Una alumna del Lycée Fénelon organiza un té de cumpleaños para sus compañeras de clase. Todas las niñas de la clase están invitadas. Todas, salvo Noémie, que vuelve a casa con las mejillas encarnadas de ira. Ephraïm se siente aún más ofendido que ella al enterarse de que no la han invitado a ese cumpleaños, organizado por una familia francesa de rancio abolengo en su mansión del distrito 16.
—La verdadera nobleza es la del saber —explica Ephraïm—. Iremos a visitar el Louvre mientras esas señoritas se atiborran a pasteles.
Ephraïm camina con sus dos hijas en dirección al carrusel. En el Pont des Arts, un tipo lo para bruscamente, agarrándolo del brazo. Ephraïm está a punto de discutir, pero reconoce a un amigo del Partido Socialista Revolucionario, al que no ha visto desde hace quince años.
—¿No te habías mudado a Alemania, en el momento del juicio? —le pregunta Ephraïm.
—Sí, pero me fui hace un mes para venir aquí con mi mujer y mis hijos. La situación es difícil para nosotros allí, ya lo sabes.
El hombre evoca un incendio que tuvo lugar los días precedentes y que destruyó la sede del Parlamento. Evidentemente, se ha acusado a los comunistas y los judíos. Luego habla de los odios antisemitas del nuevo partido en el Reichstag, el Partido Nacionalsocialista Obrero.
—¡Quieren excluir a los judíos de la función pública! ¡Sí! ¡A todos los judíos! ¡No me digas que no estabas al corriente!
Esa misma noche lo comenta con Emma.
—Ese tipo, me acuerdo, ya en aquellos tiempos se agobiaba por todo... —suaviza Ephraïm para no asustarla.
Pero Emma se muestra preocupada. No es la primera vez que oye decir que los judíos están siendo maltratados en Alemania, y que es más grave de lo que parece. Le gustaría que su marido se informara mejor.
Al día siguiente, Ephraïm va al quiosco de periódicos de la Gare de l’Est para comprar la prensa alemana. Lee los artículos donde se acusa a los judíos de todas las desgracias. Y, por primera vez, descubre el rostro del nuevo canciller, Adolf Hitler. Al llegar a casa, se afeita el bigote.