Ephraïm se concentra en su solicitud de nacionalidad, para él y para su familia. Presenta los documentos a las autoridades competentes, con una carta de recomendación del escritor Joseph Kessel. La opinión del comisario de policía es favorable: «Bien integrado, habla la lengua con fluidez. Buenos informes...».
—Pronto seremos franceses —promete a Emma.
En los documentos cumplimentados por la Administración, de momento aparecen como «palestinos de origen ruso».
Ephraïm tiene confianza en que todo salga bien, pero todavía hay que esperar varias semanas por lo menos para obtener la respuesta oficial. Entretanto, ha escogido ya un nuevo patronímico. Es un nombre que suena a personaje de novela decimonónica: Eugène Rivoche. A veces hace chasquear ese nombre entre los labios mientras se contempla en el espejo del cuarto de baño.
—Eugène Rivoche. ¡Qué elegante!, ¿no crees? —pregunta a Myriam.
—Pero... ¿cómo lo has escogido?
—Pues bien, voy a contestarte... ¿Has leído en alguna parte en un libro de genealogía, por ejemplo, que éramos primos de los Rothschild?
—No, papá —responde Myriam entre risas.
—Claro. Por eso tenía que encontrar un nombre a partir de mis iniciales: ¡para no tener que volver a bordar todas mis camisas y mis pañuelos!
Ephraïm siente que las puertas de París van a abrirse pronto ante él. Se esfuerza mucho en dar a conocer su invento, su máquina de amasar. Ha registrado la patente en Alemania y en Francia, en sendos ministerios de Comercio e Industria, con dos nombres, Ephraïm Rabinovitch y Eugène Rivoche. Le explica a Jacques:
—Ya verás, hijo mío, que en la vida hay que saber anticiparse. Recuerda bien esto: ir un paso por delante es más útil que tener ingenio.
—Al principio —me dijo Lélia— no entendía por qué me encontraba en los archivos dos registros de patente idénticos, con la misma fecha, pero con nombres distintos. Era un auténtico misterio para mí. Transcurrió bastante tiempo antes de que descubriera que ambos nombres remitían a una misma persona.
Ephraïm Rabinovitch, alias Eugène Rivoche, inventó, pues, una máquina que reduce el tiempo necesario para la fabricación del pan: permite acelerar el proceso de fermentación de la masa y ganar dos horas al día, ¡algo enorme en la vida de un panadero!
Enseguida, la máquina de Ephraïm despierta interés. Aparece en el Daily Mail un gran artículo sobre el invento de Ephraïm-Eugène, titulado «A Major Discovery», que te dejaré leer. En él se cuenta que están haciéndose pruebas cerca de Noisiel, bajo la iniciativa del industrial y senador de Seine-et-Marne Gaston Menier —sí, el Menier del Chocolat Menier—, para mostrar el rendimiento de la máquina. Ephraïm sueña con un éxito fulgurante, como el de Jean Mantelet, que acaba de inventar el pasapurés con dos discos: el Moulinex.
Mientras espera que su patente para la masa de pan encuentre apoyos, Ephraïm-Eugène se lanza a nuevas aventuras propias de un sabio: a la investigación sobre la disgregación mecánica del sonido. Quiere fabricar bobinas para los receptores de galena. Compra un lote de treinta radios, que invaden el apartamento. Sus hijas aprenden a montarlas y desmontarlas con él, les parece muy divertido.
Unas semanas después, la solicitud de nacionalidad de la familia Rabinovitch es rechazada. Ephraïm está roto, es presa de dolores repentinos, por todo el esófago y en la parte trasera del esternón. Intenta entender de dónde viene esa negativa. Le aconsejan que haga una nueva solicitud más completa transcurridos seis meses.
A partir de ese momento, Ephraïm cree ver a agentes de la Administración detrás de cada farola, dispuestos a poner en duda su perfecta «integración». Huye de todo lo que pueda evocar sus orígenes extranjeros. Antes le daba vergüenza pronunciar su nombre. Ahora evita hacerlo. En la calle oye hablar ruso, yidis o incluso alemán y cruza de acera. Emma no tiene ya permiso para ir a comprar la comida a la rue des Rosiers. Ephraïm se afana en perder su acento ruso y hablar como sus hijos, con acento «norteño».
El único judío con el que se ve Ephraïm es su hermano.
—Tengo cada vez más problemas para que me den un papel —explica Emmanuel—. Se oye por todas partes que hay demasiados judíos en el cine. No sé qué va a ser de mí.
Ephraïm piensa en las palabras de su padre, veinte años antes: «Hijos míos, apesta a mierda».
Entonces decide actuar. Se compra una casa de campo para alejarse de París. Encuentra una granja, en el departamento del Eure, cerca de Évreux, conocida como Le Petit Chemin, en una aldea llamada Les Forges. Es un hermoso edificio, con su tejado de pizarra, su bodega, su viejo pozo, su granero y su aguazal en un terreno de algo más de veinticinco áreas.
—Seamos discretos, os lo ruego —pide Ephraïm a su mujer y a sus hijos al llegar al pueblo.
—¿Ser discretos, papá? ¿Qué quiere decir eso?
—¡Quiere decir no proclamar a voz en grito que somos judíos! —dice él con su acento ruso, que le traiciona más que al resto de la familia.
Pero aquel verano de 1938, un viento de Yidiskait va a soplar sobre su casa del Eure. Porque el viejo Nachman llega de Palestina a pasar las vacaciones con sus nietos.
—No parece judío. —Ephraïm suspira al ver a su padre desembarcar en Normandía—. Parece cien judíos juntos.