En el paquebote que lo lleva de Haifa a Marsella, Ephraïm tiene una sensación extraña. Lleva diez años sin estar nunca solo. Solo en una cama, solo para leer, solo para cenar cuando le apetezca. Los primeros días busca sin parar a su alrededor la presencia de los niños, sus risas y hasta sus peleas. Y luego, de repente, la delicada imagen de su prima viene a llenar el espacio vacío. Obsesiona su mente todo el tiempo que dura la travesía. En la cubierta, con la mirada clavada en la espuma de las olas en el surco del barco, él imagina las cartas que podría escribirle: «An... Aniuta querida, Anushka, mi abejita..., te escribo en el buque que me lleva a Francia...». 

Al llegar a París, Ephraïm se encuentra con su hermano menor, Emmanuel, que ha obtenido la nacionalidad francesa. Aparece con un nuevo patronímico en los créditos de las películas: ahora se llama Manuel Raaby, y no Emmanuel Rabinovitch. 

—¡Pareces tonto! ¡Tenías que haber escogido un nombre completamente francés! —se sorprende Ephraïm. 

—¡Ah, no! ¡Necesitaba un nombre de artista! Puedes pronunciarlo Rueibi, a la americana. 

Ephraïm suelta una carcajada, porque su hermanito tiene pinta de cualquier cosa menos de americano. 

Emmanuel está trabajando con Jean Renoir. Ha hecho una breve aparición en La cerillera e interpreta uno de los papeles principales en Escurrir el bulto, una comedia antimilitarista rodada en Argelia. Figurará asimismo en el reparto de La noche de la encrucijada, basada en una de las novelas del detective Maigret, de Simenon. 

La llegada del cine sonoro le obliga a perfeccionar su dicción para borrar el acento ruso. También asiste a clases de inglés y se apasiona por Hollywood. 

Gracias a sus contactos, Emmanuel ha encontrado una casa para Ephraïm cerca de los estudios cinematográficos de Boulogne-Billancourt. Así es como, a finales de aquel verano, los cinco Rabinovitch, Ephraïm, Emma, Myriam, Noémie y el que ahora llaman Jacques, se instalan en el número 11 de la rue Fessart. 

En septiembre de 1929, las niñas aún no van a la escuela. Viene un preceptor a casa a enseñarles francés. Lo aprenden más deprisa que sus padres. 

Emma da clases de piano a los niños de los barrios elegantes. Hace cinco años que no ha tocado un instrumento de verdad. Ephraïm consigue entrar en el consejo de administración de una sociedad de ingeniería automotriz, la Sociedad de Carburantes, Lubricantes y Accesorios. Un buen comienzo para empezar a hacer negocios. 

Toda va muy rápido, muy bien, como en los primeros tiempos de Riga. Pasan dos años. Ephraïm envía una carta a su padre, en la que se felicita por su decisión. 

El 1 de abril de 1931, la familia se muda de Boulogne a las puertas de París, al número 131 del Boulevard Brune, cerca de la Porte d’Orléans. El edificio, de construcción reciente, cuenta con comodidades modernas: gas ciudad, agua y electricidad. Ephraïm se siente feliz al poder ofrecer ese lujo a su mujer y sus hijos. Se entusiasma con el Crucero Amarillo, una expedición organizada por la familia Citroën entre Beirut y China. 

—Una familia judía de Holanda que vendía limones antes de hacerse rica con los diamantes y luego con los automóviles... Limones, citrons, ¡Citroën!  

Esos destinos fascinan a Ephraïm, que también quiere obtener la nacionalidad francesa. Sabe que las gestiones llevarán su tiempo, pero está decidido a llegar hasta el final. 

Ephraïm decide que sus hijas irán al mejor instituto de París. En primavera, la directora del Lycée Fénelon recibe a los Rabinovitch para una pequeña visita al centro. Fundada a finales del siglo XIX, es la primera institución laica «de excelencia» para señoritas. 

—Las profesoras son muy exigentes con las alumnas —advierte. 

Para unas pequeñas extranjeras que no hablaban una palabra de francés dos años antes será difícil lograrlo. 

—Pero no deben desanimarse. 

Al pasar por delante de la ventana del gimnasio, los Rabinovitch entrevén los brazos y las piernas de las jovencitas dando vueltas silenciosamente en el aire, como polillas. 

Myriam y Noémie se quedan impresionadas por el aula de dibujo, decorada con bustos de estatuas griegas en yeso. 

—Parece el museo del Louvre —dicen a la directora. 

Myriam y Noémie lamentan no almorzar en el comedor. El refectorio es tan bonito, con sus manteles blancos, sus cestitos de mimbre para el pan, sus pequeños ramos de flores. Es como un restaurante. 

En Fénelon, la disciplina es severa y la apariencia correcta, imperativa. Blusa beis con el nombre y la clase bordados en rojo, y nada de maquillaje. 

—Prohibidos los chicos esperando en los alrededores del instituto, incluidos los hermanos —anuncia secamente la directora. 

Bajo la gran escalinata, la estatua en bronce de Edipo ciego, guiado por su hija Antígona, fascina a las crías. 

Cuando salen a la calle, Ephraïm se agacha y coge de la mano a sus dos hijas: 

—Tenéis que ser las primeras de la clase, ¿entendido? 

 

En septiembre de 1931, las niñas empiezan el curso en la enseñanza primaria del Lycée Fénelon. Myriam tiene casi doce años y Noémie, ocho. En su ficha de matrícula puede leerse: «Palestinas de origen lituano, sin nacionalidad». 

Para ir al Fénelon, Myriam y Noémie cogen el metro todas las mañanas. Diez estaciones separan la Porte d’Orléans de Odéon, luego cruzan la Cour Rohan, que va a desembocar en la rue de l’Éperon. El trayecto dura media hora en total, sin correr. Lo hacen cuatro veces al día: al ser externas, tienen que volver a mediodía al Boulevard Brune para almorzar en apenas veinte minutos. El comedor sale más caro que el metro. 

Esos recorridos cotidianos son auténticas pruebas de obstáculos para las niñas. Permanecen pegadas la una a la otra como soldaditos valientes. Myriam está siempre junto a Noémie para que su hermana no tenga ningún percance desagradable en el metro. Noémie siempre está junto a Myriam para atraer la simpatía de las demás niñas en el patio del recreo. Ahora funcionan como el gobierno de un pequeño Estado en el que reinan ambas. 

 

—En 1999, cuando rellené el formulario para entrar en el Lycée Fénelon a las clases preparatorias para la École Normale Supérieure, ¿tú sabías que Myriam y su hermana habían sido alumnas allí setenta años antes? 

—¡Qué va! Aún no había empezado con mis pesquisas. Si no, te lo habría contado, claro. 

—¿No te parece sorprendente? 

—¿Qué? 

—En esa época, yo soñaba con ingresar en el Lycée Fénelon, ¿te acuerdas? Estaba tan decidida en el momento de preparar el dosier de candidatura... Como si... 

 

La familia se muda nuevamente en febrero de 1932. Ephraïm ha encontrado un piso más grande en la rue de l’Amiral-Mouchez, 78, 5.ª planta, en un edificio de ladrillo que sigue existiendo hoy. Es un piso de cuatro habitaciones, cuarto de baño, aseo y recibidor, gas ciudad, agua y electricidad. Tiene el teléfono instalado: GOB(elins) 22-62. En el bajo hay una oficina de correos. La casa está pegada al Parc Montsouris, a dos pasos de la estación de metro Cité Universitaire. Las niñas solo tienen dos estaciones para llegar al instituto, lo que les facilita el día a día. Luego basta con atajar cruzando por el Jardin du Luxembourg, rodeando el tiovivo ese donde no se gana nada al juego de la sortija. 

Para Emma es la quinta mudanza desde que es madre. Cada ocasión le supone una dura prueba: hay que ordenarlo todo, decidir qué se conserva y qué no, lavar, empaquetar. No le gusta, al llegar a una casa nueva, en un barrio nuevo, esa sensación de ponerse a buscar nuevas costumbres como si se tratara de objetos perdidos. 

Así van sucediéndose los meses, las niñas crecen y ganan en confianza. Jacques, el pequeño, sigue siendo ese niño gordinflón y mofletudo en el regazo de su madre. 

El porvenir se antoja prometedor. Myriam, con trece años, se imagina como estudiante universitaria en la Sorbona, una vez que supere el examen de acceso. Por la noche le cuenta a su hermana pequeña la vida que les espera. Los bares llenos de humo de tabaco del Quartier Latin, la biblioteca Sainte-Geneviève. Han asumido la idea de que tienen que cumplir el destino inconcluso de su madre. 

—Me instalaré en una buhardilla en la rue Soufflot. 

—¿Podré ir a vivir contigo? 

—Claro, tú tendrás otra buhardilla, justo al lado de la mía. 

Y con esas historias se estremecen de felicidad.