Al ver el estado del jardín, el viejo Nachman sacude su larga barba blanca. Alguien tendrá que ocuparse de todo esto, hacer un huerto, poner el pozo en funcionamiento, transformar la caseta en un gallinero. También habrá que plantar flores para su nuera Emma, que le encantan los ramos. Ella le replica que mejor haría en descansar y dejar de agitarse sin parar.
—Kolz man es rirt zij an eiver, klert men nit fun keiver. Mientras se mueva un solo miembro, uno no piensa en la tumba —contesta él.
Acto seguido, Nachman se remanga y se pone a layar la tierra de Normandía.
—¡Es mantequilla comparada con la tierra de Migdal! —dice, riéndose.
Las manos de Nachman parecen insuflar vida a las plantas. A sus ochenta y cuatro años, es el más fuerte de la familia, fresco como una lechuga, da órdenes que todos obedecen encantados. Sobre todo, Jacques, que se encuentra por primera vez con ese abuelo. Sin quejarse nunca, empuja carretillas llenas de escombros, remueve la tierra, planta semillas y clava tablones, de la mañana a la noche. A la hora de la comida, el viejo y el adolescente se quedan en la huerta para almorzar en el lugar de trabajo, como dos auténticos jornaleros.
—¡Tenemos faena! —explican a Emma, que les propone que coman en la cocina, más cómodos.
Jacques descubre el irresistible acento de su abuelo, su forma de hablar raspando el fondo del paladar, hasta la laringe. También descubre el yidis, esa lengua de palabras almibaradas que ruedan en la garganta de Nachman como caramelos. A Jacques le gustan esos ojos medio azules, medio grises, que brillan como dos canicas de vidrio; su tonalidad es pálida, de un color melancólico y lejano, deslavado por el sol de Migdal. El nieto queda subyugado por el encanto del abuelo de Palestina. Esther no ha venido, ya no soporta los viajes largos, por su reuma.
Emma observa, encantada, el cuerpo frágil y vivaz del muchacho que se menea en torno a la figura maciza y lenta del anciano. A veces, Nachman se queda quieto, se le acelera el corazón, se lleva una mano al pecho. Entonces, Jacques acude corriendo, por miedo a que su abuelo se caiga en medio de los aperos. Pero Nachman se recupera y levanta la mirada al cielo sacudiendo la cabeza:
—No te preocupes, chico... ¡Pienso seguir vivo una buena temporada!
Luego añade, guiñándole el ojo:
—Aunque solo sea por curiosidad.
Mientras tanto, Myriam, matriculada en Filosofía, lee los libros del plan de estudios. Noémie ha empezado a escribir una novela y una obra de teatro. Trabajan la una al lado de la otra, sentadas en unas tumbonas, con un sombrero de paja cubriéndoles la cabeza, mientras esperan a su amiga Colette, que pasa las vacaciones a solo unos kilómetros de ahí, en una casa que compró su padre poco antes de morir.
Después de trabajar un buen rato, se van las tres en bicicleta a pasear por el bosque; luego vuelven para la cena familiar alrededor de la mesa. El ambiente es jovial. El tío Emmanuel ha venido a visitarlos; se ha separado de la pintora Lydia Mandel para irse a vivir con Natalia, una riguesa que trabaja de vendedora en la tienda de confección Toutmain, sita en el número 26 de la Avenue des Champs-Élysées. Se han mudado a la rue de l’Espérance, 35, en el distrito 13 de la capital.
—Mira qué dulce es la vida cuando dejas de preocuparte por todo —dice Emma a su marido mientras enciende una vela.
Ephraïm acepta que todos los viernes Emma prepare los jalot, ese pan trenzado de sabbat, para dar gusto a Nachman.
—¿Te apena que tu hijo no crea en Dios? —pregunta Jacques a su abuelo.
—Hace tiempo, sí, me entristecía. Pero hoy me digo que lo importante es que Dios crea en tu padre.
Emma constata que Jacques crece un centímetro al día. Le llaman «Jack y las habichuelas mágicas». Hay que encargarle unos pantalones nuevos y, mientras, utiliza los de su padre. Está mudando la voz y ha empezado a salirle pelusilla en las mejillas. Él, que nunca se interesó por nada aparte del fútbol y las canicas, descubre que sus padres también fueron jóvenes, que vivieron en distintos países, Rusia, Polonia, Letonia, Palestina. Hace preguntas sobre su familia, quiere conocer los nombres de sus primos, en todos los rincones de Europa. Bebe vino; no le gusta el sabor, pero así hace lo mismo que los adultos.
—¿Cómo has conseguido que nuestro hijo crezca tan deprisa? —pregunta Emma a su suegro.
—Muy buena pregunta, a la que voy a dar una muy buena respuesta. Los sabios dicen que hay que educar a un niño teniendo en cuenta su carácter. Pues Jacques tiene un carácter muy diferente al de sus hermanas, no le gustan las reglas escolares, no le gusta aprender por aprender, es un chico que necesita entender el interés inmediato de lo que está haciendo. Es lo que los ingleses llaman un late bloomer. Ya verás. Tu hijo será un constructor, un fundador. Más adelante estarás orgullosa de él.
Esa noche, los adultos cuentan viejas historias a la vez que sorben un vasito de slivovitz traído de Palestina. Emma se hace la siguiente reflexión: Nachman nunca se atreve a hablar de la familia Gavronski. Hace veinte años. Hace veinte años que su suegro evita el tema delante de ella. Entonces Emma, con una mezcla de orgullo, embriaguez y provocación, adopta un aire indiferente y pregunta:
—¿Y tiene noticias de Anna Gavronski?
Nachman carraspea y lanza una ojeada furtiva a su hijo.
—Sí, sí —responde, incómodo—. Aniuta vive ahora en Berlín con su marido y su único hijo. Estuvo a punto de morir en el parto, el bebé era demasiado grande. Creo que, por desgracia, ya no puede tener más hijos a raíz de eso. En un momento dado tenían pensado ir los tres a Estados Unidos, pero no sé en qué habrá quedado la cosa.
Al escuchar esas palabras, Ephraïm no puede ni imaginarse qué le habría sucedido si le hubieran anunciado la muerte de Aniuta. Ese pensamiento le produce un temblor que le recorre todo el cuerpo. Está tan alterado que a la hora de irse a la cama no puede ocultar su turbación:
—¿Por qué le has hecho esa pregunta a mi padre?
—Me sentía humillada. Tu padre evita el tema, como si aún fuera una rival.
—Ha sido un error —dice Ephraïm.
«Sí, ha sido un error», piensa Emma.
Ephraïm se deja invadir por el recuerdo de su prima durante todo el mes de agosto, Aniuta aparece en el calor de sus siestas. Vuelve a ver la gracia de su talle, tan fino que podía rodearlo con ambas manos y tocarse los dedos en una vuelta completa. Se la imagina desnuda y entregada a él.
A finales de ese verano, la familia se prepara para volver a París tras dos meses de vacaciones; hay que cerrar la casa.
Gracias a Jacques y a Nachman, el jardín se ha convertido en una pequeña explotación agrícola. Jacques anuncia a su abuelo su deseo de hacerse ingeniero agrícola.
—Shein vi di ziben velten! ¡Maravilloso como los siete mundos! —lo felicita Nachman—. ¡Vendrás a trabajar conmigo a Migdal!
—Nachman —dice Emma—, quédese unas semanas más con nosotros. Podrá disfrutar de París, la ciudad está preciosa en septiembre.
Pero el anciano rehúsa.
—Un gast iz vi regen az er doi’ert tzu lang, vert er a last. Un invitado es como la lluvia: cuando se demora, se convierte en una molestia. Os quiero, hijos míos, pero debo ir a morir a Palestina, sin testigos. Sí, sí, como un animal viejo.
—¡Calla, papá! ¡Tú no vas a morirte!...
—¿Ves, Emma? ¡Tu marido es como todos los hombres! Sabe que va a morir y sin embargo no quiere creerlo... ¿Sabéis una cosa?, el año que viene iréis a ver mi tumba. Y aprovecharéis para instalaros en Migdal. Porque Francia...
Nachman no termina la frase y barre el aire con la mano como si espantara de su cara unas moscas invisibles.