Myriam deja el instituto con su título de bachiller en el bolsillo y el premio de la Asociación de Antiguas Alumnas del Lycée Fénelon, otorgado todos los años «a la alumna ideal, inestimable desde el punto de vista moral, intelectual y artístico».
Noémie pasa a la clase superior, laureada por sus profesoras. Jacques, en el Collège Henri IV, tiene notas menos brillantes que sus hermanas, pero se desenvuelve muy bien en gimnasia. En diciembre entra en su decimocuarto año, la edad de la Bar Mitzvá. Es la ceremonia más importante en la vida de un judío, el paso a la edad adulta, la entrada en la comunidad de los hombres. Pero Ephraïm no quiere ni oír hablar de ello.
—¿Solicito la nacionalidad francesa y tú quieres ponerte a celebrar ritos folclóricos? ¿Te has vuelto loca? —increpa a su mujer.
La Bar Mitzvá provoca una fisura en la pareja. Es el desacuerdo más profundo que han tenido desde el comienzo de su matrimonio. Emma debe resignarse a no ver nunca a su hijo haciendo un minyán, con los hombros cubiertos con el talit que le ha regalado su abuelo. Su decepción es total.
Jacques no entiende bien qué sucede, no sabe nada de la liturgia judía, pero siente en lo más profundo de su ser que su padre le niega algo, sin saber exactamente qué.
Jacques celebra su decimotercer cumpleaños el 14 de diciembre de 1938. Sin ir a la sinagoga. En el segundo trimestre sus notas bajan. Se convierte en el último de su clase y en casa se refugia en las faldas de su madre como un niño. En primavera, Emma empieza a preocuparse.
—Jacques ha dejado de crecer —observa—. Su desarrollo se ha detenido.
—Se le pasará —responde Ephraïm.