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El 13 de julio de 1933 es el día de la gran entrega de los premios del Lycée Fénelon. Las profesoras están reunidas en torno a la directora, que preside el acto sobre el estrado decorado de escarapelas tricolores. La coral de las alumnas entona «La Marsellesa». 

Myriam y Noémie están delante, juntas. Noémie tiene el rostro redondo de su madre, pero la finura de los rasgos de su padre. Es una niña dulce, sonriente y espabilada. La cara de Myriam es más severa. Seria, íntegra, las compañeras no la solicitan tanto en el patio de recreo. Pero cada año la eligen delegada de la clase.  

La señora directora anuncia los premios de excelencia, los primeros premios, los accésits y los cuadros de honor. En su discurso, cita el ejemplo de las hermanas Rabinovitch, que han realizado un recorrido ejemplar desde que entraron en la institución. 

Myriam, que pronto cumplirá catorce años, obtiene el premio de excelencia de su clase y se lleva los primeros y segundos premios de todas las asignaturas menos gimnasia, costura y dibujo. Noémie, con diez años, también recibe felicitaciones. 

Emma se pregunta, casi preocupada, si todo eso no es demasiado bonito para ser verdad. Ephraïm está pletórico. Por fin, sus hijas forman parte de la élite parisina. 

«Orgulloso como un castaño frondoso, que muestra sus frutos al caminante», así lo habría definido Nachman. 

Después de la ceremonia, Ephraïm decide que toda la familia volverá a pie a la rue de l’Amiral-Mouchez. 

La calma de los jardines del Luxemburgo, en ese 13 de julio, es irresistible. En la armonía de ese jardín a la francesa, donde revolotean las mariposas bajo la mirada de las estatuas de las Reinas de Francia y mujeres ilustres, los niños vacilan al dar sus primeros pasos junto al estanque de los barquitos de madera. Las familias vuelven tranquilamente a sus casas, disfrutando de la belleza de los parterres y del murmullo de las fuentes. Se saludan con un gesto de la cabeza, los señores se descubren y sus esposas sonríen con gracia, delante de las sillas de color verde que esperan los traseros de los estudiantes de la Sorbona. 

Ephraïm agarra con fuerza el brazo de Emma. No da crédito, no acaba de creerse que sea uno de los personajes de ese decorado tan francés. 

—Pronto tendremos que buscarnos otro apellido —dice mirando a lo lejos con aire serio. 

La seguridad de conseguir la nacionalidad francesa le da miedo a Emma, que estrecha con fuerza la manita de su hijo menor, como para conjurar la suerte. Les da vueltas a las frases que ha oído, durante el discurso de la directora, de algunas madres que cuchicheaban a su espalda: 

—¡Qué vulgares son esas personas, exultantes de orgullo por sus hijas! 

—¡Están tan pagados de sí mismos! 

—Quieren aplastarnos empujando a sus hijas a que ocupen los mejores puestos. 

Durante la velada, Ephraïm propone a su mujer y a sus hijas ir al baile popular del barrio para celebrar la toma de la Bastilla, como todo buen francés. 

—Las niñas se han esforzado, ¿no? Podemos celebrarlo. 

Ante el buen humor de su marido, Emma ahuyenta los malos pensamientos. 

Myriam, Noémie y Jacques nunca han visto bailar a sus padres. Contemplan con sorpresa cómo se enlazan al son del estribillo de la tonada. 

 

—Ese 13 de julio, Anne, recuerda bien esta fecha, ese 13 de julio de 1933 es un día de fiesta para los Rabinovitch, hasta diría que un día de felicidad perfecta.