandes para sus manitas. 

Pésaj en hebreo —explica Nachman— significa «pasar por encima». Porque Dios pasó por encima de las casas judías para preservarlas. Pero significa también un pasaje, un paso, el paso del mar Rojo, el paso del pueblo hebreo convertido en pueblo judío, el paso del invierno a la primavera. Es un renacimiento. 

Con la boca pequeña, Ephraïm repite las palabras de su padre, que se sabe de memoria. Las ha oído cada año, las mismas palabras, las mismas frases, desde hace casi cuatro décadas. 

—Cuarenta años, dentro de nada... —se asombra Ephraïm. 

Esa noche, su mente le lleva a encontrarse con su prima. Aniuta. Nunca pronuncia su nombre en voz alta. 

Má nishtaná haláila hazé mikól haleilót? ¿En qué se diferencia esta noche de todas las demás? Nosotros éramos esclavos del faraón en Egipto... 

Esas preguntas planteadas por las niñas llevan a Ephraïm a divagar. De repente siente miedo, miedo a morir en ese país sin haber cumplido su destino. Esa noche no consigue conciliar el sueño. La melancolía se apodera de él, se convierte en un paisaje mental por donde se pasea, a veces días enteros. Tiene la impresión de que su vida, su verdadera vida, nunca ha empezado. 

Recibe cartas de su hermano que agravan su mal. 

Emmanuel es más feliz que nunca. Ha solicitado la nacionalidad francesa con el apoyo de Jean Renoir, que le ha escrito una carta de recomendación. Aparece en sus películas y empieza a tener un nombre. Vive con su prometida, la pintora Lydia Mandel, en el número 3 de la rue Joseph Bara, en el distrito 6, entre la rue d’Assas y la rue de Notre-Dame-des-Champs, muy cerca del barrio de Montparnasse. Al leer esas cartas, Ephraïm tiene la impresión de oír, a lo lejos, el alegre eco de una fiesta donde su hermano se divierte sin él. 

Emma se da cuenta de que el comportamiento de Ephraïm ha cambiado. Pregunta a la rabanit de la sinagoga. 

—No es culpa tuya si tu marido está triste, troyerik. Se debe al aire de este país: es como un animal desplazado a una latitud que no conviene a su temperamento. No podrás hacer nada mientras sigáis viviendo aquí. 

—Por una vez, la mujer del rabino no dice tonterías —confirma Ephraïm—. Tiene razón, no me gusta este país. Echo de menos Europa. 

—Muy bien —contesta Emma—. Mudémonos a Francia. 

Ephraïm coge el rostro de Emma entre las manos y le da un fuerte beso en los labios. Ella, sorprendida, se echa a reír, con una risa que no había resonado en su garganta desde hacía mucho tiempo. Esa misma noche, Ephraïm se pone de nuevo a estudiar sus planos en la mesa de la cocina. Para conquistar París no llegará con las manos vacías, sino con un invento: una máquina para amasar pan que acelera el proceso de levado de la masa. ¿Acaso no es París la capital de la baguette? A partir de ese momento ya solo piensa en sus proyectos. Ephraïm vuelve a ser el brillante ingeniero capaz de trabajar en su patente noches enteras sin descanso. 

Aquel día de junio de 1929, Emma va a buscar a sus hijas para anunciarles la noticia. Las ve a lo lejos, caminando una detrás de la otra, como dos pequeñas gimnastas en equilibrio, sobre la pequeña tapia de tierra blanca que sirve para conducir el agua milagrosa del lago de Tiberíades. Emma se lleva a Myriam y a Noémie aparte, al almacén de las naranjas. El olor brillante a petróleo es tan fuerte que impregna el cabello de las niñas hasta la noche, cuando el perfume sigue flotando en el dormitorio. 

Emma despliega un envoltorio de seda de los cítricos, con el dibujo de un barco rojo y azul. 

—¿Veis este barco que transporta nuestras naranjas a Europa? —pregunta Emma a sus hijas—. Pues bien, ¡vamos a viajar en él! Va a ser apasionante descubrir el mundo. 

Luego Emma coge una de las naranjas en la mano. 

—¡Imaginad que es el globo terrestre! 

Ante la mirada de sus hijas, va arrancando trozos de corteza, para dibujar la tierra y los océanos. 

—¿Veis? Estamos aquí. Y... vamos a ir... ¡aquí! ¡A Francia! ¡A París! 

Emma coge un clavo y lo inserta en la carne de la naranja. 

—¡Mirad, es la torre Eiffel! 

Myriam escucha a su madre, atenta a esas palabras nuevas: París, Francia, torre Eiffel. Pero, tras ese discurso lleno de júbilo, ha entendido. 

Habrá que partir. Partir de nuevo. Así es. Myriam está acostumbrada. Sabe que, para no sufrir, basta con andar todo recto, hacia delante, y nunca nunca volver la vista atrás. 

La pequeña Noémie se echa a llorar. Para ella es terrible dejar a los abuelos, dioses míticos de ese paraíso poblado de olivos y palmeras datileras, donde, sentada en sus piernas, duerme siestas a la sombra de los granados. 

 

—Todo está listo, papá —dice Ephraïm a su padre—. Emma pasará el verano en Polonia antes de reunirse conmigo en París. No ha visto a su familia desde hace tiempo y quiere presentarles a Itzhaak. Mientras tanto, yo me adelantaré e iré a Francia para preparar la llegada de las chicas y encontrar un alojamiento. 

Nachman sacude su barba algodonosa de derecha a izquierda. Su marcha no es buena idea. 

—¿Qué crees que vas a ganar yendo a París? 

—¡Una fortuna! Con mi máquina de hacer pan. 

—Nadie te hará caso. 

—Papá..., ¿no se dice «feliz como un judío en Francia»? Ese país siempre ha sido bueno con nosotros. ¡Dreyfus! ¡El país entero se sublevó para defender a un judío desconocido! 

—Solo la mitad del país, hijo mío. Piensa en la otra mitad... 

—Déjalo...; en cuanto tenga un poco de dinero, os pagaré el viaje allí. 

—No, gracias. Beser mit un klugn dans gehenem eyder mit a nar in ganeydn... Más vale ser un sabio en el infierno que un imbécil en el paraíso.