Frente a la Ópera Garnier, la fachada de un inmueble art déco se asemeja a una gigantesca caja de galletas rosa, con su galería comercial, su cine Le Berlitz y su sala de baile, cuya decoración ha pintado Zino. Una decena de obreros, auténticos trapecistas colgados de cuerdas, izan un cartel de dimensiones gigantescas. Se descubre entonces el dibujo, de varios metros de altura, de un viejo de dedos ganchudos, labios carnosos, que se agarra a un globo terráqueo como si quiera poseerlo. En letras mayúsculas rojas puede leerse: EL JUDÍO Y FRANCIA. La exposición está organizada por el Instituto para el Estudio de la Cuestión Judía, cuya misión principal reside en orquestar una propaganda antisemita de gran magnitud por cuenta del ocupante.
La exposición se inaugura el 5 de septiembre de 1941 y tiene por función explicar a los parisinos por qué los judíos constituyen una raza peligrosa para Francia. Se trata de probar «científicamente» que son ávidos, mentirosos, corruptos y obsesos sexuales. Esta manipulación de la opinión pública permite demostrar que el enemigo de Francia es el judío. No el alemán.
La exposición es pedagógica y lúdica. Desde la entrada, los visitantes pueden hacerse fotos delante de la reproducción gigante de una nariz judía. Unas maquetas ponen en escena distintas facciones: narices ganchudas, labios gruesos, pelo sucio. A la salida, una pared presenta las fotografías de diferentes personalidades judías: Léon Blum, Pierre Lazareff, Henri Bernstein o Bernard Natan, que encarnan, todos, «el peligro judío en todos los dominios de la actividad nacional». Francia aparece simbolizada por la imagen de una hermosa mujer «víctima de su generosidad».
A continuación, los visitantes pueden comprar una entrada para ir al cine Le Berlitz a ver un documental alemán, supervisado por Goebbels, titulado El judío eterno. El escritor Lucien Rebatet lo califica de obra de arte.
Esta manipulación de la opinión pública tiene consecuencias. En el mes de octubre estallan bombas en seis sinagogas parisinas unos militantes colaboracionistas armados por el ocupante. En la rue Copernic la bomba destruye una parte del edificio, arranca las ventanas. Al día siguiente, un informe de los servicios secretos generales menciona: «El anuncio de los atentados cometidos ayer contra las sinagogas no ha provocado entre el público ni sorpresa ni conmoción. “Tenía que pasar”, se oye decir, con cierta indiferencia».
Esta propaganda permite también justificar las medidas antisemitas, que se intensifican. Las familias que poseen una radio tienen que llevarla a la comisaría a la vez que se continúa con las anotaciones complementarias en las listas. Todas las cuentas bancarias se ven sometidas al Servicio de Control de los administradores provisionales. Comienzan las detenciones, principalmente de polacos en edad de trabajar.
Las prefecturas se encargan de censar los bienes de cada una de las familias presentes en su territorio, con el fin de que el Estado pueda confiscar todo lo que le interese. Se decretará que los judíos deben pagar una multa de mil millones de francos.
—Como podrás comprobar en la ficha que he encontrado, los Rabinovitch ya no poseían gran cosa.
Ordenanza relativa a una multa impuesta a los judíos.
Apellido: Rabinovitch.
Nombres: Ephraïm, Emma y sus hijos.
Residencia: Les Forges.
Indicación de los objetos embargables sin perjuicio para la economía general ni para los acreedores franceses (plata, joyas, obras de arte, bienes muebles, etcétera): un automóvil y mobiliario de primera necesidad.
Todos los domingos, Ephraïm juega al ajedrez con Joseph Debord, el marido de la maestra.
—Creo que los judíos deberían intentar irse de Francia —dice a Ephraïm mientras desplaza un peón en el tablero.
—No tenemos documentación y además estamos bajo arresto domiciliario —contesta Ephraïm.
—Quizá... puedan conseguir información a pesar de todo.
—¿Cómo?
—Por ejemplo, alguien podría hacerlo por ustedes.
Ephraïm entiende bien el mensaje que quiere transmitirle Debord. Pero está acostumbrado a ocuparse de sus asuntos personalmente, sobre todo si conciernen a su familia.
—Escuche —susurra Debord—, si un día tuviera un problema..., venga a verme a casa, pero nunca a la prefectura.
Pese a todo, esas palabras penetran en la mente de Ephraïm, que reflexiona acerca de las posibilidades de partir al extranjero. ¿Por qué no volver a casa de Nachman por una temporada si encuentran un medio de viajar clandestinamente? Pero Gran Bretaña ya no autoriza que los judíos emigren a Palestina, bajo mandato británico. Ephraïm se informa entonces sobre Estados Unidos, pero se han endurecido las políticas de acogida de inmigrantes. Roosevelt ha puesto en marcha una política restrictiva de inmigración. Un trasatlántico que huía del Tercer Reich ha tenido que dar media vuelta y los mil pasajeros del Saint-Louis han sido devueltos a Europa.
Erigen fronteras por todas partes. Lo que aún era posible hacía unos meses, en este momento ya no lo es.
Para partir habría que encontrar dinero, pero todas sus pertenencias han sido confiscadas por el Estado francés. Y, además, habría que viajar clandestinamente y empezar allí de nuevo desde cero. Ephraïm se siente demasiado viejo para hacerlo, ya no tiene fuerzas para embarcar a su familia en un carro y cruzar bosques nevados.
Su cuerpo cansado es también un límite, una frontera.
Vicente y Myriam se casan el 15 de noviembre de 1941 en el ayuntamiento de Les Forges, sin tarta ni fotógrafo. Los Picabia, para quienes eso no es un acontecimiento, no se desplazan hasta allí. Myriam lleva un vestido polaco de su madre, de lino pesado, con una cenefa roja bordada. Para ir al ayuntamiento, tienen que cruzar todo el pueblo. Los habitantes contemplan el paso de la comitiva de los Rabinovitch, con su aspecto extraño; Noémie se ha puesto un tocado con velo que le ha prestado la señora Debord, la maestra. Y Myriam, un tapete doblado a la manera de un pañuelo. Al alcalde le recuerdan a esos saltimbanquis que se ve vagar por las proximidades de las ciudades, medio artistas, medio ladrones.
—Estos judíos, desde luego, qué raros son... —dice a su secretaria en el ayuntamiento.
Nadie ha visto una cosa así en Les Forges, una boda sin misa, sin canción de regimiento, ni baile al son de un acordeón. Ciertamente, la ceremonia es un poco sosa, pero libera a Myriam: la tachan de la lista de judíos del departamento del Eure para transferirla a la de París.
Así que Myriam se instala oficialmente en París, rue de Vaugirard, en un apartamento en la quinta y última planta. Tres buhardillas conectadas entre sí por un largo pasillo.
Myriam, como joven ya casada, intenta llevar la casa. Pero Vicente no quiere cambiar ninguna de sus costumbres.
—Déjalo, no nos hemos convertido en unos pequeñoburgueses. Y, además, nos importa un bledo la limpieza de la casa.
No obstante, hay que comer. Cuando no va a clase a la Sorbona, Myriam hace cola en las tiendas de comestibles. Como judía, no le está permitido comprar a la vez que las francesas: solo entre las tres y las cuatro de la tarde. Con los tiques de racionamiento DN se obtiene tapioca; con los DR, guisantes, y con los números 36, judías verdes. A veces, para cuando le toca el turno, ya no queda nada. Ella le pide disculpas a Vicente.
—¡No te disculpes! ¡Vamos a beber! ¡Mucho mejor que comer!
A Vicente le gusta aturdirse con el estómago vacío, se lleva a Myriam a las bodegas prohibidas, al Dupont-Latin, en la esquina de la rue des Écoles, y al café Capoulade, en la rue Soufflot. Myriam escribirá: «Una velada en la rue Gay-Lussac con Vicente. El ruido que hacemos molesta a los vecinos. Llaman a la policía. Entonces salto por una ventana. Era noche cerrada. Al llegar a la altura de la rue des Feuillantines, oigo que viene una patrulla de dos agentes franceses. Me acurruco en un rincón oscuro».
Saltar, esconderse, escapar de la policía: es como un gran juego del que hay que salir viva. Myriam no duda de nada, sobre todo de que es invencible.
—Tras la guerra, se descubrirá un síndrome de depresión que va a afectar a algunos resistentes. Porque nunca se habían sentido tan vivos como cuando estaban a punto de morir a cada momento. ¿Crees que pudo pasarle eso a Myriam?
—A mi padre sí, desde luego. Vicente sufrió con el retorno a la «vida normal». Necesitaba mantener la llama del riesgo.
Poco a poco, a medida que la Administración lleva a cabo su minucioso trabajo como despiojadora, buscando censar uno a uno a cada judío en suelo francés, el ocupante continúa emitiendo nuevas ordenanzas que restringen cada vez más su libertad. Es un trabajo lento, eficaz. Entre finales de 1941 y mediados de 1942, se decreta que los judíos no pueden alejarse de su casa en un radio de más de cinco kilómetros. Se les implanta el toque de queda desde las ocho de la tarde. No tienen derecho a mudarse. Desde mayo de 1942, han de llevar una estrella amarilla bien visible en el abrigo para facilitar el trabajo de la policía, que debe verificar el respeto al toque de queda y las restricciones de desplazamiento.
En señal de protesta, los estudiantes de la Sorbona se cosen en la chaqueta unas estrellas amarillas con la inscripción FILOSOFÍA. La policía los arresta en el Barrio Latino. Los padres se vuelven locos.
—Pero ¿os dais cuenta del peligro que corréis?
La familia Rabinovitch está encerrada en el campo, no tiene derecho a viajar, ni a salir por la noche, ni a coger un tren.
Myriam y Vicente sí pueden ir y venir entre París y Normandía. A la ida se llevan las maletas llenas de objetos de primera necesidad y, a la vuelta, comida. Esas idas y venidas le dan cierto respiro a la familia Rabinovitch.
La situación más dolorosa es la de Noémie, sobre todo cuando ve a su hermana coger el tren para irse a París con su joven y guapo marido.
Una noche, Myriam, sentada en la terraza de la Rhumerie Martiniquaise, en el número 166 del boulevard Saint-Germain, toma unas copas con Vicente y sus amigos. Empieza a hacerse tarde, el toque de queda prohíbe a los judíos estar en la calle después de las ocho, pero a Myriam no le apetece dejar a ese alegre grupo que se parte de risa gracias a los efluvios del alcohol. Es mayor de edad, está casada, es mujer, quiere sentir en su piel la mordedura de la libertad. Cierra los ojos y echa la cabeza hacia atrás para apreciar mejor el ardor provocado por el ron, desde los labios hasta el fondo de la garganta.
Cuando abre los ojos de nuevo, la policía ha hecho acto de presencia. Control de documentación. Es todo rápido como una inundación. Unos segundos antes podía levantarse, marcharse —librarse—. En un santiamén la atrapan, arrestada, se terminó. Nota estrechas caricias heladas en las mejillas y la nuca, bajo los brazos. Sensación de ahogamiento. Sin embargo, casi podría reír de embriaguez. El alcohol le da la placentera sensación de que quizá no sea una escena de la vida real.
En la Rhumerie Martiniquaise, la tensión sube entre los bebedores sentados en la terraza, la presencia de los uniformes no es agradable, los clientes dan muestras de cierta hostilidad. Los hombres rebuscan en sus bolsillos, demasiado tiempo, para poner nerviosos a los policías. Las señoras suspiran mientras intentan encontrar la documentación en el bolso.
Myriam sabe que está acabada. Ideas inútiles le pasan por la mente como un fogonazo. ¿Encerrarse en el servicio? La policía irá a buscarla ahí. ¿Pagar la copa y marcharse como si no pasara nada? No. Ya se han fijado en ella. ¿Salir corriendo? Le darían alcance enseguida. Myriam ha caído en la trampa. Todo se vuelve absurdo. Su copa de ron. El cenicero. Las colillas aplastadas. Morir por sentirse libre bebiendo alcohol en la terraza de un café parisino. Qué absurda es la vida cuando se detiene. Myriam tiende su carnet de identidad en el que aparece estampada la palabra JUDÍO.
—Está usted cometiendo una infracción.
Sí, lo sabe. Es susceptible de reclusión. Desde ese mismo momento pueden enviarla a esos extraños «campos» donde nadie sabe qué ocurre. Se levanta en silencio. Coge sus enseres, el abrigo, el bolso, hace un gesto con la mano a Vicente y sale tras los agentes. Los clientes la ven alejarse, con las esposas en las manos. Durante unos minutos, la gente se indigna contra la suerte reservada a los judíos.
—Esa joven no ha hecho nada.
—Esas ordenanzas son humillantes.
Luego se reanudan las risas. Y todo el mundo acaba por beberse los cócteles de ron.
Vicente, desesperado, abandona la mesa para ir a casa de su madre y contarle lo que acaba de pasar.
—¿Y puede saberse qué hacíais en la calle? —grita Gabriële—. ¡Menudos idiotas estáis hechos! ¿Pensáis que esto es un juego? Te dije que Myriam no debía salir más a la calle por la noche.
—Pero, mamá, es mi mujer —dice Vicente—, no puede quedarse en nuestra casa encerrada toda la velada.
—Escúchame bien, Vicente, porque esto no es ninguna broma. Vamos a hablar en serio tú y yo.
Mientras madre e hijo mantienen la primera conversación de su vida, Myriam es conducida a la comisaría de la rue de l’Abbaye, donde pasa la noche. Por la mañana la trasladan a pie a la jefatura de policía, en la Île Saint-Louis, en condición de prisión preventiva, pero ya no le ponen las esposas. Duerme otra noche en la cárcel.
El domingo por la mañana, un policía va a buscarla.
La cara del hombre tiene rasgos duros, cerrados. No mira nunca a Myriam a los ojos, siempre al suelo. Una vez en la calle le ordena que entre en un coche y le dice:
—Suba, sin replicar.
Mientras el agente rodea el vehículo para ir a sentarse al volante, Myriam respira el olor de su blusa a la altura de las axilas, para darse cuenta, azorada, de que huele muy mal después de dos días en una celda.
Myriam pregunta si la trasladan a otra prisión parisina. Pero el policía no responde. Circulan por un París vacío y silencioso. Desde que los franceses no tienen derecho a utilizar el coche, la capital está terriblemente tranquila. Myriam y el agente siguen los carteles blancos bordeados de negro que se han colocado por todas partes en la ciudad para que los alemanes no se pierdan.
Myriam acaba por entender, inquieta, que la lleva a la estación, porque el policía toma sistemáticamente la dirección Der Bahnhof Saint-Lazare. Se pregunta si van a enviarla a uno de esos campos alejados de París. Espantoso.
Ve por la ventanilla el desfile de los empleados de oficina, a esos transeúntes de gafas doradas, con sus carteras de cuero, sus trajes negros y sus zapatos de charol, que corren para coger uno de los escasos autobuses que ruedan despacio a causa del mal gasógeno. Se pregunta si algún día volverá a formar parte de lo que ahora le parece un decorado detrás de una ventanilla.
De repente, el coche se detiene en una de las callejuelas adyacentes. El policía se saca del bolsillo del uniforme tres monedas de diez francos que entrega a Myriam. Ella se da cuenta de que sus manos son finas y que le tiemblan.
—Para su billete de tren. Vuelva a casa de sus padres —dice el agente dándole el dinero.
La frase está muy clara. Pero Myriam se queda inmóvil, mirando en su mano las espigas de trigo bajo la divisa de Francia: libertad, igualdad, fraternidad.
—Dese prisa —añade el policía, nervioso.
—¿Son mis padres quienes...?
—Nada de preguntas —corta el agente—. Entre en la estación, estaré vigilándola.
—Déjeme solo escribir una carta, por favor, quiero prevenir a mi marido.
—Espera, mamá, esta historia del policía me parece un poco rara. ¿Eres tú la que te imaginas que las cosas sucedieron así?
—No, hija mía, no me invento nada. Restituyo y reconstruyo. Es todo. Mira. O mejor, lee.
Lélia me tendió una hoja, arrancada de un cuaderno escolar, una hoja cuadriculada escrita por ambas caras. Reconocí la letra de Myriam.
Es verdad que se me ha presentado a menudo la suerte. ¿La estrella? Nunca la he llevado. La Rhumerie Martiniquaise en Saint-Germain-des-Prés. ¿Llevaba ya el bonito sello rojo, judía, o fue simplemente por mi apellido? Una verificación de identidad, hora tardía, ¿hacia las ocho de la tarde? Los judíos debían respetar el toque de queda, así que arrestada y conducida a la comisaría de la rue de l’Abbaye. Dormí sobre el hombro de un muchacho encantador, chulo de profesión, Riton, creo que se llamaba, y por la mañana, a pie, sin esposas ni numeritos, un policía de civil me llevó a la jefatura de policía en la Île Saint-Louis. Servían café a los que podían pagárselo. Yo estaba ahí con una española enorme que echaba pestes contra los franceses. Me quedaba algo de dinero. Cuando el muchacho de los cafés vino a buscar las tazas vacías, se llevó con la vajilla una nota que le había dado junto con unas cuantas monedas a modo de propina. «Le doy todo lo que tengo y le ruego que indique mi presencia aquí a este número de teléfono..., para decir que me encuentro en la jefatura de policía». Pasé la noche allí, y el domingo por la mañana vino a buscarme un policía. «Me han encargado llevarla a la estación. Tengo el dinero para su billete». No pude pasar por mi casa. El policía me autorizó a escribir una nota a mi marido. Me devolvió los papeles y de ahí me fui a Les Forges.
—¿Te acuerdas de cuando te decía que retuvieras la fecha del 13 de julio de 1933 como un día de felicidad perfecta?
—¿El día de la entrega de premios en el Lycée Fénelon...?
—Hemos llegado exactamente a nueve años después. El 13 de julio de 1942. En Les Forges.