Pegados el uno al otro, Noémie y Jacques van sentados en la parte trasera del coche de policía hacia un destino desconocido. Jacques ha apoyado la cabeza en el hombro de su hermana mayor, con los ojos cerrados, y piensa en ese juego de antaño que consistía en encontrar series de palabras que empezaran por la misma letra en diferentes categorías. Deporte, batallas célebres, héroes. Noémie tiene cogida con una mano la de su hermano y con la otra la maleta. Hace la lista de todo lo que ha olvidado debido a las prisas: su pomada Rosat para los labios cortados, un trozo de jabón y su rebeca color burdeos que tanto le gusta. Siente haberse llevado el frasco de loción capilar Pétrole Hahn de Jacques, que ocupa un espacio inútil.
Apoya la cara contra la ventanilla y mira las calles del pueblo, que conoce como la palma de su mano. En esa noche particular, los jóvenes de su edad acuden al baile, van caminando en grupos pequeños. Los faros del coche iluminan sus piernas y sus bustos. Sus caras no. En el fondo se alegra de que sea así.
Noémie se dice que esta prueba hará de ella una escritora; sí, un día narrará todo esto. Para no olvidarse de nada observa cada detalle: las chicas andan descalzas, llevan los zapatos de charol en la mano para no estropearlos con las piedras del camino; van con el pecho henchido, comprimido por los corpiños demasiado ceñidos. Contará cómo, delante de ellas, van los muchachos empujando sus bicicletas y emitiendo gritos de animales para hacerlas reír, con el cabello engominado, brillante bajo la luna. Y describirá que se siente en el aire la promesa erótica de la danza, a esa juventud embriagada sin haber bebido, ebria debido a los estribillos del baile cuyas notas se escuchan, transportadas por el viento pesado y perfumado de la noche estival.
El coche de policía sale del pueblo en dirección a Évreux. En la linde del bosque, una pareja aparece de entre los matorrales, sorprendida in fraganti en medio de la luz de los faros. Se cogen de la mano. Esa visión hiere a Noémie. Como si supiera que nunca le sucederá a ella.
El coche penetra en el bosque, el silencio envuelve la carretera, luego la casa donde Ephraïm y Emma se encuentran solos, petrificados por el susto, y el silencio reina también en el jardín donde se esconde Myriam. Está esperando a que suceda algo, aunque no sabe exactamente qué.
Un día, mucho tiempo después, a mediados de los años setenta, en el consultorio de un dentista, en Niza, una tarde muy calurosa, Myriam entenderá de pronto qué era lo que estaba esperando tumbada en aquel jardín. El recuerdo de esa espera la invade. Revivirá la sensación de la hierba en los labios. Y la del miedo en el cuerpo. Comprenderá entonces que esperaba a que su padre cambiara de opinión. Ni más ni menos que eso. Esperaba a que su padre fuera a buscarla para pedirle que se marchara con Jacques y Noémie.
Pero Ephraïm no reconsidera su decisión y pide a Emma que cierre las contraventanas y se acueste, siempre manteniendo la calma. Que el pánico no se apodere de su casa.
—El miedo siempre hace que se tomen las decisiones equivocadas —dice antes de apagar las velas.
Myriam ve que sus padres han cerrado las ventanas del dormitorio. Espera un poco más y, cuando entiende que nadie irá a buscarla a ese jardín, en medio de la noche, del silencio, coge la bicicleta de su padre, aunque sea demasiado grande para ella. Al agarrar el manillar, Myriam siente las manos de Ephraïm deslizándose en las suyas para infundirle valor. La bicicleta entera se convierte en el cuerpo del padre, una osamenta fina pero sólida, unos músculos resistentes y flexibles, capaces de conducir a su hija durante toda la noche hasta París.
Se siente confiada, sabe que hay que aprovechar la generosidad de la oscuridad y, sobre todo, la bondad del bosque, que no juzga a nadie y alberga en su seno a todos los fugitivos. Sus padres le habían contado tantas veces la huida de Rusia, el episodio del carro soltándose. Huir, arreglárselas, ella sabe cómo hacerlo. De repente, en la cuneta, Myriam percibe la forma de un animal que la fuerza a frenar en seco. Se detiene ante el cadáver de un pájaro muerto, cuya sangre negra se mezcla con las plumas desperdigadas. Esa visión mórbida la turba como un mal presagio. Myriam recubre con humus el cuerpo abombado del animal, aún caliente, luego recita entre susurros los versos arameos que le enseñó Nachman en Palestina, el kadish del duelo, y solo después de pronunciar esas palabras rituales encuentra la fuerza para seguir su camino, hija del ave, vuela por los senderos, se oculta en las lindes del bosque, se desliza con destreza, como los animales a su paso; con ellos no se siente sola, son sus compañeros de desaparición.
Con las primeras vibraciones del aire, con los primeros albores del día, Myriam divisa por fin la Zona de París. Casi ha llegado.
—Lo que se llama la Zona —me explicó Lélia— era en un principio un gran solar que rodeaba París. Un área de tiro... reservada para los cañones de la artillería francesa. Non ædificandi. Pero poco a poco fue afincándose allí toda la pobreza de los excluidos de la capital, de los miserables de Victor Hugo, de las familias con mil niños; todos aquellos a los que las grandes obras del barón Haussmann expulsaron del centro de París se amontonaron ahí en barracas, en cabañas de madera o caravanas, chozas bañadas en el lodo y el agua estancada, casuchas recompuestas. Cada barrio tenía su especialidad: estaban los ropavejeros de Clignancourt y los traperos de Saint-Ouen, los bohemios de Levallois y los silleros de Ivry; los cazadores de ratas, que revendían los bichos a los laboratorios de los muelles del Sena para sus experimentos; los recogedores de excrementos blancos, que proveían de esa mierda por kilos a artesanos guanteros que la utilizaban para blanquear el cuero. Cada barrio tenía su comunidad; estaban los italianos, los armenios, los españoles, los portugueses..., pero todos eran apodados los zonards o los zoniers, los «zonales».
A la hora en que Myriam cruza el cinturón negro de la Zona, todo está tranquilo en ese lugar sin agua y sin electricidad, pero no sin humor, pues los habitantes que crecen ahí, en medio del moho, han denominado sus calles con juegos de palabras imaginativos: así, Myriam cruza la rue-Barbe, como «ruibarbo», la rue-Bens, como el pintor, pero también la rue-Scie, que se lee como «Rusia».
Son las seis de la mañana; las putas de la Zona han concluido su labor nocturna, los obreros y los artesanos empiezan su jornada, es el final del toque de queda para los trabajadores que portan la estrella azul y bronce y acuden a sus empleos en la capital al amanecer soñando con un café con leche. Myriam espera con ellos a que se abran las puertas de París, se mezcla con todas las bicicletas que van avanzando, poniendo mucho cuidado en acatar las reglas obligatorias para los habitantes que usen ese medio de locomoción por las calles de la ciudad. No soltar el manillar. No meterse las manos en los bolsillos. No apartar los pies de los pedales. Respetar la prioridad de los vehículos con matrículas WH, WL, WM, SS o POL.
Myriam atraviesa un París prácticamente vacío, los raros transeúntes pasan volando y pegados a los muros. La belleza de la ciudad le infunde esperanza. El nuevo día borra sus pensamientos, el frescor de esa mañana estival que comienza lava las ideas negras de la noche.
—¿Cómo he podido imaginar que iban a mandar a mi hermano y a mi hermana a Alemania? Es absurdo, Jacques incluso es menor aún.
Myriam recuerda que una noche, en el piso de Boulogne, la primera casa donde vivió la familia a su vuelta de Palestina, su hermana no podía dormir por culpa de una araña que había junto a la cama de ambas. Pero al amanecer se dio cuenta de que el bicho espantoso no era sino un trozo de hilo enrollado. Esas son las ideas negras: nimiedades que la imaginación cubre de pelos en la oscuridad, se dice Myriam. Y el alba evacúa las delirantes angustias de la noche.
Myriam cruza el Pont de la Concorde en dirección al boulevard Saint-Germain. No se fija en la inmensa banderola colgada de la fachada del Palais-Bourbon, «Deutschland siegt an allen Fronten», aureolada con una inmensa V de victoria. Sigue pensando que sus padres recuperarán a Jacques y a Noémie antes de que los envíen a Alemania.
«Cuando se den cuenta de que mi hermano y mi hermana apenas si saben hacer nada con sus diez dedos, los alemanes los devolverán a casa», se dice para darse fuerzas y subir de cuatro en cuatro los peldaños de seis pisos, hasta su apartamento de la rue Vaugirard.
Vicente abre la puerta en medio de una nube de humo. Deja entrar a Myriam y vuelve al salón para seguir tomándose su café, sumido en los pensamientos que lo han mantenido despierto toda la noche, según delatan las ojeras y el cenicero lleno encima de la mesa. Myriam le cuenta nerviosa la detención de Jacques y Noémie, su vuelta en bicicleta hasta París, pero Vicente no escucha, está en otra parte, y es que, efectivamente, él tampoco ha dormido nada. Enciende en silencio otro cigarrillo con la colilla del anterior, va a buscar una taza de Tonimalt a la cocina, una bebida elaborada a base de granos de malta transformados en escamas que sustituye al café y que Vicente compra a precio de oro en la farmacia.
—Espérame aquí, ahora vuelvo —le dice tendiéndole la taza.
Una nube de humo se escapa por encima de la cabeza de su marido en el momento en que desaparece por el pasillo, y Myriam se imagina una locomotora entrando en un largo túnel. Luego se tumba en la alfombra, agotada, le duele todo el cuerpo tras esa noche de fuga, se siente literalmente machacada por las miles de pedaladas que ha tenido que dar. Está temblando, echada en el suelo sobre esa polvorienta jarapa del salón, cierra los ojos y de repente cree oír unos ruidos procedentes de la habitación del fondo. La voz de una mujer.
—¿Una mujer? ¿Así que una mujer habría dormido en mi cama con mi marido? No, es imposible.
Y Myriam cae en un sueño profundo hasta que un pequeño personaje en miniatura, una mujercita, la sacude enérgicamente para despertarla.