El 17 de julio, Jacques y Noémie son trasladados a un campo de internamiento que se halla a doscientos kilómetros de la cárcel de Ruan, en el departamento del Loiret, cerca de Orleans. El viaje dura todo el día.
Lo primero que ven al llegar al campo de Pithiviers son los miradores equipados con proyectores, así como las alambradas. Detrás de esas cercas siniestras se perfila toda suerte de edificios. Se parece a una cárcel al aire libre, a un campo militar de máxima seguridad.
Los policías mandan bajar a todo el mundo del camión. En la entrada del campo, el hermano y la hermana hacen cola con otros, delante y detrás de ellos. Todos esperan a ser registrados. El oficial que inscribe a los recién llegados está sentado detrás de una mesita de madera, se esmera en su trabajo, secundado en la tarea por un soldado. Jacques se fija en sus gorras rutilantes, sus botas de cuero brillan al sol de julio.
Jacques queda inscrito en el registro de presos con el número 2.582. Noémie, con el 147. Todos rellenan la ficha de cuentas especiales: Jacques y Noémie no llevan un céntimo encima. Su grupo se reúne después con los demás recién llegados en el patio. Los altavoces les dicen que se pongan en fila, con calma, para escuchar el reglamento del campo. El horario es el mismo todos los días: a las 7.00, café; de 8.00 a 11.00, faenas de limpieza y orden; a las 11.30, almuerzo; de 14.00 a 17.30, de nuevo faenas de limpieza y orden; a las 18.00, cena, y a las 22.30 se apagan las luces. Se pide a los presos que sean pacientes y cooperativos, se les prometen mejores condiciones de vida cuando los asignen a su lugar de trabajo, en el extranjero. El campo es solo una etapa de tránsito, a cada uno le corresponde ser responsable y obediente. Los altavoces les ordenan que se pongan en marcha para trasladarse a sus respectivos barracones. Jacques y Noémie descubren el campo de Pithiviers. Se compone de diecinueve barracones y puede acoger a hasta dos mil internos. Los edificios son de madera, todos construidos según el modelo «Adrian», que toma el nombre de Louis Adrian —un ingeniero militar que concibió esos barracones rápidamente desmontables durante la Primera Guerra Mundial—. De treinta metros de largo por seis metros de ancho, con un pasillo central que divide dos hileras de armazones de literas recubiertos de paja. Son los lechos de los internos.
En esos barracones se asfixian de calor en verano y se mueren de frío en invierno. Las condiciones sanitarias son deplorables, las enfermedades circulan tan deprisa como las ratas que corren por decenas sobre las paredes. Se oye el ruido de sus garras ganchudas en la madera, día y noche. Jacques y Noémie descubren los lavabos y los retretes que se encuentran en el exterior, si se puede llamar retretes a esas letrinas donde, para hacer sus necesidades, se tienen que poner en cuclillas sobre unas fosas recubiertas de cemento. Y han de hacerlo delante de los demás.
Las cocinas y los edificios administrativos son construcciones fijas. Al pasar por delante de la enfermería, Noémie nota que la mira una mujer con bata blanca, una francesa de unos cuarenta años, de cabello rizado, que parece estar tomándose un pequeño descanso fuera, en las escaleras. Se queda observando a Noémie largo rato, con sus ojos claros e intensos.
Jacques y Noémie están de nuevo lejos el uno del otro: Jacques ocupa el barracón 5 y Noémie, el 9. Cada separación es penosa y a Jacques le provoca ataques de pánico. La compañía de los hombres no le es familiar.
—Vendré a verte en cuanto pueda —le promete su hermana.
Noémie entra en su barracón, donde una mujer polaca le muestra cómo colgar la ropa para que no se la roben durante la noche. Se dirige a ella en un dialecto mal hablado y Noémie le contesta en polaco. Los presos de julio de 1942 son en su mayoría judíos extranjeros: polacos, rusos, alemanes, austriacos. Muchos de ellos no hablan bien francés y, en particular, las mujeres, que se quedan la mayor parte del tiempo en los barracones. En el campo, el yidis es la lengua común, la que entiende todo el mundo. De hecho, hay un prisionero encargado de traducir las órdenes que difunden los altavoces a lo largo del día.
Mientras Noémie coloca sus cosas siente de pronto una mano que agarra su brazo con firmeza. Un puño de hombre. Pero cuando se vuelve se encuentra frente a la mujer de ojos claros que se quedó mirándola fijamente delante de la enfermería.
—¡Tú!, ¿hablas francés?
—Sí —responde Noémie, sorprendida.
—¿Hablas más idiomas?
—Alemán. También hablo ruso, polaco y hebreo.
—¿Yidis?
—Un poco.
—Perfecto. En cuanto acabes de instalarte, ve a la enfermería. Si los soldados te preguntan algo, les dices que la doctora Hautval está esperándote. Date prisa.
Noémie obedece las órdenes. Coloca sus cosas. Y encuentra en el fondo de la maleta la pequeña pomada Rosat que pensaba haber olvidado. Luego se dirige directamente a la enfermería.
Una vez allí, la mujer de intensa mirada le arroja una bata blanca.
—Ponte esto. Y fíjate en lo que hago yo —le dice.
Noémie contempla la bata.
—Sí, está sucia —afirma la mujer—, no hay nada mejor.
—Pero ¿quién es la doctora Hautval? —pregunta la muchacha.
—Yo. Voy a enseñarte todo lo que debe saber una enfermera; retén los términos, respeta las reglas de higiene, ¿entendido? Si te las arreglas bien, vendrás todos los días a trabajar conmigo.
Hasta la noche, sin descanso, Noémie observa atentamente el trabajo de la doctora. Se encarga de la desinfección del instrumental. La adolescente comprende enseguida que lo esencial de su labor consiste también en tranquilizar, escuchar, apoyar a las mujeres que pasan por la enfermería. El día transcurre muy deprisa porque las enfermas llegan sin parar, mujeres de todas las nacionalidades, de las que hay que ocuparse urgentemente.
—Muy bien —le dice la doctora Hautval al acabar la jornada—. Lo memorizas todo. Quiero verte mañana por la mañana aquí. Pero ten cuidado: te acercas demasiado a las enfermas. No debes tocar su sangre ni respirar sus miasmas. Si caes enferma, ¿quién va a ayudarme?
—Espera, mamá, esta historia de la doctora y la enfermería, ¿cómo la conoces?
—No me invento nada. La doctora Adélaïde Hautval existió realmente; escribió un libro al terminar la guerra, Medicina y crímenes contra la humanidad. Toma, aquí lo tengo; cógelo, por favor. He subrayado algunos pasajes. Mira, describe la jornada del 17 de julio cuando llegan los nuevos internos por oleadas: «Veinticinco mujeres. Todas extranjeras que viven en Francia. En cuanto llegan me llama la atención una joven, No Rabinovitch. Rostro de tipo lituano, cuerpo robusto, sano, recio. Tiene diecinueve años. Enseguida me fijo en ella. Se convertirá en mi mejor colaboradora».
—Resulta conmovedor que esa mujer recuerde a Noémie y escriba sobre ella.
—Ya verás, habla mucho de ella en su libro. Esa Adélaïde Hautval fue una juste parmi les nations. En la época del relato, tenía treinta y seis años; era neuropsiquiatra, hija de pastor protestante; la habían trasladado a Pithiviers para que se ocupara de la enfermería del campo. Su libro no es el único testimonio sobre Noémie que he encontrado: dejaba huella en la gente allí por donde pasaba. Voy a contarte.
Al final de aquella primera jornada, la doctora Hautval da a su nueva auxiliar dos terrones de azúcar blanco. Noémie atraviesa el campo llevándolos bien agarrados en el bolsillo, tiene mucha prisa por dárselos a su hermano. Pero cuando lo encuentra, Jacques está furioso.
—No has venido a verme ni una sola vez, he estado esperándote todo el día.
Luego deja que se fundan los dos terrones en su boca y se relaja.
—¿Qué has hecho? —le pregunta Noémie.
—Las faenas. Me han mandado a los retretes con los jóvenes. Si vieras las lombrices, gordas como dedos, así, el fondo de las letrinas; es un auténtico hervidero. Es asqueroso. Tenemos que rociarlo todo con creolina, un desinfectante granulado, pero el olor acre me ha dado dolor de cabeza y he tenido que volver al barracón. Esto es horrible, te lo juro. No te das cuenta. Hay ratas. Se las oye cuando nos echamos en los catres. Me gustaría poder volver a casa. Haz algo. Myriam seguro que habría encontrado una solución.
Noémie no soporta esa observación y agarra a su hermano pequeño de los hombros para zarandearlo.
—¿Dónde está Myriam? ¿Eh? Vete a verla. Pídele una solución. ¡Venga, ve!
Jacques pide perdón bajando la mirada. Al día siguiente, Noémie se entera de que el campo autoriza el envío de una carta por persona al mes. Decide escribir enseguida a sus padres para tranquilizarlos. Llevan cinco días separados de ellos. Cinco días sin noticias los unos de los otros. Noémie adorna la situación: dice que trabaja en la enfermería y que Jacques se encuentra bien.
Luego se incorpora a su puesto de trabajo para una nueva jornada. Cuando llega Noémie, la doctora está en plena discusión con el administrador del campo, denuncia la falta de medios de su equipo. El administrador replica con amenazas. Noémie entiende entonces que la doctora Hautval no es una empleada del campo, sino una presa. Una prisionera como ella.
—Cuando murió mi madre, el pasado mes de abril —le confía la doctora Hautval al final del día—, quise acudir a París para asistir a su entierro. Pero no tenía Ausweis. De manera que decidí franquear ilegalmente la línea en Vierzon y me detuvo la policía. Luego me encerraron en la cárcel de Bourges. Allí vi a un soldado alemán maltratando a una familia judía e intervine. «Puesto que defiendes a los judíos, compartirás su suerte», me respondió el soldado, que estaba muy ofendido al ver que una mujer francesa le plantaba cara. Me obligaron a llevar la estrella amarilla y un brazalete con la inscripción AMIGA DE LOS JUDÍOS. Poco tiempo después, el campo de Pithiviers hizo saber que necesitaban a un médico. Así es como me enviaron aquí, para llevar la enfermería. Pero siempre como presa. Al menos ayudo a los demás.
—Precisamente, ¿cree que podría ayudarme a conseguir un poco de papel y un bolígrafo?
—¿Para qué? —pregunta la doctora Hautval.
—Para mi novela.
—Voy a ver qué puedo hacer.
Esa misma noche, la doctora Hautval lleva a Noémie dos bolígrafos y unas cuantas hojas de papel.
—He podido obtener esto de la Administración, pero me tienes que hacer un favor.
—¿Qué puedo hacer?
—Mira, ¿ves a esa mujer, allí? Se llama Hode Frucht.
—La conozco, está en mi barracón.
—Pues entonces esta noche escribirás una carta para su marido.
—¿Te has enterado de todo esto por el libro de la doctora Hautval?
—Me enteré por casualidad, cuando llevaba a cabo mis pesquisas, de que Noémie se convirtió en la escribana pública de las mujeres de Pithiviers. Al dar con los descendientes de Hode Frucht. Me enseñaron cartas manuscritas de Noémie, con esa escritura suya tan bonita. ¿Sabes?, como todas las adolescentes, Noémie tenía fantasías caligráficas. Hacía las M mayúsculas con un palo ondulado, aparecen así en todas las cartas redactadas para sus compañeras de campo.
—¿Qué contaban las mujeres en aquellas cartas?
—Las presas querían tranquilizar a sus parientes, no asustarlos, decirles que todo iba bien... No contaban la verdad. Por eso esta correspondencia la han utilizado posteriormente los revisionistas.
Jacques va a ver a Noémie a la enfermería. Las cosas no van bien, un soldado le ha confiscado su loción Prétole Hahn, le duele la tripa, se siente solo. Noémie le aconseja que haga amigos.
Esa noche, los hombres del campamento organizan un sabbat en un rincón del campo. Jacques se une a ellos y se coloca al fondo. Le gusta esa sensación de formar parte de un grupo. Después de las oraciones, los hombres se quedan charlando, como en la sinagoga. Jacques escucha entonces sus conversaciones, hablan de trenes que parten. Nadie sabe exactamente adónde van. Algunos evocan Prusia oriental, otros la región de Königsberg.
—Será para trabajar en las minas de sal en Silesia.
—Yo he oído algo de granjas.
—Si fuera verdad, no estaría mal.
—Sí, claro. ¿Qué te crees?, ¿que vas a ir a ordeñar vacas?
—A nosotros sí que nos van a llevar al matadero. Con una bala en la nuca. Delante de unas fosas. Uno a uno.
Esas historias le dan miedo a Jacques. Se las cuenta a Noémie, que a su vez pregunta a la doctora Hautval qué piensa ella de esos rumores espantosos. La doctora agarra a Noémie del brazo y, mirándola fijamente a los ojos, le espeta:
—Escúchame bien, querida No: a eso lo llamamos nosotros «radio macuto». Mantente al margen de esas historias repugnantes. Y dile a tu hermano que haga lo mismo. Aquí las condiciones son duras, hay que soportarlas. Esos relatos horribles, hay que huir de ellos. ¿Me entiendes?
—En ese momento, la doctora Hautval creía sinceramente que los presos del campo de Pithiviers eran enviados a Alemania para trabajar. En sus memorias escribirá: «Me queda aún mucho camino por recorrer antes de entender». Una manera púdica de expresar a qué va a verse confrontada al poco tiempo. Si quieres hacerte una idea, lee el subtítulo del libro: Medicina y crímenes contra la humanidad: la negativa de un médico, deportado a Auschwitz, a participar en experimentos médicos. Cógelo si quieres, te aconsejo que tengas a mano una palangana porque te aseguro que da ganas de vomitar, y no es una forma de hablar.
—Pero ¿por qué van a enviar a la doctora Hautval a Auschwitz? No es ni judía ni presa política.
—Hablaba demasiado, defendía demasiado a los débiles. La deportarán a principios del año 1943.
El 17 y el 18 de julio son días muy calurosos. Hay mucho trabajo en la enfermería. Desvanecimientos, mareos, las mujeres embarazadas tienen contracciones. Una húngara pide una inyección de coramina: es médica y sabe que está sufriendo un ataque al corazón.
Al día siguiente, 19 de julio, las primeras familias aterrizan en el Velódromo de Invierno. Las ocho mil personas, detenidas desde hace varios días, han sido repartidas entre los distintos campos de tránsito, Pithiviers y Beaune-la-Rolande. Por primera vez son, en su mayoría, mujeres con sus hijos. También personas mayores.
—Unos días antes de las grandes redadas circularon rumores por París. Algunos cabezas de familia pudieron huir. Solos. Porque nadie pensó, esta vez, que se llevarían a las mujeres y a los niños. ¿Te imaginas el sentimiento de culpa de esos padres? ¿Cómo seguir viviendo después de aquello?
El campo de Pithiviers no tiene capacidad para acoger a tanta gente de golpe. Ya no hay sitio en los barracones, ni camas en ningún lado, no se había previsto ni adaptado nada para aquella oleada.
Los autobuses siguen llegando sin parar. La avalancha de familias en Pithiviers provoca un pánico que se apodera de todos, de los presos que estaban allí antes que ellos, de los administradores del campo, de los médicos y los auxiliares de enfermería, y de los propios policías. No obstante, el Secretariado General de la Salud había enviado una misiva al secretario general de la Policía, René Bousquet, para advertirle que los campos de Pithiviers y Beaune-la-Rolande «no están adaptados para recibir un número demasiado importante de internos. [...] No podrían albergarlos, ni siquiera por un tiempo relativamente corto, sino en detrimento de las reglas más elementales de higiene y a riesgo de ver desarrollarse, sobre todo en la temporada de calor, epidemias de enfermedades contagiosas». Pero no se toma ninguna medida higiénica. Por el contrario, el 23 de julio, el prefecto del departamento del Loiret envía a cincuenta gendarmes más.
La administración penitenciaria no ha previsto nada para los niños de corta edad. No hay alimentos apropiados, no hay nada con que lavarlos ni cambiarlos. No hay medicamentos adaptados. En medio del calor de ese mes de julio, la situación de las madres es espantosa: no tienen pañales ni agua limpia, las autoridades no han pensado que habría que proporcionales leche ni utensilios para hervir el agua. Se envía un informe a ese respecto al prefecto. Que no hará nada. Pero sí se mandan rápidamente nuevas alambradas para reforzar las existentes. Los gendarmes temen que los niños puedan escaparse deslizándose a través de ellas.
En el campo, el informe de un policía indica que «el contingente de judíos llegado hoy se compone, en un noventa por ciento al menos, de mujeres y niños. Todos los internos están muy cansados y deprimidos tras su paso por el Velódromo de Invierno, donde estaban muy mal instalados y carecían de lo más básico». Cuando Adélaïde Hautval recibe ese informe se dice que los conceptos «muy cansados» y «deprimidos» son extraños eufemismos. Las familias llegan del «Vél d’Hiv», como se llama al Velódromo, en un estado de desamparo absoluto. Han pasado varios días amontonados en un estadio, durmiendo en el suelo, sin servicios sanitarios, en unas gradas chorreando orina, de un hedor insoportable. El calor era asfixiante. El aire, saturado de polvo, irrespirable. Los hombres están sucios, los han tratado como a ganado, humillado, golpeado; las mujeres también apestan por el calor, las que han tenido la regla llevan la ropa toda ensangrentada; los niños están cenicientos y en un estado de agotamiento inimaginable. Una mujer se ha suicidado precipitándose sobre la muchedumbre desde lo alto de las gradas. De los diez retretes, han condenado la mitad porque las ventanas daban a la calle y la gente podía escapar por ahí. Solo quedaban, pues, cinco letrinas para cerca de ocho mil personas. Desde la primera mañana, los váteres se desbordaron y hubo que sentarse sobre los excrementos. Como no se les daba alimentos ni agua, los bomberos acabaron por abrir las bocas de incendio para refrescar a los hombres, mujeres y niños que morían literalmente de sed. Desobediencia civil.
El 21 de julio, Adélaïde y Noémie asisten al desplazamiento de madres e hijos de corta edad, a quienes se ubica en hangares que hasta entonces servían de talleres, ahora requisados y transformados en dormitorios. Los obligan a acostarse en el suelo con un poco de paja. No hay bastantes cucharas y escudillas para todo el mundo, así que echan la sopa en viejas latas de conserva. A los niños se les sirve en antiguas cajas de galletas de la Cruz Roja. Las usan para comer, pero también para recoger la orina por la noche. Los niños se hacen heridas con la hojalata, que les desgarra la piel.
La situación sanitaria se degrada y se propagan epidemias. Jacques cae enfermo de disentería. Permanece en el barracón todo lo que puede, donde hay, «como en las jaulas de conejos, paja, polvo, gusanos, enfermedades, peleas, gritos. Ni un minuto de aislamiento posible», escribe Adélaïde Hautval en sus memorias. Noémie, por su parte, ayuda a gestionar el desbordamiento de la enfermería. La doctora Hautval añade: «En la enfermería somos dos. No y yo. Nos encontramos con todo tipo de enfermedades: disenterías graves, escarlatinas, difterias, tosferinas, sarampiones». Los gendarmes reclaman bonos de gasolina para sus camiones en la estación de Pithiviers, piden nuevos barracones para instalar a los recién llegados. No los han formado para eso.
—¿Qué cuentan a sus mujeres cuando vuelven a casa por la noche?
—La historia no lo dice.
Noémie impresiona a la doctora no solo por su capacidad de trabajo, sino también por su sabiduría. Dice a menudo que ella misma habrá de superar pruebas terribles y demostrar un enorme coraje. Lo siente así. «¿De dónde le viene ese conocimiento?», escribiría la doctora Hautval en sus memorias. Por la noche, en el barracón, Noémie redacta su novela hasta que la oscuridad le impide ver.
Una polaca se acerca a hablarle.
—La que se acostaba aquí, en tu lugar. La mujer antes que tú. También escritora.
—¿Sí? —pregunta Noémie—. ¿Había una mujer escritora aquí?
—¿Cómo se llamaba? —pregunta la polaca a otra mujer.
—Solo recuerdo su nombre —contesta—: Irène.
—¿Irène Némirovski? —pregunta Noémie frunciendo el ceño.
—¡Eso es! —responde la joven.
Irène Némirovski permaneció solo dos días en el campo de Pithiviers, barracón número 9. Fue deportada con el convoy número 6 del 17 de julio, es decir, unas horas antes de la llegada de Noémie.
El 25 de julio, la doctora Hautval comprende, al pasar por los pasillos, que se está preparando otro convoy. Van a enviar a mil personas a Alemania con el fin de descongestionar el campo. Tiene miedo de que la separen de Noémie. «No, mi auxiliar, es magnífica —escribe—. Mira la vida de frente, esperando de ella algo fuerte, algo importante. Está dispuesta a lanzarse a ello en cuerpo y alma, desbordante de posibilidades, sabiendo que está llamada a ser esa persona en la que se fijen los ojos de muchas otras». Adélaïde Hautval piensa en una posible solución para conservar a No junto a ella. Habla con uno de los administradores del campo.
—No se lleve a esta enfermera. He invertido mucho tiempo en formarla. Es eficaz.
—Muy bien. Vamos a buscar una solución. Déjeme pensarlo.
La carta de Noémie enviada a sus padres llega a Les Forges ese mismo sábado 25 de julio. Se quedan más tranquilos. Ephraïm coge entonces la pluma para escribir una misiva al prefecto del departamento del Eure. Quiere saber qué piensa hacer la Administración francesa con sus hijos. ¿Cuánto tiempo van a quedarse en el campo de Pithiviers? ¿Cuál será la situación en las semanas venideras? Adjunta a su correo un sobre con sello para obtener una respuesta.
—Un día, en los archivos de la prefectura del departamento del Eure, me topé con esa carta de Ephraïm. Fue muy conmovedor. Tuve en mis manos el sobre que adjuntó, con su sello de 1,50 francos, con la efigie del mariscal Pétain. Nadie le contestó.
—Creía que los archivos de la Administración se destruyeron tras la guerra.
—En realidad, no; digamos que el Estado francés hizo limpieza en sus administraciones, sobre todo de los dosieres comprometedores. Pero hubo tres departamentos que no obedecieron, entre los cuales, por suerte para nosotras, se encuentra el Eure. No puedes imaginarte lo que hay ahí todavía, en esos archivos, como un mundo subterráneo, un mundo paralelo, aún vivo. Ascuas sobre las que basta soplar para reavivarlas.
Pasan los días. Puntuados por las gestiones de Ephraïm y Emma en el ayuntamiento para notificar su presencia. ¿Qué otra cosa pueden hacer sino esperar noticias de sus hijos?
Mientras, la doctora Hautval y el administrador del campo de Pithiviers han encontrado una solución para que Noémie no figure en la lista del siguiente convoy. En ese julio de 1942, ciertas personas siguen excluidas de los envíos a Auschwitz: los judíos franceses, los judíos casados con franceses, los rumanos, los belgas, los turcos, los húngaros, los luxemburgueses y los lituanos.
—¿Su ayudante pertenece a una de estas categorías?
Adélaïde se acuerda de que Noémie ha nacido en Riga. Sabe que es Letonia, y no Lituania, pero lo intenta. El administrador no diferencia entre los dos países.
—Búsqueme la ficha de entrada que pruebe su nacionalidad lituana y me encargaré de que se quede.
Hautval corre a las oficinas de la Administración para recuperar su ficha de ingreso. Por desgracia, el lugar de nacimiento de Noémie no aparece mencionado.
—Intente encontrar una partida de nacimiento —propone el administrador del campo—. Mientras, yo señalo que hay cosas que no están claras y que se suspenda su marcha.
El administrador del campo redacta, ese martes 28 de julio, una lista titulada: «Campo de Pithiviers: personas que parecen haber sido detenidas por error». En dicha lista inscribe los nombres de Jacques y Noémie Rabinovitch.
—¿Encontraste esa lista, mamá?
Lélia asintió. Me pareció que estaba tan emocionada que no podía articular palabra. Imaginé lo que pudo sentir al leer estas palabras: «Personas que parecen haber sido detenidas por error». Pero a veces imaginar es imposible. En tales casos, simplemente hay que escuchar el eco del silencio.
Adélaïde Hautval formula una solicitud especial a la Administración para intentar encontrar la documentación de entrada en Francia de Jacques y Noémie. No cree en los milagros, pero de este modo gana tiempo.
En el campo se difunde la noticia de que la partida de un nuevo convoy es inminente. ¿Adónde se dirigen esos trenes? ¿Qué va a ser de los niños? Una agitación de pánico se apodera de las internas. Algunas mujeres gritan que las envían a una muerte segura. Propagan la idea de que acabarán asesinadas. Se aparta a esas mujeres, consideradas «locas», para que no contaminen la moral de las demás. La doctora Adélaïde Hautval escribe en sus memorias: «Una de ellas clama: “¡Nos meterán en trenes y luego, después de cruzar la frontera, harán saltar los vagones por los aires!”. Esas palabras nos dejan pensativos. ¿Podría ser verdad, que poseyera esa clarividencia iluminada de que a veces dan muestra los enajenados?».
Se prepara el convoy número 13 en Pithiviers. La doctora Hautval consulta la lista de nombres en las oficinas de la Administración. No tiene derecho a ello, se arriesga mucho. Descubre que todo el grupo de presos de Ruan forma parte del convoy. Incluidos Jacques y Noémie. Intenta por última vez convencer al jefe del campo que retrase la partida de los Rabinovitch.
—Estoy esperando una verificación sobre su posible nacionalidad lituana —le dice.
—No hay tiempo para esperas —responde el jefe del campo.
La doctora Hautval se enfada.
—¿Cómo lo hago sin ella? ¡Estamos desbordados en la enfermería! ¿Quiere que las epidemias se propaguen aún más? Esto va a ser una auténtica catástrofe, y afectará también a gendarmes y policías...
Sabe que ese es el mayor temor de la Administración. Los trabajadores externos no quieren ir por culpa de las epidemias y es cada vez más complicado encontrar mano de obra. El jefe del campo suspira.
—No le garantizo nada.
Se convoca a todos los presos en el patio. La lista de los seiscientos noventa hombres, trescientas cincuenta y nueve mujeres, y ciento cuarenta y siete niños, anunciada por los altavoces, se termina.
Jacques y Noémie no están en ella.
Las madres que deben ir en el primer convoy, dejando a sus hijos en el campo, a veces bebés, se niegan a hacerlo. Algunas se tiran al suelo para golpearse la cabeza. Los gendarmes desnudan a una mujer, la pasan por la ducha fría y la devuelven a la fila sin ropa. El comandante del campo pide a Adélaïde Hautval que tranquilice a todas esas mujeres que hacen que la situación resulte imposible de gestionar; sabe que la doctora tiene mucha influencia sobre las internas.
Adélaïde accede a hablarles a condición de que le expliquen de qué trato van a ser objeto los niños por parte del Gobierno francés. El comandante del campo le muestra una carta de la prefectura de Orleans: «Los padres serán enviados primero para preparar el campo. Se hará prueba de la mayor diligencia para que las condiciones de esos niños sean las mejores posibles». Tranquilizada por la misiva, que da pruebas de buen trato, la doctora Adélaïde promete a las madres que pronto sus hijos se reunirán con ellas y gozarán de buena salud.
—Por fin van a reagruparos a todos.
Jacques y Noémie ven a sus compañeros de Ruan salir por el portalón. A través de las alambradas miran cómo los ponen en grandes filas en el terreno colindante. Ahí los despojan de sus objetos de valor y luego parten a pie hacia la estación de Pithiviers.
El campo, las horas siguientes a las marchas al convoy son calladas. Nadie habla. En mitad de la noche, un grito desgarra el silencio. Un hombre se ha abierto las venas con el cristal de su reloj.