Vicente Picabia es un joven que ha crecido solo, como la mala hierba que trae de cabeza a los jardineros, como el diente de león, que es indestructible. Se ha colado por todas partes desde que nació hasta sus veintiún años; nadie ha querido saber nada de él, precedido siempre por su mala fama, despreciado por sus profesores, yendo de internado en internado. De pequeño se quedaba solo a menudo el porche de la escuela, el día de las vacaciones, a la hora que sus compañeros volvían a casa. Sus padres no iban a buscarlo, demasiado ocupados en intentar ser ellos mismos unos niños.
Gabriële pasaba el menor tiempo posible con su hijo menor, no lo encontraba suficientemente especial. No tenía nada que decirle, esperaba a que se volviera más interesante antes de intentar conocerlo. Vicente había nacido bastante más tarde que sus hermanos y hermanas, sin duda por accidente —sus padres llevaban separados mucho tiempo—. Gabriële lo matriculó como interno en la École des Roches, en Verneuil, en el departamento del Eure, una institución moderna que se inspiraba en los métodos educativos ingleses, basados en el deporte al aire libre y las actividades de taller. Había leído, como todo el mundo, el superventas de Edmond Demolins, traducido a más de ocho lenguas, En qué consiste la superioridad de los anglosajones, cuya contracubierta daba la respuesta inmediata, haciendo caso omiso del suspense: «En la educación».
A pesar de estas iniciativas, Vicente no aprendió nada en la École des Roches. No encontraba las palabras para expresarse y repetía sin parar el principio de las frases. No conseguía concentrarse, y cuando le mandaban leer en voz alta delante de toda la clase invertía letras y palabras.
—La escuela no sirve de nada, hijo mío. Lo importante es vivir, sentir —le decía su madre.
—No te agobies con la ortografía —le repetía su padre—. Lo bonito es inventar palabras.
Cuando conoce a Myriam, en octubre de 1940, Vicente no tiene ningún título, ni siquiera el del bachillerato elemental. Antes de la guerra fregaba platos en un restaurante. Ahora quiere convertirse en guía de montaña y poeta. Su problema es la gramática. Ha puesto un anuncio en la Sorbona para buscar a algún alumno que pueda darle clase. Así es como ha conocido a Myriam. Nacieron con tres semanas de intervalo, Myriam en alguna parte de Rusia, en agosto, y Vicente, el 15 de septiembre en París.
—No es una casualidad —le dije a Lélia.
—¿Qué quieres decir?
—No es una casualidad que yo naciera un 15 de septiembre, exactamente como tu padre.
—¿Sabes?, el azar puede explicarse bajo tres ángulos. O sirve para definir acontecimientos maravillosos, o acontecimientos aleatorios, o acontecimientos accidentales. ¿Te ubicas tú en alguna de estas tres categorías?
—No sé. Tengo la impresión de que un recuerdo nos conduce hacia los lugares conocidos por nuestros ancestros, nos empuja a celebrar fechas que fueron importantes en el pasado, o a apreciar a gente, sin que lo sepamos, cuya familia se cruzó en otro tiempo con la nuestra. Puedes llamar a esto psicogenealogía o creer en la memoria de las células..., pero yo no hablo de una casualidad. Nací un 15 de septiembre, estudié el bachillerato en el Lycée Fénelon, luego la carrera en la Sorbona, vivo en la rue Joseph-Bara, como el tío Emmanuel... La lista de detalles es de lo más inquietante, mamá.
—Puede ser..., ¿quién sabe?
Myriam y Vicente se encuentran dos veces por semana en el café L’Écritoire, en la plaza de la Sorbona. Myriam lleva la gramática de Vaugelas, y también cuadernos y bolígrafos para escribir. Vicente llega con las manos en los bolsillos, el pelo revuelto, desprendiendo un extraño olor a cuadra. Se viste raro, un día envuelto en una vieja capa, al día siguiente con su traje de cazador alpino, pero nunca dos veces igual. Myriam jamás ha visto a un chico así.
Enseguida se da cuenta de que Vicente tiene un problema de dicción, se traba con las palabras difíciles. También le cuesta concentrarse, pero es divertido y enternecedor. Le encanta hacerle perder su seriedad profesoral contándole chistes. La joven suelta una carcajada en medio de las palabras irregulares y las concordancias de los participios.
Vicente pide unos grogs. Invadido por cierta embriaguez, inventa frases absurdas para los dictados, demuestra el carácter ilógico de las reglas gramaticales. Se burla de la seriedad pontificadora de los estudiantes de la Sorbona, imita a los profesores bebiéndose un té doctamente.
—Estaríamos mejor en la piscina Lutetia —concluye hablando en voz alta.
Al final de la clase, Vicente hace preguntas a la estudiante, un montón de preguntas, sobre sus padres, su vida en Palestina, los países por los que ha pasado. Le dice que repita la misma frase en todas las lenguas que conoce. Luego la mira, absorto. Nadie se ha interesado nunca por Myriam con tal intensidad.
Él, al contrario, se abre poco. De lo único que logra ella enterarse es de que ha dejado el empleo de «representante de barómetros».
—Me echaron al cabo de un mes. Se me habría dado mejor vender libros. A mí me gustan los autores americanos. ¿Conoces The Savoy Cocktail Book?
Desde el primer día, Myriam se siente turbada por la belleza de su cara de español, su cabello negro y, bajo los ojos, una sombra, como la marca de un dolor antiguo. Posee los rasgos de su abuelo, un ser flemático que no trabajó en su vida; flaco como un joven torero, se casó en segundas nupcias con una alumna de la escuela de danza de la Ópera con edad de ser su hija. También tenía ojeras.
Al cabo de unas semanas, esas citas se convierten en lo único importante para Myriam. A su alrededor, el espacio encoge, el tiempo también, por el toque de queda, el último metro, las tiendas cerradas, los libros censurados, los viajes prohibidos, las barreras por todas partes. Pero ella ya no sufre desde que conoce a Vicente, su nuevo horizonte.
Ella, que nunca lo había sido, se vuelve coqueta. En ese periodo de penuria en que hay que lavar la ropa con agua fría y sin jabón, consigue hacerse con un bote de champú Edjé medio vacío, así como con un poco de perfume que le cuesta todos sus ahorros, Soir de Paris de Bourjois, con un aroma a rosas de Damasco y violetas conocido como «el filtro de amor» que se granjeó fama de escandaloso en su lanzamiento.
Al ver el frasco, Noémie comprende que su hermana mayor ha conocido a alguien. Molesta por no ser partícipe de la confidencia, deja volar su imaginación. Seguro que es un hombre casado o uno de los profesores de la Sorbona, piensa.
Un día, Vicente no acude a la cita. Myriam aguarda, impaciente por comenzar la clase, maquillada, perfumada. Luego empieza a preocuparse, ¿quizá su alumno esté atrapado en el metro por culpa de una alerta? Después de cuatro horas de espera se apodera de ella un sentimiento de humillación y le duele haberse perdido la clase de Gaston Bachelard sobre la filosofía de las ciencias.
La vez siguiente, cuando Myriam llega al café, el camarero le informa de que «el joven de costumbre» ha dejado un sobre para ella. En su interior hay una hoja, con algo escrito a lápiz. Un poema.
¿Sabes?, a la mujer
no hay que intentar retenerla.
Es como el cabello:
solo se puede retrasar algo la pérdida,
pero siempre acaba por desaparecer.
Tú no respondes como las otras,
¿de qué época vienes?
Los amigos a mi alrededor me hacen sentir que
no hay nadie.
Tú eres la luna de ojos negros.
Tenía muchas cosas que decirte,
pero lo he olvidado todo.
Me siento agotado.
Mi cabeza se derrumba lentamente.
Quedan cigarrillos, pero el mechero ya no funciona
y las cerillas del mundo entero están mojadas por las lágrimas.
La vida no es lo contrario de la muerte,
como tampoco el día es lo contrario de la noche.
Quizá sean dos hermanos gemelos que no tienen
la misma madre.
Inicio del mundo.
Tú o yo.
Fin del mundo.
No me queda tinta.
¿Por suerte para ti?
En el dorso de la hoja, Vicente ha escrito mal adrede: «Té inbito ha huna fiesta hen casa de mí madre maña ná por la tarde. Por fabor ben». Myriam se echa a reír, pero de repente el corazón empieza a latirle con fuerza.
—Pone la dirección, pero no indica la hora —dice Myriam a Noémie enseñándole la cuartilla—. ¿Qué crees que debería hacer? Porque no me gustaría llegar ni demasiado pronto ni demasiado tarde.
Noémie descubre de golpe que su hermana está enamorada de un poeta que es guapo y que organiza fiestas en casa de su madre.
—¿Puedo ir contigo?
—No, esta vez no —contesta Myriam en un susurro, como para atenuar la pena.
¿Cómo explicar a Noémie que esa noche le pertenece, que quiere vivirla ella sola, por una vez? Siempre han sido dos, pero, en esta historia, esa cifra es imposible.
Noémie, ofendida, se siente menospreciada. Odia a ese hombre que la aleja de su hermana. Detesta que escriba poemas hermosos y extraños. Myriam tendría que haberse echado de novio a un estudiante joven con quien preparar oposiciones a profesores de filosofía. Los poetas, los hijos de pintores, los marginales, eso es lo que le pegaba a ella. A ella tenían que escribirle poemas los hombres, a ella debían organizarle fiestas alegres, a ella, la bella luna de ojos negros. Se encierra en su cuarto y empieza a escribir con rabia en los cuadernos que esconde bajo la cama.
Al día siguiente, por la tarde, Myriam pide a su amiga que la ayude a pintarse las piernas. Con mano segura, Colette traza una línea de color negro en sus pantorrillas, para simular la costura de las medias.
—Puedes dejarle que te acaricie, pero que no vaya demasiado lejos o acabará por darse cuenta del engaño —le dice Colette entre risas.
Myriam se dirige a la fiesta de Vicente, febril. Al subir las escaleras no oye ni voces ni música. Silencio. ¿Se habrá confundido de día? Violenta, llama a la puerta del piso. Myriam duda, cuenta hasta treinta antes de marcharse, pero de pronto aparece Vicente en el umbral. Su bello rostro está sumido en la penumbra, es evidente que estaba durmiendo y que el apartamento está vacío.
—Lo siento, me he confundido de día... —se excusa Myriam.
—La he anulado. Espérame aquí, voy a buscar una vela.
Vicente vuelve vestido con una bata oriental que desprende un olor a incienso y polvo; la vela que sostiene en la mano hace brillar los espejitos que lleva cosidos la prenda. Vicente abre la marcha, con los pies descalzos, como un marajá.
Myriam entra en el piso alumbrado tan solo por la luz de la llama, cruza habitaciones llenas de cosas viejas, todas desordenadas, como una tienda de antigüedades, con cuadros amontonados unos encima de otros a los pies de las paredes, fotografías en las estanterías y estatuillas africanas.
—No debemos hacer ruido —dice Vicente susurrando—, porque hay gente durmiendo...
En silencio, Vicente conduce hasta la cocina a Myriam, que, gracias a la luz eléctrica, descubre que él se ha maquillado los ojos con polvo de kohl. Vicente abre un vino que prueba directamente de la botella. Luego le pasa un vaso a Myriam. Ella se da cuenta de que está desnudo debajo de esa bata femenina.
—Me ha gustado mucho el poema —dice ella.
Pero Vicente no contesta «gracias» porque, en realidad, el poema no es suyo: lo ha robado rebuscando entre las cartas que Francis Picabia envía a Gabriële Buffet. Aunque lleven quince años divorciados, su correspondencia sigue siendo amorosa.
—¿Quieres? —pregunta él mostrando un cesto de fruta.
Entonces, Vicente pela una pera, aparta la piel, corta unos trocitos y se los tiende, uno a uno, rezumando jugo, a Myriam, que los come dócilmente.
—Ya no me apetecía la fiesta porque he descubierto esta mañana que mi padre ha vuelto a casarse. Hace seis meses. Nadie me avisó —le dice a Myriam—. Le importo un comino a esta familia.
—¿Con quién se ha vuelto a casar?
—Con una suiza alemana, una estúpida. Era nuestra chica au pair. Siempre pensé que se escribía au père.
Es la primera vez en su vida que Myriam conoce a un chico con los padres divorciados.
—¿Lo pasaste mal? —pregunta la joven.
—Oh, ya sabes, quien habla mal de mí a mis espaldas mi culo contempla... ¡Mi padre y la suiza se casaron el 22 de junio! El mismo día del armisticio. Ya ves, eso lo dice todo de su unión... Cuando pienso que ni siquiera me invitaron. Estoy seguro de que el gemelo sí estaba.
—¿Tienes un hermano gemelo?
—No. Lo llamo así porque no consigo decirle «hermano».
Entonces Vicente le cuenta a Myriam la extraña historia de su nacimiento.
—Mis padres se separaron; entonces mi padre se instaló en casa de su amante, Germaine, y mi madre empezó a vivir aquí con Marcel Duchamp, el mejor amigo de mi padre. Bueno. Ya ves el plan...
Myriam no ve nada, pero escucha. Nunca ha oído historias semejantes.
—Germaine se quedó embarazada de Francis, es lo que buscaba. Pero cuando entendió que Gabriële también estaba encinta, se imaginó toda una historia, se preguntó si Francis no seguiría secretamente enamorado de su mujer... Francis la tranquilizó asegurándole que el hijo no era suyo, sino de Marcel. ¿Me sigues?
Myriam no se atreve a decirle que no.
—Las dos se quedaron preñadas a la vez. Mi madre y la amante de mi padre. Es sencillo, ¿no?
Vicente se levanta para ir a buscar un cenicero.
—Germaine protestó mucho, aunque, a pesar de todo, quería casarse con mi padre, para oficializar la situación del niño. Pero Francis escribió «Dios inventó el concubinato. Satán, el matrimonio» en los muros de su propio edificio. Los vecinos se quejaron, se produjo un escándalo bastante grande...
Vicente nació el primero. Y Marcel lo trajo al mundo. ¿Quizá esperaba ser el padre de aquel ready-made vivito y coleando? Pero Vicente era negro como un torillo español y nadie puso en duda que era hijo de Francis Picabia. Todo el mundo quedó decepcionado. Francis el primero, que tuvo que escoger el nombre en calidad de padre. Decidió llamarlo Lorenzo. Unas semanas después, Marcel Duchamp, liberado de sus responsabilidades, partió para América. Y la otra mujer parió a su vez a un niño de cabello negro. Francis tuvo que volver a elegir un nombre y, como se quedó sin ideas, decidió llamarlo Lorenzo también.
—Hay que ver el lado práctico de las cosas.
Vicente odiaba su nombre y a su hermanastro. Tenía que pasar las vacaciones con él, en el sur de Francia, cuando iba a ver a su padre. A Francis le encantaba hacer la gracia:
—Os presento a mis dos hijos, Lorenzo y Lorenzo.
Vicente sufría.
Francis contrató a una joven au pair, Olga Molher, a quien los chicos habían apodado Olga Mala u Olga Molar. Era menos inteligente que Gabriële, menos guapa que Germaine, pero sabía manejar a Francis. Lo consiguió todo de él y entonces reveló su auténtica naturaleza: no le gustaba ocuparse de los niños.
—No me encontraba a gusto en ninguna parte y nadie quería saber nada de mí. Entonces, con seis años, intenté suicidarme. Estaba en el internado, salté del segundo piso. Por desgracia solo me rompí dos costillas y el brazo. Nadie habló del incidente a mis padres. A los once años, una mañana decidí que no me volvieran a llamar Lorenzo, sino Vicente. Y en 1939, me enrolé en el 70.º regimiento de los BAF, los batallones alpinos de fortaleza. Me incorporé como soldado de segunda clase. Mi madre me había enseñado a esquiar y pensé que estaría orgullosa de mí por una vez en su vida. Luego pedí partir con los cazadores alpinos a la Campaña de Noruega. Participé en la batalla de Narvik. Me evacuaron en junio, con los polacos. Luego desembarqué en Brest. Ya ves que ni siquiera la muerte quiere saber nada de mí. Es así.
Vicente corta trocitos de fruta que Myriam va comiendo despacio, sin rechazar uno solo, por miedo a que Vicente deje de hablar.
—Mierda, no se notará mucho que estoy llorando, ¿verdad? —pregunta mientras se restriega el ojo carbonoso con sus dedos endulzados, llenos de jugo.
Se levanta para ir a buscar un trapo, Myriam le coge las manos para llevárselas a la boca. Le lame los dedos. Él pega sus labios a los de ella, torpemente, sin moverse. Myriam siente el torso desnudo de Vicente bajo la bata. Él la coge de la mano y la lleva hasta un dormitorio pequeño, al fondo de un pasillo.
—Es la habitación de mi hermana Jeanine, puedes quedarte a dormir, por el toque de queda —le dice él—. Ahora vuelvo.
Myriam se tumba vestida en la cama, que no se atreve a deshacer. Mientras espera a Vicente, vuelve a pensar en el olor de sus dedos, en su belleza sombría y ardiente, en ese extraño beso. Con un calor desconocido en lo más hondo de su vientre, mira la luz del amanecer atravesar las contraventanas cerradas. De repente oye un ruido en la cocina y piensa que Vicente está preparando café.
—¿Quiere algo? —le pregunta una señora menuda con la bata india que llevaba su hijo la víspera.
Antes de que a Myriam le dé tiempo a contestar, Gabriële le sirve una taza y añade:
—Menudo desbarajuste habéis dejado en la cocina.
Myriam se sonroja al ver la botella de vino acabada, las mondas de la fruta y las colillas.
Gabriële examina a Myriam. Es menos guapa que la anterior, la pequeña Rosie. Su hijo rompe corazones con una constancia que solo le conoce en ese terreno.
—Con él, las cosas siempre terminan mal.
A Gabriële le habría gustado que su hijo fuera homosexual, le parecía chic y provocador. Le decía a menudo: «Es más sencillo con los chicos, créeme».
«¡Qué sabrás tú!», respondía con sequedad Vicente, que no soportaba que su madre hablara con esa libertad.
Vicente tenía una belleza que provocaba el deseo espontáneo de las jovencitas por los señores entrados en años. En la escuela experimentó las aventuras de los internados y los tocamientos vergonzosos de los profesores salaces. Y cuando volvía a casa de sus padres, encontraba de nuevo un mundo de adultos de vida demasiado libre para su mente infantil, y reconocía el olor a esperma en las sábanas. Al final, todo aquello terminó por trastornarlo. Sus historias de amor eran siempre raras. Pero ¿qué hacer?, se preguntaba su madre.
Vicente entra en la cocina, con los ojos aún dormidos y los párpados hinchados. Ve la cara de su madre, contrariada, y entonces, sin pensarlo, coge la mano de Myriam y dice con voz solemne:
—Mamá, te presento a Myriam, vamos a casarnos.
Myriam y Gabriële se quedan paralizadas a la vez, la joven quiere que se la trague la tierra, pero la madre permanece tranquila, no se cree nada.
—Llevamos dos meses viéndonos —añade él tranquilamente—. Nunca te he hablado de ella porque es algo muy serio.
—Bien, no sé qué decirte —responde Gabriële, confusa.
—Myriam está estudiando Filosofía en la Sorbona, habla seis idiomas, sí, seis, su padre era un revolucionario, ella ha atravesado toda Rusia en un carro, ha estado en la cárcel en Letonia, ha visto los Cárpatos desde un tren, ha recogido naranjas con los árabes en Palestina...
—¡Jovencita, su vida parece una novela! —dice Gabriële, burlándose un poco del énfasis que pone su hijo.
—¿Estás celosa? —pregunta Vicente con descaro.
Myriam se precipita a las calles de París con la sensación de que se ha jugado toda su vida en una noche. Llega a su casa de madrugada; como en un cuento, la luna le ha concedido a un prometido. Y ya nada será como antes a causa de ese muchacho complicado pero guapo, de una belleza insultante.