Noémie y la doctora Hautval deben ocuparse de los niños de corta edad cuyas madres han partido en el último convoy: «No y yo tenemos que ocuparnos de los cuidados nocturnos. Se oye por todas partes “pipí” y “caca”». Hablan entre ellos la lengua de los críos del campo, que los adultos no entienden. Muchos están malos: fiebre, otitis, sarampión, escarlatina, todas las enfermedades infantiles. Algunos niños tienen piojos hasta en las pestañas. Los mayores vagan por el campo, en pandillas; observan desde lo alto de las letrinas los objetos arrojados en el último momento por los que tenían que partir, negándose a dejar en manos de los gendarmes sus preciados recuerdos. Y los chicos miran, fascinados, esos objetos que brillan en medio de la mierda, en los agujeros, en el fondo de las cloacas.
Al día siguiente, el 1 de agosto, la doctora Adélaïde Hautval se entera de que se prepara un nuevo convoy. El comandante del campo, que trabaja por cuenta de la policía judicial, le encarga que prepare la separación de madres e hijos.
—Dígales que, una vez allí, los chavales irán a la escuela. Esas mujeres se niegan a dejar a sus hijos y se vuelven locas, atacan a los guardias, desafiando sin miedo sus golpes. A algunas las aporrean hasta dejarlas inconscientes, porque solo así sueltan a sus hijos.
Noémie es la encargada de coser el apellido, el nombre y la edad de los niños en unas cintitas blancas.
—Es para facilitar los traslados —dicen a las madres que están a punto de partir—. Para que podáis reencontrar a vuestros hijos cuando vayan a reunirse con vosotras.
Pero los críos no entienden nada. Nada más ponerles las cintas, se las arrancan o las intercambian unos minutos después.
—¿Cómo encontraremos a nuestros hijos?
—¿Acaso no saben su apellido?
—¿Cómo vais a hacer para enviárnoslos?
Los niños deambulan sucios, desorientados, con los mocos colgando y la mirada vacía. Unos gendarmes se divierten con ellos como si se tratara de animalitos. Con la maquinilla de cortar el pelo les hacen dibujos en los cráneos, peinados ridículos, añadiendo la humillación a la miseria. Para ellos es un juego, un entretenimiento.
En los hangares se reconoce a los pequeños ya separados de sus madres desde la última partida porque han dejado de llorar. Algunos están inmóviles, medio entumecidos en la paja. Sorprendentemente dóciles, son como muñecos de trapo, perdidos, en un estado de suciedad indescriptible. A su alrededor zumba una nube de insectos, como esperando que, de un momento a otro, la carne viva se convierta en cadáver. El espectáculo es insoportable.
Los niños no responden cuando se les llama por su nombre. Son demasiado pequeños. Los gendarmes se ponen nerviosos. Un chico se acerca y pregunta en voz baja si puede jugar con el silbato del señor. El hombre no sabe qué contestar, se vuelve hacia su superior.
Al día siguiente, la doctora descubre que Noémie y su hermano figuran en la lista de un nuevo convoy. Hay que salvarlos una vez más.
Adélaïde cuenta con el comandante alemán. Es su último recurso. Siempre está presente los días de salida para supervisar la organización del convoy. Tiene autoridad sobre los franceses.
En cuanto llega, la doctora Hautval le explica la lamentable pérdida que supondría la marcha de su enfermera para la administración del campo.
—¿Y por qué?
—Porque no tiene hijos.
—No veo la relación.
—Vaya a dar una vuelta por el hangar y entenderá que ninguna madre podría soportar trabajar ahí. Necesito a alguien que pueda mantener la calma.
—Einverstanden —responde el comandante alemán—. Voy a mandar que la borren de la lista.
Ese día, el 2 de agosto de 1942, hace mucho calor. El convoy prevé la salida de 52 hombres, 982 mujeres y 108 niños. Los gritos de las madres deportadas sin sus hijos se oyen desde el pueblo de Pithiviers. Unos alumnos declararán, décadas después, haber oído los chillidos de las mujeres mientras estaban jugando en el patio de la escuela. En medio de semejante caos, los nombres de Jacques y Noémie resuenan a través de los altavoces. La doctora Hautval está furiosa, va en busca del comandante alemán, que la tranquiliza:
—No he olvidado mi promesa —le dice—, ella no partirá. Solo va a someterse al cacheo como las demás, pero luego haré que vuelva.
Agrupan a las mujeres en filas antes de enviarlas al terreno situado en el exterior del campo; los niños pequeños se agarran a lo que pueden, se arrastran, los gendarmes los patean sin piedad. No obstante, un superviviente recordará haber visto a un gendarme llorar al ver unas manos minúsculas abriéndose camino entre las alambradas.
Los altavoces repiten:
—Los hijos y los padres se reunirán más adelante.
Pero las madres no se lo creen, las mujeres forman un enjambre que gira en todos los sentidos. Los gendarmes franceses no saben qué hacer. La muchedumbre crece y se apelotona frente a la puerta de entrada, empujan, empujan, la puerta está a punto de ceder. Pero de repente se abre de par en par y un camión alemán se detiene delante de la multitud. En su interior, cada soldado está provisto de una metralleta con la que apunta a las mujeres. Un responsable es el encargado de explicar que todo el mundo debe volver a su barracón si no quieren que haya un baño de sangre. Salvo los que han sido llamados, a quienes se ordena que se pongan en fila y conserven la calma.
Noémie y Jacques se dirigen hacia el terreno donde tienen lugar los registros. Se incorporan a una fila. Todos deben depositar encima de una mesa las joyas y el dinero que posean. Cuando las mujeres no se dan bastante prisa, les arrancan los pendientes directamente de las orejas. A continuación, sufren un examen ginecológico y anal con el fin de verificar que no esconden dinero en sus entrañas. Pasan las horas y «el sol pega muy fuerte en el prado donde es imposible resguardarse», escribe la doctora Hautval, que se preocupa porque Noémie no vuelve. Por fin encuentra al comandante.
—Me lo ha prometido, hace horas que se han ido.
—Voy —le contesta.
Noémie, en su sitio, ve llegar al comandante alemán. Conversa con los jefes franceses. Luego la señala. Noémie entiende que los hombres están hablando de ella, que Adélaïde ha conseguido intervenir en su favor. El comandante alemán pasa entre las filas y se dirige hacia ella. El corazón de Noémie se acelera.
—¿Eres tú la enfermera?
—Sí —responde ella.
—Bueno, pues te vienes conmigo —dice él.
Noémie lo sigue a través de las filas. Luego se para. Busca a los lejos la silueta de Jacques.
—¿Y mi hermano? —pregunta al comandante—. También hay que ir a buscarlo a él.
—Que yo sepa, él no trabaja en la enfermería. Vamos, date prisa.
Noémie explica que no es posible, que no puede separarse de su hermano. Molesto, el comandante hace una señal a los gendarmes; finalmente la muchacha se queda en su fila. El convoy ya puede irse a la estación. Silbato. Hay que ponerse en marcha. En medio del prado, rompiendo el silencio, una voz de hombre se eleva al cielo:
—Frendz, mir zenen toyt! Amigos míos, estamos todos muertos.