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Jacques ha aprobado la primera parte de la reválida —ha ido a Évreux a buscar las notas con la estrella amarilla en la chaqueta—. En el trayecto de vuelta, Jacques y Noémie se han acercado en bicicleta a ver a Colette para darle la buena noticia. 

Ha sido un día caluroso. Se han divertido mucho los tres. Desde que Myriam se casó, Jacques ha encontrado su lugar entre las dos chicas. Noémie aprecia la nueva alianza, inesperada. Descubre a su hermanito, de carácter jovial. Colette piensa en decirles que se queden a dormir, pero al final desiste. 

Al volver a casa de sus padres, Jacques y Noémie se detienen en la plaza del pueblo de Les Forges, donde se prepara el baile de esa noche, con su estrado y sus farolillos. 

—¿Crees que podríamos venir un rato después de cenar? —pregunta Jacques a Noémie. 

Ella despeina a su hermano con gesto burlón. Él protesta gesticulando con los brazos. No soporta que le toquen el pelo. 

—Vamos, hombre, ya sabes la respuesta. 

Vuelven a casa de los padres con las chaquetas dobladas en el portaequipajes para que no se vea la estrella. Menos mal. Se cruzan con una patrulla alemana y ya es la hora del toque de queda. 

Para la cena, Emma ha encontrado con qué preparar una buena comida y pone la mesa, bonita, bajo los árboles. Hay que celebrar las notas de Jacques. Desde que decidió hacerse ingeniero agrónomo, estudia tanto como sus hermanas. 

Emma decora el mantel con flores, que coloca cuidadosamente a la manera de un tapete. Myriam también está. No ha vuelto a París desde su milagrosa liberación de la cárcel. Toda la familia cena en el jardín, detrás de la casa. Están los cinco, ocupando los mismos sitios que alrededor de la mesa en Palestina, en Polonia, luego en París en la rue de l’Amiral-Mouchez —esa mesa es su barca—. La noche parece no querer caer, el aire del jardín aún rezuma la calidez del día. 

De pronto, el ronroneo de un motor irrumpe en la paz de esa velada. Se acerca un coche. No, son dos coches. En el jardín se interrumpen las conversaciones; las orejas se yerguen, como las de los animales inquietos. Esperan a que se aleje el ruido, que se esfume. Pero no. Persiste, se amplifica. Los corazones se crispan. Los cinco retienen la respiración. Oyen el ruido de los portazos y de las botas. 

Las manos se buscan por debajo de la mesa, los dedos se entrelazan, con un desgarro en los corazones. Golpes en la puerta, los hijos se sobresaltan. 

—Que todo el mundo permanezca tranquilo, voy a abrir —dice Ephraïm. 

Sale, ve dos coches aparcados, uno con tres militares alemanes y el otro con dos gendarmes franceses, uno de los cuales es el encargado de traducir las instrucciones. Pero Ephraïm, que habla alemán, entiende las consignas y las conversaciones. 

Los gendarmes han venido a buscar a sus hijos. 

—Llévenme a mí en su lugar —dice inmediatamente a los policías. 

—Imposible. Que preparen rápido una maleta para el viaje. 

—¿Qué viaje? ¿Adónde van? 

—Se le informará a su debido tiempo. 

—¡Son mis hijos! Necesito saberlo. 

—Van a trabajar. Nadie les hará daño. Tendrá noticias suyas. 

—Pero ¿cuándo?, ¿dónde? 

—No hemos venido a charlar, tenemos orden de llevarnos a dos personas, y nos iremos con esas dos personas. 

¿Dos personas? 

«Por supuesto —piensa Ephraïm—, Myriam está en las listas de París. Hablan de Noémie y Jacques». 

—Están todos acostados —dice él—. Mi mujer también, sería más fácil que volvieran mañana. 

—Mañana es 14 de julio, la gendarmería estará cerrada. 

—Entonces déjenme al menos unos minutos, que mi mujer y mis hijos tengan tiempo de vestirse. 

—Un minuto, ni uno más —dicen los policías. 

Ephraïm se dirige con calma hacia la casa mientras piensa: «¿Será mejor pedirle a Myriam que se vaya con ellos? Es la mayor, la más espabilada, podría irse con los dos menores, ayudarlos a salir adelante; ¿acaso no se las arregló para escaparse sola de la cárcel? O, al contrario, ¿más vale decirle a Myriam que se esconda y que no se arriesgue a que la detengan?». 

En el jardín, todo el mundo espera al padre en silencio. 

—Es la policía. Han venido a buscar a Noémie y a Jacques. Subid a preparar vuestras maletas. Tú no, Myriam, tú no estás en la lista. 

—Pero ¿adónde van a llevarnos? —pregunta Noémie. 

—A trabajar a Alemania. Así que llevaos unos jerséis. Vamos, daos prisa. 

—Yo me voy con ellos —dice Myriam. 

Se levanta de golpe para ir también ella a hacer su maleta. Entonces a Ephraïm le pasa algo por la cabeza. El recuerdo lejano de aquella noche en que la policía bolchevique fue a detenerlo. Emma se sintió mal y él se acercó a su vientre, por miedo a que el niño hubiera muerto. 

—Ve a esconderte al jardín —le dice agarrándola con fuerza del brazo. 

—Pero, papá... —protesta Myriam. 

Ephraïm oye a los policías que llaman a la puerta para entrar en la casa. Coge a su hija del cuello de la blusa, lo aprieta hasta casi estrangularla, antes de ordenarle, mirándola fijamente a los ojos y con la boca deformada por el miedo: 

—Lárgate lejos de aquí. ¿Lo has entendido?