En septiembre de 1938, los hijos de los Rabinovitch vuelven a clase. Myriam está matriculada en Filosofía en la Sorbona; a Noémie le toca pasar la primera parte de la reválida en el Lycée Fénelon y se apunta a la Cruz Roja; Jacques estudia el último año de primaria en el colegio Henri IV.
Ephraïm intenta adelantar su expediente de nacionalización, pero tiene la impresión de que cada cita con la Administración es como dar un paso atrás. Siempre hay un nuevo problema, un papel que falta, un detalle por aclarar. Ephraïm vuelve taciturno de sus audiencias y deja el sombrero en la entrada del apartamento agitando la cabeza de izquierda a derecha. Se acuerda de la expresión de su padre: «Un montón de gente. Y ni una sola persona de verdad».
A principios del mes de noviembre empieza a preocuparse en serio ante la llegada de refugiados de Alemania. Unos acontecimientos terribles han empujado a los judíos fuera del país, de un día para otro. Algunos se han ido con lo poco que les cabía en una maleta, dejando todo tras de sí. Ephraïm suspira y no quiere ni oír hablar del tema.
—Porque ya sé lo esencial: todos esos judíos que aterrizan en Francia no van a arreglar mis asuntos, precisamente...
Unos días más tarde, Emma aparece por casa con una noticia insólita.
—Me he encontrado con tu prima Anna Gavronski, está en París con su hijo. Han huido de Berlín, su marido ha sido detenido por la policía alemana.
Ephraïm está tan sorprendido que se queda callado, con la mirada perdida, fija en la jarra de agua que hay sobre la mesa.
—¿Dónde la has visto? —acaba por preguntar.
—Te buscaba, pero había perdido tu dirección, así que fue a varias sinagogas y ahí se topó... conmigo.
Ephraïm no cae en la cuenta de que su mujer sigue acudiendo a los lugares de culto a pesar de sus consejos.
—¿Habéis hablado? —pregunta febrilmente.
—Sí. Le he propuesto que viniera a cenar a casa con su hijo. Pero ha dicho que no.
Ephraïm siente una contracción en el pecho, como si alguien le apretara muy fuerte.
—¿Por qué? —pregunta.
—Ha dicho que no podía aceptar la invitación porque no podría corresponder.
Ephraïm piensa que esa respuesta le pega mucho a Aniuta, y se ríe nervioso.
—Hasta en medio del caos tiene que pensar en los buenos modales. Desde luego, se ve que es una Gavronski...
—Le he dicho que éramos de la familia, y que no pensábamos así.
—Has hecho bien —contesta Ephraïm levantándose de la silla, que cae al suelo por la brusquedad de su gesto.
Emma tiene otra cosa importante que decirle. Arruga en su bolsillo, nerviosa, un trozo de papel que le ha dado Aniuta, con la dirección del hotel donde se ha instalado con su hijo. Emma duda si darle ese mensaje a su marido. La prima sigue siendo guapa, su cuerpo no se ha estropeado con el embarazo. Es cierto que se le han hundido algo las mejillas y que su busto es menos prominente que antaño, pero sigue siendo muy atractiva.
—Le gustaría que fueras a verla —acaba por decir Emma tendiéndole el trozo de papel.
Ephraïm reconoce enseguida la escritura delicada, redonda y aplicada de su prima. Esa visión lo trastorna.
—¿Qué crees que debo hacer? —pregunta Ephraïm a Emma metiéndose las manos en los bolsillos para que no se dé cuenta de que le tiemblan.
Emma mira a su marido a los ojos.
—Creo que deberías ir a verla.
—¿Ahora? —pregunta Ephraïm.
—Sí. Dice que quiere irse de París lo antes posible.
Inmediatamente, Ephraïm coge el abrigo y se pone el sombrero. Siente que se le crispa todo el cuerpo y le hierve la sangre, igual que de joven. Cruza París, el Sena, como si flotara por encima del suelo; los pensamientos, agolpados, escapan de su cabeza, las piernas recobran la musculatura de antaño; camina a toda velocidad hacia el norte de la ciudad. Entiende que esperaba este momento, que lo esperaba y también lo temía desde hacía mucho tiempo. La última vez que vio a Aniuta fue para anunciarle oficialmente su enlace con Emma, en 1918. Hace veinte años, prácticamente tal día como hoy. Aniuta fingió sorprenderse, pero ya estaba al corriente de los planes de su primo. Al principio lloró un poco ante él. Aunque Aniuta era de lágrima fácil, a Ephraïm aquello lo conmocionó.
—Una palabra tuya y anulo la boda.
—¡Qué cosas tienes! —contestó ella pasando de las lágrimas a la risa—. ¡Eres de un dramático! Es una tontería, pero me haces reír... Vamos, vamos, seremos primos para siempre.
Era un mal recuerdo para Ephraïm. Un recuerdo malísimo.
El hotel de Aniuta, escondido detrás de la Gare de l’Est, estaba casi en ruinas.
«Extraño lugar para una Gavronski», se dice Ephraïm observando el estado de la moqueta, tan vieja como la señora de la recepción.
Tras la mampara, la mujer busca en el registro, pero no encuentra a la prima entre los clientes del hotel.
—¿Está seguro de que es ese el apellido?
—Perdone, le he dado el apellido de soltera...
Ephraïm se da cuenta de que es incapaz de recordar el apellido del marido. Lo sabía, pero se le había olvidado.
—Intente con Goldberg...; no, ¡Glasberg! A no ser que sea Grinberg...
Su nerviosismo le impide pensar, entonces oye la campanilla de la puerta de entrada del hotel. Se vuelve y ve a Aniuta, que hace su aparición con un abrigo de pieles moteado y un gorro de leopardo de las nieves. El aire frío le ha enrojecido las mejillas y tensado la piel del rostro, dándole ese aspecto orgulloso de princesa rusa que vuelve locos a los hombres. Lleva en la mano unos cuantos paquetes con bonitos envoltorios.
—Ah, ¿ya estás aquí? —dice ella, como si se hubieran visto la víspera—. Espérame en el salón, voy a la habitación a dejar mis cosas.
Ephraïm se queda como estremecido ante semejante visión, casi sobrenatural, porque le parece que Aniuta no ha cambiado nada en veinte años.
—Pídeme un chocolate caliente, serás un ángel. Perdona, es que no me esperaba que llegaras tan rápido —le dice ella en un francés adorable.
Ephraïm se pregunta si esa frase es un reproche. Tiene que saber que ha salido corriendo como un perro a la vuelta de su amo.
—Una mañana nos despertamos mi marido y yo —explica Aniuta mientras bebe a sorbitos su chocolate—, y habían roto todos los escaparates de los comerciantes jude en la calle que hay junto a nuestra casa. Había trozos de vidrio por todas partes, todo el barrio brillaba como el cristal. No puedes ni imaginártelo, yo no había visto cosa igual en mi vida. Luego recibimos una llamada de teléfono que nos informó de que habían asesinado a un amigo de mi marido, en su casa, en plena noche, ante su mujer y sus hijos. Nada más colgar, unos policías llamaron a la puerta para llevarse a mi marido. Justo antes de irse, me hizo prometerle que me marcharía inmediatamente de Berlín con nuestro hijo.
—Hizo bien —contesta Ephraïm, cuyas piernas golpean nerviosamente el borde de la silla.
—¿Te das cuenta? Ni siquiera recogí mis enseres. Me fui dejando la cama sin hacer. Con una sola maleta. En medio de la precipitación más espantosa.
La sangre le golpea en las sienes con tanta fuerza que a Ephraïm le cuesta concentrarse en lo que cuenta su prima. Aniuta tiene exactamente la misma edad que Emma, cuarenta y seis años, pero parece una jovencita. Ephraïm se pregunta cómo es posible.
—Me voy a Marsella en cuanto pueda, y desde allí embarcaremos para Nueva York.
—¿Qué puedo hacer por ti? —pregunta Ephraïm—. ¿Necesitas dinero?
—No, eres un cielo. He cogido todo el dinero que mi marido tenía preparado para que pudiéramos instalarnos mi hijo y yo en Estados Unidos. No sé por cuánto tiempo, de hecho...
—Entonces, dime, ¿en qué puedo serte de utilidad?
Aniuta pone su mano en el antebrazo de Ephraïm. Ese gesto lo turba tanto que le cuesta entender las palabras de su prima.
—Mi querido Fedia, tú tienes que marcharte también.
Ephraïm permanece silencioso unos segundos, sin poder apartar la mirada de la manita de Aniuta, apoyada en la manga de su chaqueta. Sus uñas de un rosa nacarado lo excitan. Se imagina en un trasatlántico de lujo con Aniuta, acompañados por David, al que considerará un nuevo hijo. Nota cómo la brisa marina y la sirena del barco revigorizan sus sentidos. Esa visión le causa tal impacto que se le hincha la vena del cuello.
—¿Quieres que me vaya contigo? —pregunta Ephraïm.
Aniuta mira a su primo y frunce el ceño. Luego suelta una carcajada. Sus pequeños dientes brillan.
—¡Claro que no! —dice Aniuta—. ¡Oh, me haces reír! ¡No sé cómo lo consigues! Con lo que nos ha tocado vivir. Pero hablemos en serio... Escúchame, tienes que irte lo antes posible. Con tu mujer. Con tus hijos. Dejad arreglados vuestros asuntos, vended vuestros bienes. Todo lo que os den, cambiadlo por oro. Y comprad los pasajes de barco para América.
La risa de Aniuta, silbante como la de un pajarillo, resuena en los oídos de Ephraïm de manera insoportable.
—Escúchame —añade, sacudiendo el brazo de su primo—, esto que voy a decirte es importante: te he contactado para avisarte, para que te enteres. No solo quieren que nos vayamos de Alemania. No se trata de ponernos de patitas en la calle: ¡quieren destruirnos! Si Hitler logra conquistar Europa, no estaremos seguros en ninguna parte. ¡En ninguna parte, Ephraïm! ¿Me oyes?
Pero Ephraïm lo único que oye es esa risa punzante, malévolamente tierna, la misma que hace veinte años, cuando le propuso anular su boda por ella. Ahora solo tiene ganas de una cosa: alejarse de esa mujer, pretenciosa como todos los Gavronski, de hecho.
—Tienes una mancha de chocolate en la comisura del labio —le dice Ephraïm levantándose de la mesa—. Pero he entendido tu mensaje, te lo agradezco; ahora tengo que irme.
—¿Ya? ¡Quiero presentarte a mi hijo, David!
—Imposible, mi mujer me está esperando. Lo siento, no tengo tiempo.
Ephraïm se da cuenta de lo ofendida que está Aniuta al ver que se despide tan rápido. Para él es una victoria.
«¿Qué se pensaba? ¿Que iba a pasar la velada en el hotel? ¿En su habitación?».
Para volver, Ephraïm coge un taxi, aliviado al ver el hotel de Aniuta alejándose por el retrovisor. En el coche le entra la risa, una risa extraña. El taxista piensa que su cliente está ebrio. Y en cierta manera sí lo está, ebrio de una libertad recuperada.
—Ya no estoy enamorado de Aniuta —dice para sí hablando en voz alta como un loco en la parte trasera del automóvil—. Qué ridícula, repitiendo como un loro las frases de su marido, sin duda un tipo importante, muy rico, uno de esos patronos insoportables que despiertan el odio contra los judíos. Además, tampoco está ya tan guapa. Tiene el óvalo de la cara caído, como los párpados. Y se le veía alguna que otra mancha oscura en la mano...
Ephraïm se pone a sudar en el coche, su cuerpo exuda todo el amor por su prima, que escapa por cada poro de su piel.
—¿Ya estás aquí? —se sorprende Emma, que no esperaba que su marido volviera tan pronto.
Emma pela verdura en silencio para tener ocupadas las manos, que le tiemblan.
—Sí, ya —responde Ephraïm dándole un beso en la frente, dichoso por encontrarse de nuevo en el calor del piso, por percibir los olores de la cocina y el ruido de los niños en el pasillo.
Su hogar nunca le había parecido más acogedor.
—Aniuta quería anunciarme que se va a América. Tampoco íbamos a pasar la noche hablando de eso. Ella cree que también nosotros deberíamos tomar las medidas necesarias y huir de Europa lo antes posible. ¿Qué opinas?
—¿Y tú? —contesta Emma.
—No sé, quería saber tu opinión.
Emma se toma tiempo para pensarlo. Se levanta de la mesa, echa la verdura en la cazuela de agua, el vapor caliente le quema la cara. Luego se vuelve hacia su marido.
—Siempre te he seguido. Si tenemos que irnos y volver a empezar, te seguiré.
Ephraïm mira amorosamente a Emma. ¿Cómo lo ha hecho para merecer una esposa tan entregada y fiel? ¿Cómo puede amar a otra mujer que no sea ella? Se levanta para abrazarla.
—Esto es lo que pienso —responde Ephraïm—: si mi prima Aniuta tuviera conocidos en la política, hace tiempo que lo sabríamos. Creo que es demasiado sensible. Por supuesto, lo que sucede en Alemania es terrible..., pero Alemania no es Francia. Ella lo mezcla todo. ¿Sabes qué?, tenía la mirada de una loca. Las pupilas dilatadas. Y además, ¿qué haríamos en América? ¿A nuestra edad? ¿Tú plancharías pantalones en Nueva York? ¡Por cuatro perras, encima! ¿Y yo? No, no, no, ya hay demasiados judíos allí. Los buenos puestos estarán todos cogidos. Emma, no quiero imponerte eso.
—¿Estás seguro de lo que dices?
Ephraïm se toma unos segundos para reflexionar en serio acerca de la pregunta de su mujer, y concluye:
—Sería completamente estúpido. Marcharnos justo en el momento en que estamos a punto de obtener la nacionalidad francesa. No se hable más, y llama a los niños. Diles que es hora de cenar.