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Al día siguiente, el 14 de julio de 1933, Ephraïm se entera por la prensa de que el partido nazi se ha convertido oficialmente en el único partido de Alemania. El artículo precisa que se impondrá la esterilización a las personas afectadas de enfermedades físicas y mentales con el fin de salvaguardar la pureza de la raza germánica. Ephraïm cierra el periódico y decide que nada alterará su buen humor. 

Emma y los niños hacen las maletas. Pasan el fin del mes de julio en Lodz, en casa de los Wolf. Maurice, el padre de Emma, regala a Jacques su talit, el gran chal de oración de los hombres: 

—Así llevará a su abuelo a sus espaldas el día en que jure fidelidad a la Torá —dice Maurice a su hija, evocando así la Bar Mitzvá de su nieto. 

Ese regalo designa a Jacques como el heredero espiritual de su abuelo. Emma, emocionada, coge el chal ancestral, desgastado por el tiempo. Y, a pesar de todo, en el momento de colocarlo en la maleta, siente en la yema de los dedos que ese regalo podría envenenar su pareja. 

En agosto, Emma y los niños pasan quince días en la granja experimental del tío Borís, en Checoslovaquia, mientras Ephraïm permanece en París, aprovechando la tranquilidad del piso para poner a punto su máquina de amasar pan. 

Esas vacaciones suponen para los hijos Rabinovitch una felicidad profunda. «Echo de menos Polonia —escribe Noémie, unos días después de volver a París—. ¡Qué bien estábamos! Me parece que sigo oliendo el perfume de las rosas del tío Borís. ¡Ay, sí! Echo de menos Chequia, la casa, la huerta, las gallinas, los campos, el cielo azul, los paseos, el país». 

Al año siguiente, Myriam se presenta al concurso general de español. Es la sexta lengua que domina. Se interesa por la filosofía. A Noémie le encanta la literatura. Escribe poemas en su diario íntimo y redacta novelitas cortas. Obtiene el primer premio de lengua francesa y de geografía. Su profesora, la señorita Lenoir, anota que «posee grandes cualidades literarias» y la anima a escribir. 

«Ver mis escritos publicados un día», fantasea Noémie con los ojos cerrados. 

La adolescente tiene ahora una larga melena negra recogida en unas trenzas que coronan su cabeza, a la manera de las jóvenes intelectuales de la Sorbona. Admira a Irène Némirovski, que se ha dado a conocer con su novela David Golder

—He oído decir que da una mala imagen de los judíos —comenta preocupado Ephraïm. 

—En absoluto, papá..., ni siquiera la conoces. 

—Más te valdría leer los premios Goncourt y sobre todo a los novelistas franceses. 

El 1 de octubre de 1935, Ephraïm presenta los estatutos de su sociedad, la SIRE, Sociedad Industrial de Radio-Electricidad, sita en la rue Brillat-Savarin n.os 10-12, en el distrito 13. En la Cámara de Comercio de París, donde queda registrada, el formulario indica que Ephraïm es «palestino». La SIRE es una sociedad de responsabilidad limitada, de veinticinco mil francos de capital, constituida por doscientas partes de cien francos cada una. Ephraïm posee la mitad, la otra mitad la comparten dos socios, Mark Bologuski y Ozjasz Komorn, ambos polacos. Ozjasz pertenece como él al consejo de administración de la Sociedad de Carburantes, Lubricantes y Accesorios, sita en la rue du Faubourg Saint-Honoré, 56. La sociedad está fichada en el servicio de contraespionaje. 

 

—Mamá, espera. Espera —dije abriendo la ventana de la habitación, llena de humo—. No te sientas obligada a entrar en cada detalle, a darme cada dirección. 

—Todo es importante. Estos detalles son los que me han permitido reconstruir poco a poco el destino de los Rabinovitch, y te recuerdo que partí de la nada —me respondió Lélia mientras encendía un cigarrillo con la colilla del anterior. 

 

Jacques, que tiene casi diez años, vuelve de la escuela conmocionado. Se encierra en su cuarto y no quiere hablar con nadie. Por culpa de una frase, pronunciada por uno de sus compañeros en el patio del recreo: «Tiradle de las orejas a un judío y todos oirán mal». 

En ese momento no entiende qué quiere decir. Luego un alumno de la clase lo persigue para tirarle de las orejas. Y algunos chicos corren tras él. 

Esas historias no le gustan nada a Ephraïm, que empieza a irritarse. 

—Todo esto —dice a sus hijas— es por culpa de los judíos alemanes que desembarcan en París. Los franceses se sienten invadidos. Sí, sí, así es, os lo digo yo. 

Las niñas se hacen amigas de Colette Grés, una alumna del Lycée Fénelon cuyo padre acabar de morir de repente. Ephraïm se alegra de que sus hijas entablen amistan con una goi. De hecho, pide a Emma que siga su ejemplo. 

—Hay que hacer un esfuerzo, para nuestro expediente de nacionalización —le dice—. Evita codearte demasiado con los judíos... 

—Entonces ¡dejo de dormir en tu cama! —contesta ella. 

Eso hace reír a las niñas. A Ephraïm no. 

Su amiga Colette vive con su madre en la rue Hautefeuille, en la esquina con la rue des Écoles, en la segunda planta de un edificio con patio empedrado y torreta medieval. Noémie y Myriam pasan largas tardes en esa extraña habitación redonda, rodeadas de libros. Ahí siguen soñando con su futuro. Noémie será escritora. Y Myriam, profesora de filosofía.