—Te presento a mi hermana mayor —precisa Vicente, como si la menuda estatura de la joven pudiera hacer dudar de ello.
Jeanine tiene tres años más que Vicente, pero le llega muy por debajo del hombro. Como Gabriële. De hecho, Myriam encuentra que hija y madre se parecen como dos gotas de agua, con esa frente amplia de mujer inteligente, con esos labios finos y decididos.
—En algunas fotos de archivo —dijo Lélia— he llegado a confundirlas, ¿sabes?
—¿Cómo puede ser que Myriam no conociera a la hermana de su marido hasta entonces?
—Te recuerdo que a los Picabia nunca les interesó el concepto de «familia», salvo para destruirlo como una noción burguesa. Ningún miembro de los Picabia se dignó asistir a la boda de Vicente y Myriam, y además es cierto que Jeanine era una joven muy ocupada. Dos años antes, en marzo de 1940, obtuvo su diploma de enfermera de la Cruz Roja, antes de incorporarse a la sección sanitaria del regimiento número 19 del Ejército de Tierra en Metz. Después del armisticio y hasta la desmovilización en diciembre de 1940, la asignaron a la sección de Châteauroux para gestionar el abastecimiento de los campos de prisioneros de Bretaña y Burdeos. No se está cruzada de brazos, ¿entiendes? Es una mujer que conduce ambulancias. Aunque, de espaldas, pudieran confundirla con una niña de doce años.
—¿No estarás embarazada? —pregunta Jeanine sin rodeos.
—No —contesta Myriam.
—Vale, en tal caso, podremos meterla en el Citroën de mamá.
—¿En el Citroën? —pregunta Myriam.
Pero Jeanine no responde, se dirige únicamente a Vicente.
—Ocupará el lugar de las maletas de Jean, que tú llevarás en tren. ¿Qué quieres que te diga? De todas formas, ahora ya no tenemos elección. Nos vamos mañana en cuanto se levante el toque de queda.
Myriam no entiende nada, pero Jeanine le hace una seña para que no haga preguntas.
—¿Te acuerdas del «milagro» que se produjo cuando fue un policía a sacarte de la cárcel? Ese «milagro», señorita mía, tenía una cara, un nombre, una familia e hijos. Ese milagro fue arrestado por la Gestapo la semana pasada, ¿entendido? Así que esta es la situación. No puedes permanecer en zona ocupada. Es demasiado peligroso ahora que sabemos que la policía es susceptible de buscarte como hizo con tu hermano y tu hermana. Es peligroso para ti. Así que también para tu marido. Por consiguiente también para mí. Vamos a pasarte a la zona libre. No podemos salir hoy porque es festivo. Los coches no tienen permitido circular. Nos marcharemos mañana por la mañana, a primera hora, desde casa de mi madre. Prepárate, nos vamos a su casa ahora.
—He de avisar a mis padres.
Jeanine suspira.
—No, no puedes prevenirlos... Vicente y tú sois realmente unos críos.
Vicente entiende que su hermana no soportaría nada más y por primera vez en su vida se dirige a Myriam como un marido:
—Dejémonos de charlas. Te vas con Jeanine. Inmediatamente. Así son las cosas.
—Ponte todas las prendas de ropa que puedas, unas encima de otras —le aconseja Jeanine—, porque no podrás llevar maleta.
Al salir del edificio, Jeanine coge a Myriam del brazo.
—No hagas preguntas, sígueme. Y si nos cruzamos con la policía, déjame hablar a mí.
A veces la mente se adhiere a superficies inútiles. Hay detalles absurdos que retienen la atención cuando la realidad se vacía de toda su sustancia habitual, cuando la vida se vuelve tan ilógica que no se puede recurrir a ninguna experiencia. Y mientras las dos muchachas bajan por la calle que bordea el Théâtre de l’Odéon, el cerebro de Myriam fija una imagen que queda grabada en su memoria: el cartel de una comedia de Courteline. Mucho tiempo después de la guerra, quizá a causa de la asociación fonética de las palabras culote y Courteline, auténtico despropósito, toda evocación del dramaturgo le hará pensar automáticamente en los cinco culotes que se puso aquel día, uno sobre otro, aquellos cinco culotes que hacían que se le pegara la falda al andar, rozando las paredes del teatro bajo las arcadas de piedra ocre. Esos cinco culotes que le durarían todo un año, hasta desgastarse, hasta que se agujerearon en la entrepierna.
Cuando llegan a casa de Gabriële, Jeanine dice a Myriam:
—No comas nada salado y mañana no bebas ni un sorbo de agua, ¿entendido?
Jacques y Noémie se despiertan en un calabozo como si fueran criminales. Han sido encarcelados en Évreux la noche anterior, a las 23.20, según el registro de presos. Motivo de la detención: judíos. Jacques se llama ahora Isaac. Está encerrado con Nathan Lieberman, un alemán nacido en Berlín de diecinueve años. Israel Gutman, un polaco de treinta y dos años, y su hermano Abraham Gutman, de treinta y nueve años.
Jacques vuelve a pensar en los relatos de sus padres, que también pasaron por la cárcel cuando salieron huyendo de Rusia, justo antes de entrar en Letonia. Para ellos, todo acabó bien.
—Los liberaron al cabo de unos días —les cuenta a Nathan, Israel y Abraham para tranquilizarlos.
Ese 14 de julio se moviliza al conjunto de las brigadas de la gendarmería. Los alemanes temen los desbordamientos patrióticos y prohíben todo desfile o agrupamiento callejero. Se postergan los traslados. Jacques y Noémie pasan otra noche en Évreux.
Esa mañana, a unos kilómetros de la cárcel donde se encuentran sus hijos, Ephraïm permanece en la cama con los ojos muy abiertos. Le obsesiona una frase, una frase pronunciada por su padre, la última noche del Pésaj con toda la familia reunida: «Un día querrán vernos desaparecer a todos».
«No..., no es posible...», piensa Ephraïm.
Y no obstante... Se pregunta por qué han dejado de tener noticias de sus suegros desde Lodz. Y de Borís desde Praga. Ninguna noticia de sus antiguas amistades de Riga. Por todas partes, un silencio de muerte.
Ephraïm piensa de nuevo en la risa de Aniuta, en su risa cruel que le impidió tomarse en serio sus planes de fuga. Ella lleva cuatro años en Estados Unidos, cuatro años ya. Le parece una eternidad. Y él ¿qué ha hecho en esos cuatro años? Sumirse en una situación inextricable, caer en la trampa de la contemplación de la crecida de las aguas. Lenta pero segura. En el mismo momento, en París, Jeanine despierta a Myriam en el apartamento de Gabriële. Ha dormido vestida, se siente como después de una noche de viaje en tren.
Las dos muchachas salen del piso y se dirigen hacia una callejuela apartada donde las espera un coche. En su interior está Gabriële, con las manos enguantadas, fular, sombrero y actitud decidida. Parece que vaya a la cabeza de un rally automovilístico, con su Citroën tracción falso cabriolé dotado de un motor de cuatro cilindros con válvulas. El asiento trasero se encuentra enteramente recubierto por una pila de bolsas y maletas, coronada por un montón de paquetes envueltos. Myriam ve emerger unas formas oscuras cubiertas con papel de periódico, de las que asoman cuatro cabezas de cuervos. Visión extraña, Myriam se pregunta cómo va a sentarse en medio de todo ese desorden; entonces, Jeanine mira a derecha e izquierda, la callejuela está vacía, ningún transeúnte, ningún coche a la vista, con un gesto rápido aparta las bolsas para enseñar a Myriam una trampilla en el asiento.
—Métete ahí dentro, rápido.
Myriam entiende entonces que han fabricado un doble fondo en el respaldo del asiento trasero, que comunica con el maletero del coche.
Con la ayuda de un amigo mecánico, Jeanine había acondicionado el coche de su madre para instalar dentro un espacio secreto donde se introduce Myriam. Como Alicia en el país de las maravillas, se encoge para entrar en el maletero y se hace un ovillo en su escondite, pero a la hora de estirar las piernas siente que algo se mueve en el fondo de la madriguera, algo vivo; piensa primero en un animal, pero es un hombre que estaba esperando ahí, sin moverse.
Myriam no puede verlo entero, adivina fragmentos, su mirada clara de poeta, su flequillo redondo, como una tonsura sacerdotal, y en la barbilla, un hoyuelo de payaso.
—Es Jean Hans Arp, que tiene en ese momento cincuenta y seis años.
—¿El pintor?
—Sí, era amigo íntimo de Gabriële. Descubrí este episodio al encontrar los escritos de Myriam, tras su muerte, donde mencionaba el «cruce de la línea de demarcación en un maletero con Jean Arp». Luego me enteré de que en ese momento va a Nérac, en el sudoeste de Francia, donde ha quedado con su mujer, Sophie Taeuber. Huyen de París porque Jean es de origen alemán, pero también porque son artistas «degenerados», y pueden ser detenidos por ello.
Tumbados uno junto al otro, la joven y el pintor no se dicen nada, pues el tiempo del silencio ha empezado ese día, palabras que no se pronuncian para protegerse, preguntas que no se hacen, ni siquiera a uno mismo, para no exponerse a ningún peligro. Jean Arp no sabe que la muchacha es judía. Myriam no sabe que Jean Arp escapa de los nazis por motivos ideológicos.
El coche avanza despacio hacia la Porte d’Orléans. Allí, Jeanine y Gabriële tienen que justificar su presencia mostrando sus Ausweis, un pase que las autoriza a desplazarse. Son falsos, por supuesto, los que enseñan con aplomo a los soldados. A las dos mujeres se les ha ocurrido la historia de una boda. Se supone que Jeanine tiene que ir al encuentro de su futuro esposo para celebrar la ceremonia. Ante los soldados, Jeanine finge ser una jovencita azorada, y Gabriële, una madre superada por los acontecimientos. Nunca antes madre e hija habían estado más encantadoras, ni más sonrientes.
—¡Si supieran la cantidad de equipaje que me ha obligado mi hija a meter en el maletero! ¡Una auténtica mudanza! Ha querido ir con su ajuar al completo y luego tendremos que volver a traérnoslo a París. ¿No es absurdo? ¿Están ustedes casados? No se lo aconsejo.
Gabriële hace reír a los soldados, les habla en alemán, que aprendió de joven, cuando estudiaba música en Berlín. Los hombres aprecian a esa francesa vivaracha que se dirige a ellos en una lengua impecable, la felicitan, ella se lo agradece, se entretienen charlando. Gabriële propone dar a los soldados una de las aves muertas que llevan para la boda. Los cuervos son un plato muy apreciado en tiempos de la Ocupación, se venden hasta por veinte francos la pieza, y sale un caldo muy bueno con ellos.
—Willen Sie eins? —propone Gabriële.
—Nein, danke, danke.
La verificación de la documentación transcurre sin percances, los soldados dejan marchar a las dos mujeres. Y Gabriële arranca tranquilamente el coche; ante todo, no precipitarse.
Ephraïm y Emma Rabinovitch no han dormido en toda la noche, han esperado a que se hiciera de día y se abrieran las oficinas municipales. Se visten con calma. Emma quiere decir algo a Ephraïm, pero su marido le da a entender con un gesto que, por el momento, solo puede soportar el silencio. Después de arreglarse, Emma baja a la cocina y pone en la mesa los tazones de los hijos, sus cucharas y sus servilletas. Ephraïm la mira sin decir nada, sin saber qué pensar de ese gesto. Luego acuden juntos, erguidos y dignos, al ayuntamiento de Les Forges. El señor Brians, el alcalde, les abre la puerta esa mañana. Es un hombre bajito, de flequillo negro pegado a su frente blanca, reluciente como el vientre de un pez. Desde que los Rabinovitch se instalaron en su pueblo solo desea una cosa: verlos desaparecer de allí.
—Queremos saber adónde han llevado a nuestros hijos.
—La prefectura no nos dice nada —contesta el alcalde con su débil vocecilla.
—¡Uno de ellos es menor! Así que está usted obligado a comunicarnos su paradero.
—No estoy obligado a nada. Hábleme en otro tono. Y no merece la pena que insistan.
—Querríamos darles dinero, sobre todo si tienen que viajar.
—Bueno, pues yo, en su lugar, me guardaría el dinero para mí.
—¿Qué quiere decir?
—No, no, nada —contesta el alcalde, cobarde.
A Ephraïm le entran ganas de partirle la cara, pero se pone el sombrero y se marcha, esperando que su buena conducta le permita ver pronto a sus hijos.
—¿Y si fuéramos a ver a los Debord? —pregunta Emma al salir del ayuntamiento.
—Tendría que habérsenos ocurrido antes.
Emma y Ephraïm llaman a su puerta, pero nadie responde. Aguardan un poco, con la esperanza de ver a la maestra y a su marido volver del mercado. Pero un vecino que pasa por ahí les explica que los Debord se fueron de vacaciones de verano hace dos días ya.
—Era él quien llevaba las maletas, y puedo decirle que iba bien cargado.
—¿Sabe cuándo van a volver?
—No creo que sea antes de que acabe el verano.
—¿Tiene una dirección adonde pudiera escribirles?
—¡Ah, no! Me temo que tendrá que esperar hasta el mes de septiembre.
Los alemanes requisan la gasolina. Jeanine y Gabriële, como todos los franceses, deben utilizar, pues, otros productos líquidos capaces de hacer funcionar motores de explosión. Un coche puede funcionar con coñac Godet, colonia, quitamanchas para ropa, disolvente y hasta vino tinto. El coche de Jeanine y Gabriële corre ese día con una mezcla a base de gasolina, benzol y alcohol de remolacha.
Los efluvios procedentes de la tracción delantera dejan a Myriam y Jean en un estado de embriaguez rayano en la semiinconsciencia. Se precipitan el uno sobre el otro en las curvas, los saltos del coche los propulsan contra la chapa del maletero. El escultor hace lo posible por excusarse cuando su brazo o su muslo aplastan el cuerpo de la muchacha. «Perdón por tocarla —parece decirle con la mirada—, perdón por estar pegado a usted»... De vez en cuando, el coche se detiene en la cuneta junto a un sotobosque. Jeanine deja salir entonces a Myriam y Jean. Incorporarse, hacer que circule la sangre. Y luego volver al maletero varias horas más. Cada kilómetro los acerca a la zona libre. Pero habrá que pasar los controles ubicados en la línea de demarcación.
Esa línea divide Francia en dos a lo largo de casi mil doscientos kilómetros. Fracciona el territorio no sin cierto dislate, pues al entrar en el castillo de Chenonceau, construido sobre el lecho del río, se está en zona ocupada, pero se puede pasear con total libertad por los jardines adyacentes.
Gabriële y Jeanine han decidido pasar por Tournus, en el departamento de Saône-et-Loire, que no es la ruta más corta para llegar a Nérac, pero es un camino que Gabriële conoce como la palma de su mano; en tiempos lo recorrió muchas veces con Francis, y también con Marcel y Guillaume.
El puesto fronterizo para pasar la «dema» se encuentra en Chalon-sur-Saône. Gabriële y Jeanine han previsto llegar a la hora del almuerzo, cuando los trabajadores atraviesan la ciudad para ir a comer a sus casas.
«A los soldados no les apetecerá ponerse meticulosos», piensa Jeanine.
Cuando cruzan la ciudad, Gabriële y Jeanine pasan por la Place de l’Hôtel de Ville, donde ondea la bandera nazi como una amenaza. Se paran para preguntar qué dirección tomar, y luego, muy despacio, bordean los distintos edificios del cuartel Carnot, que ha sido requisado para alojar a las tropas alemanas y rebautizado «cuartel Adolf Hitler». Llegan a la Place du Port-Villiers, donde ha quedado huérfano un pedestal cuyo bronce se ha recuperado por el ocupante para su fundición. El fantasma de la estatua, el retrato de cuerpo entero de Joseph Nicéphore Niépce, el inventor de la fotografía, parece flotar en el aire en busca de su zócalo.
Las dos mujeres divisan el Pont des Chavannes, donde se halla el puesto de control, una garita de madera instalada a la entrada, en el mismo lugar en el que, en la Edad Media, se situaban los peajes. Del lado alemán, son los hombres del Servicio de Vigilancia de Fronteras los encargados del control. Y, del lado francés, los guardias móviles de la reserva (GMR). Son muchos y parecen bastante menos simpáticos que los soldados de la barrera de París. Las grandes redadas de judíos que acaban de tener lugar por toda la Francia ocupada obligan a los servicios de policía a redoblar la vigilancia, a causa de los intentos de fuga.
Los corazones de madre e hija laten con fuerza en su pecho. Por suerte, tal como habían previsto, no son las únicas en querer pasar la frontera a esa hora. Numerosas bicicletas circulan en ambos sentidos, lugareños que cruzan la línea a diario para ir a trabajar y que tienen que enseñar su Ausweis «de vecindad», válido en un radio de cinco kilómetros.
Mientras esperan su turno, Jeanine y Gabriële leen el cartel, colocado la víspera, que precisa las represalias previstas para las familias que pretendan ayudar a personas buscadas por la policía:
1. Todos los parientes cercanos masculinos en línea ascendente, así como los cuñados y los primos a partir de los dieciocho años, serán fusilados.
2. Todas las mujeres en el mismo grado de parentesco serán condenadas a trabajos forzados.
3. Todos los niños hasta los diecisiete años cumplidos, hombres y mujeres afectados por estas medidas, serán conducidos a un reformatorio.
Madre e hija quedan advertidas de lo que les espera. No es momento de echarse atrás. Los guardias se acercan al Citroën para el control. Las dos mujeres tienden sendos Ausweis falsos, vuelven a hacer gala de sus encantos y cuentan de nuevo su historia, los nervios propios de la boda, el vestido de novia, el ajuar, la dote, los invitados. Los guardias se muestran menos amables que los de París, pero acaban dejándolas pasar —una madre que casa a su hija, eso es algo que merece respeto—. Luego les toca a los alemanes, situados unos metros más allá.
Hay que convencerlos como sea de no deshacer las maletas ni abrir el maletero. El hecho de que Gabriële hable perfectamente alemán es una ventaja, los soldados son sensibles a los esfuerzos que hace la dama, que les pregunta por Berlín, la ciudad que debe de estar muy cambiada desde que estudió música allí, en 1906, cómo pasa el tiempo, ¿verdad?, le encantaron los berlineses... De repente, los perros se ponen a olisquear junto al maletero, tiran de las correas, insisten, ladrando cada vez más, quieren dar a entender a sus amos que han olido una presencia viva dentro del vehículo.
Myriam y Jean Arp escuchan los golpes rabiosos de sus fauces en la chapa. Myriam cierra los ojos y deja de respirar.
Fuera, los alemanes intentan comprender por qué los perros están volviéndose locos.
—Tut mir leid meine Damen, das ist etwas im Kofferaum. Perdón, señoras, hay algo en su maletero que pone nerviosos a nuestros perros...
—¡Ah, son los cuervos! —dice Gabriële en alemán—. Die Krähen! Die Krähen!
Gabriële coge las aves que yacen en el asiento trasero. «¡Son para el banquete de bodas!». Y pone los cuervos delante del hocico de los canes, que se abalanzan sobre los señuelos, olvidándose del maletero del coche. Las plumas negras vuelan por todas partes, los soldados ven el ágape nupcial esfumándose en el estómago de los animales.
Azorados, dejan pasar el Citroën.
En el retrovisor, Gabriële y Jeanine observan cómo la garita de los soldados va haciéndose más pequeña, hasta desaparecer. A la salida de Tournus, Jeanine pide a su madre que se detengan, quiere tranquilizar a los pasajeros. Myriam tiembla como una hoja.
—Ya está, lo hemos conseguido —dice para calmarla.
Luego Jeanine da unos pasos por la carretera y llena sus pulmones de aire de la zona libre. Le flaquean las piernas, pone una rodilla en tierra, luego la otra. Y se queda unos segundos así, postrada, con la cabeza inclinada hacia delante.
—Vamos, cariño, todavía nos quedan seiscientos kilómetros antes de que se nos haga de noche —dice Gabriële poniendo una mano en el hombro de su hija.
Es la primera vez que da muestras de una ternura sincera hacia uno de sus hijos.
Gabriële y Jeanine circulan sin detenerse. Un poco antes de medianoche, a la hora del toque de queda, entran en una gran propiedad. Myriam nota que el coche se ralentiza y oye unas voces que susurran. Le piden que salga del maletero, no es fácil con los miembros entumecidos. La conducen como a una prisionera a una habitación desconocida, donde se queda dormida inmediatamente.
Cuando Myriam se despierta al día siguiente, tiene moratones por todo el cuerpo. Le cuesta ponerse en pie, pero se acerca a la ventana. Descubre un castillo con un majestuoso camino de acceso bordeado de robles imponentes. Parece una de esas grandes mansiones italianas, con su fachada ocre y sus balaustradas de opereta. Nunca había cruzado el Loira, descubre la belleza de la luz húmeda centelleando en los árboles. Una mujer entra en ese momento en el cuarto, con una jarra y un vaso de agua.
—¿Dónde estamos? —le pregunta.
—En el castillo de Lamothe, en Villeneuve-sur-Lot —contesta la desconocida.
—¿Dónde están los demás?
—Se han marchado esta mañana, temprano.
Myriam se da cuenta, efectivamente, de que el Citroën ya no está en el patio.
«Me han abandonado aquí», piensa antes de tumbarse en el suelo, porque ya no siente las piernas.