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La vuelta a clase en 1940. Francia se ajusta al huso horario alemán impuesto por Berlín. Las administraciones tienen que adelantar una hora todos los relojes y la gente se pierde, sobre todo con las conexiones de los trenes. A partir de ese momento, las cartas llevan un matasellos con la sobrecarga «Deutsches Reich» y la cruz gamada flota en la cámara de los diputados. Se requisan las escuelas, se impone un toque de queda desde las nueve de la noche hasta las seis de la mañana, el alumbrado público ya no funciona por la noche y se necesitan las cartillas de racionamiento para hacer las compras. Los civiles deben cegar todas sus ventanas cubriéndolas con una tela de rasete negra, o con pintura, para evitar la localización de las ciudades por los aviones aliados. Los soldados alemanes hacen verificaciones. Los días se acortan. Pétain es el jefe del Estado francés. Emprende una política de renovación nacional y firma la primera «ley sobre el estatuto de los judíos». Todo empieza ahí. Con la primera ordenanza alemana del 27 de septiembre de 1940 y la ley del 3 de octubre siguiente. Myriam escribirá más adelante, para resumir la situación: «Un día todo se perturbó». 

Lo propio de esta catástrofe reside en la paradoja de su lentitud y su crueldad. Se vuelve la mirada atrás y uno se pregunta por qué no reaccionó antes, cuando aún estaba a tiempo. Uno se dice: «¿Cómo he podido ser tan confiado?». Pero es demasiado tarde. La ley de 3 del octubre de 1940 considera judía a «toda persona que tenga tres abuelos judíos o bien dos si el cónyuge es, asimismo, judío». Prohíbe a los judíos ocupar cargos en el funcionariado. Los docentes, el personal de los ejércitos, los agentes del Estado, los empleados de las colectividades públicas, todos deben cesar en sus funciones. También les prohíbe publicar artículos de prensa en los periódicos. O ejercer oficios relacionados con el espectáculo: teatro, cine, radio. 

 

—¿No había una lista de autores prohibidos a la venta? 

—Efectivamente, la «lista Otto», que debe su nombre al embajador de Alemania en París, Otto Abetz. Establece la relación de todas las obras retiradas de la venta de las librerías. Figuraban en ella, evidentemente, todos los autores judíos, pero también los escritores comunistas, los franceses «molestos» para el régimen, como Colette, Aristide Bruant, André Malraux, Louis Aragon, y hasta los muertos, como Jean de La Fontaine... 

 

El 14 de octubre de 1940, Ephraïm es el primero en ir a censarse como «judío» en la prefectura de Évreux. Él, Emma y Jacques tienen, respectivamente, los números de orden 1, 2, y 3 en el registro, compuesto por copias de gran formato, con hojas cuadriculadas y sus respectivos calcos. Como Ephraïm no ha recibido la concesión de su nacionalidad francesa, la familia aparece fichada como «judíos extranjeros». Sin embargo, hace más de diez años que viven en Francia. Ephraïm espera que la administración francesa se acuerde un día de su diligencia a la hora de obedecer. Debe detallar su identidad y especificar su oficio, lo que le plantea un problema. Las ordenanzas alemanas prohíben a los judíos los cargos de «empresario, director y administrador». Así que le está prohibido decir la verdad: que dirige una pequeña empresa de ingeniería. Pero no por eso significa que esté sin trabajo, de modo que se ve obligado a mentir, a inventarse un empleo buscando en la lista de los oficios autorizados. Ephraïm escoge «labriego» —él, que tanto odió la vida agrícola en Palestina—. Al firmar el registro, Ephraïm escribe al margen que está orgulloso de los que han luchado en la guerra en Alemania en 1939-1940, y firma por segunda vez. Las chicas encuentran humillante la actitud de su padre. Se avergüenzan de su ridículo gesto. 

—¿Crees que Pétain va a leer el registro o qué? 

Ellas se niegan a ir a censarse. Ephraïm se enfada, sus hijas no se dan cuenta del peligro que corren. Emma está toda alterada. Les ruega que obedezcan. Cuatro días después, el 18 de octubre de 1940, las muchachas acaban por personarse juntas en la prefectura para firmar de mala gana el registro censal. Se declaran sin religión y les asignan los números 51 y 52. La prefectura les entrega nuevos carnets de identidad en los que figura la palabra judío. Los carnets están expedidos por la prefectura de Évreux, el 15 de noviembre de 1940, n.º 40 AK 87577. 

Emmanuel sigue albergando la esperanza de poder partir a América. Pero debe encontrar los fondos para pagarse la travesía —no ha conseguido ningún compromiso de trabajo desde que le está prohibido actuar en películas—. No sabe dónde encontrar el dinero y, entretanto, no se apunta al censo. Ephraïm se enfada con su hermano pequeño, siempre buscando desmarcarse de los demás. 

—Es obligatorio presentarse en la prefectura —le precisa. 

—La Administración me agobia —contesta Emmanuel mientras enciende, despreocupado, un cigarrillo—. Que les den por el culo. 

 

—¿Emmanuel no fue a registrarse en el censo? 

—No, escogió la ilegalidad. ¿Ves?, toda su vida, Nachman y Esther se inquietaron por su hijo Emmanuel, porque era un niño excesivamente despreocupado, que no quería aplicarse en la escuela ni hacer nunca nada como los demás. Y esa desenvoltura lo salvará. Mira a Ephraïm y a Emmanuel. Aquí los tienes, los dos hermanos opuestos en todo. Dos hermanos mitológicos. Ephraïm siempre fue trabajador, fiel a su esposa, preocupado por el bien común. Emmanuel nunca respetó sus promesas a las mujeres, se esfumaba a la menor dificultad y Francia le importaba un bledo. En tiempos de paz son los Ephraïm los que fundan un pueblo, porque tienen hijos y los educan con amor, con paciencia e inteligencia, día tras día. Son los garantes de que un país funcione. En tiempos de caos son los Emmanuel los que salvan al pueblo, porque no se someten a ninguna regla y siembran de niños otros países, hijos a los que no conocerán, a los que no educarán, pero que les sobrevivirán. 

—Es terrible decir que Ephraïm obedece al Estado cuando el Estado organiza su destrucción. 

—Pero eso él no lo sabe. No puede siquiera imaginárselo. 

 

Una ordenanza anuncia que los ciudadanos extranjeros de «raza judía» van a ser «internados en campos», «en residencia forzosa». Es breve, lapidaria. Y poco clara. ¿Por qué deberían estar internados en campos? ¿Con qué fin? Los rumores evocan partidas a Alemania para «trabajar allí», sin mayor concreción. En las ordenanzas, los judíos extranjeros y sin profesión están considerados «excedentarios para la economía nacional». Así que van a servir de mano de obra en el país de los vencedores. 

 

—También es importante precisar que las primeras partidas conciernen únicamente a los «judíos extranjeros». 

—Estaba calculado, supongo... 

—Por supuesto. Los franceses asimilados tienen apoyos en la sociedad. Si las ordenanzas hubieran empezado por atacar a los judíos «franceses», la gente habría reaccionado más; por los amigos, los compañeros de trabajo, los clientes, los cónyuges... Mira lo que sucedió con el caso Dreyfus. 

—Los extranjeros están menos enraizados en el país, así que son «invisibles»... 

—Viven en la zona gris de la indiferencia. ¿Quién va a ofuscarse porque se metan con la familia Rabinovitch? ¡No conocen a nadie aparte de su círculo familiar! Lo que cuenta, al principio, cuando se dictan esas ordenanzas, es hacer de los judíos una categoría «aparte». Con, en el interior de dicha categoría, distintas subcategorías. Los extranjeros, los franceses, los jóvenes, los viejos. Es un sistema totalmente pensado y bien organizado. 

—Mamá, tiene que haber un momento en que ya no se pueda decir «no sabíamos»... 

—La indiferencia concierne a todo el mundo. ¿Hacia quién eres tú indiferente? Pregúntatelo. ¿Qué víctimas, los que viven en tiendas de campaña bajo los puentes de las autopistas o «aparcados» lejos de las ciudades, son tus invisibles? Lo que el régimen de Vichy persigue es extraer a los judíos de la sociedad francesa, y lo consigue... 

 

Ephraïm recibe una citación de la prefectura. Fuera de ese desplazamiento, ya no está autorizado a viajar. 

Lo reciben para poner al día la información relativa a él y su familia. 

—En la cita anterior, se declaró usted «labriego» —afirma el agente administrativo que lo recibe. 

Ephraïm se siente mal, sabe que ha mentido. 

—¿Cuántas hectáreas posee? ¿Tiene empleados? ¿Peones? ¿Qué máquinas utiliza? 

Ephraïm no tiene más remedio que decir la verdad. Aparte de su huerta, sus tres gallinas, sus cuatro cerdos y un pequeño terreno de árboles frutales que comparte con el vecino..., no se puede decir que esté a la cabeza de una explotación agrícola. 

La persona encargada de actualizar la ficha de Ephraïm tacha enseguida la mención «labriego» con un lápiz. Escribe al margen: «El señor Rabinovitch posee una propiedad de veinticinco áreas donde tiene plantados unos pocos manzanos. Cría conejos y gallinas para consumo propio». 

 

—¿Entiendes la lógica? ¡Es imparable! 

—Sí, te fuerzan a mentir y luego te tratan de mentiroso. Te impiden trabajar y a continuación te explican que eres un parásito en ese territorio. 

—En la ficha sustituyen la mención «labriego» por «s. p.»: «sin profesión». Así es como Ephraïm se ve transformado en un parado apátrida que se aprovecha de una tierra de la que ha querido ser «propietario», pero que nunca debería haberle pertenecido. Y eso no es todo. Ya no es «apátrida», sino «de origen indeterminado». 

—Ya veo. Ser apátrida es ser algo. Ser indeterminado es ser sospechoso. 

 

En ese mismo momento, las empresas y los bienes pertenecientes a los judíos tienen que ser embargados. Los comerciantes y los patronos deben ir en persona a declarar a la comisaría de su barrio. Es lo que se llamó la «arianización de las empresas». Ephraïm tendrá que ceder la SIRE a unos gerentes franceses, con sus inventos, sus patentes y las de su hermano, es decir, veinte años de trabajo; todo eso acaba en manos de la Compañía General de Aguas. 

Mientras se confecciona esa red de pesca, hilo a hilo, por parte del Estado francés y el ocupante, la vida de las hermanas Rabinovitch prosigue con gran vitalidad. Noémie escribe una novela que da a leer a su antigua profesora del Lycée Fénelon, la señorita Lenoir, que tiene contactos en el mundillo de la edición. Evidentemente, habrá que buscar un seudónimo, pero Noémie cree en su talento. En cuanto a Myriam, conoce en el Barrio Latino a un joven llamado Vicente. Tiene veintiún años. Su padre es el pintor Francis Picabia; su madre, Gabriële Buffet, es una figura de la élite intelectual parisina. No son padres, son genios.