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Son las siete de la tarde. El convoy número 14, conocido después como «el convoy de las madres», se dirige a la estación. Adélaïde Hautval intenta ver a Noémie entre la muchedumbre que desfila delante de las alambradas, pero es en vano. 

En la estación de Pithiviers, el hermano y la hermana ven el tren que los espera, un tren de mercancías cuyos vagones estaban concebidos en un principio para albergar ocho caballos. Los soldados cuentan a los hombres y a las mujeres mientras los empujan a su interior, hasta ochenta personas por vagón. Una mujer se resiste y se niega a subir. Entonces la golpean y le rompen la mandíbula. 

Luego explican a los presos: 

—Si alguno de vosotros intenta huir durante el viaje, se ejecutará a todo el vagón. 

El tren permanece en el andén. Los mil pasan una noche entera esperando, inmóviles, apretados en sus respectivos vagones. Sin saber qué van a hacer con ellos. Los más afortunados son los que se encuentran junto a las rejillas de ventilación: pueden respirar algo. A Jacques le entran ganas de vomitar por el olor, y está muy débil a causa de la disentería. Al amanecer oye la señal de salida. Mientras el tren se pone en marcha, se oye una voz masculina por encima de los vagones: 

Itgadál Veitkádash Shemé Rabá. Be ’almá Divrá Kirhuté. Veiamlij Maljuté... 

Son las primeras palabras del kadish d’Rabanan, la oración de los muertos. Una madre furiosa chilla a la vez que tapa los oídos de su hija:  

Shtil im! ¡Cerradle la boca! 

 

Para darse valor, los jóvenes imaginan los trabajos que van a hacer en Alemania. 

—Tú eres doctora, podrás trabajar en un hospital —dice una niña a Noémie. 

—Pero ¡si no soy doctora! —contesta la adolescente. 

—¡Callaos! —replican los adultos—. No malgastéis saliva. 

Tienen razón. El calor de ese mes de agosto es asfixiante. Los prisioneros, hacinados, unos encima de otros, no tienen agua. Cuando asoman las manos por los vagones pidiendo algo de beber, los gendarmes se las golpean con las porras, rompiéndoles los dedos contra la madera. 

Jacques se tumba para pegar la cara al suelo y respirar algo de aire entre los listones. Noémie se pone sobre él para impedir que los otros lo pisoteen. En las horas en que el sol pega más fuerte, algunos se desvisten, hombres y mujeres se quedan en ropa interior, semidesnudos.  

—¡Parecemos animales! —exclama Jacques. 

—No deberías decir eso —replica Noémie. 

El viaje dura tres días y tienen que hacer sus necesidades delante de todo el mundo en un orinal. Cuando este se llena, solo queda la esquina del montón de paja. Los que piensan en arrojarse fuera no lo hacen por miedo a que maten a los demás. Para resistir, Noémie piensa en su novela, que se quedó en su habitación: reescribe mentalmente el principio e imagina lo que sigue. 

 

Al cabo de tres días, el tren, que no había silbado ni una sola vez en ninguna de las cincuenta y tres estaciones por las que ha pasado, se pone a emitir un sonido estridente. Frena de golpe. Las puertas de los vagones se abren con estruendo. A Jacques y a Noémie los ciegan las luces de los proyectores, mucho más potentes que los de Pithiviers. No ven, no entienden dónde se encuentran, oyen los ladridos de perros que tiran con fuerza de sus correas para tratar de morderlos. Además de a los perros, oyen los gritos de los guardias enfadados, «Alle runter!», «Raus!» y «Schnell!», para hacer que salgan las mil personas que ocupan tren. Los guardias aporrean a los enfermos tumbados en los vagones, hay que despertar a los que se han desmayado y evacuar a los muertos. A Noémie, uno le pega en plena cara, e inmediatamente se le hincha el labio. La violencia del golpe la deja desorientada, no sabe hacia dónde avanzar y suelta la mano de Jacques. Luego vuelve a encontrarlo, corriendo por la rampa delante de ella. Mientras echa a correr también para alcanzarlo, bajo las órdenes alemanas, la invade de repente un olor espantoso, un olor que nunca antes, está segura, ha percibido; nauseabundo, un olor como a cuerno y grasa quemados. 

—Di que tienes dieciocho años —oye Jacques en medio de la precipitación sin saber exactamente de dónde viene la frase. 

Es uno de esos cadáveres andantes, en pijama de rayas, el que le ha susurrado el consejo. Parece que a esos seres longilíneos, con la piel pegada a los huesos, les hayan sacado hasta la última gota de sangre. Llevan en la cabeza el extraño gorro redondo de los malhechores. Tienen la mirada fija, como si contemplaran con horror algo invisible que solo ellos pueden percibir. «Schnell, schnell, schnell», «Rápido, rápido, rápido»; los guardias les ordenan retirar la paja sucia de los vagones. 

Cuando todo el mundo está en la rampa, ponen aparte a los enfermos, las mujeres embarazadas y los niños. Los que están cansados pueden unirse a ellos. Llegan unos camiones para llevarlos directamente a la enfermería. 

Pero todo se detiene bruscamente. Gritos, ladridos de perros, garrotazos. 

—¡Falta un niño! 

Las metralletas apuntan. Las manos se levantan. Pánico. 

—Si se ha escapado un niño, fusilaremos a todos los demás. 

Las armas brillan a la luz de los proyectores. Hay que encontrar como sea al pequeño que falta. Las madres tiemblan. Transcurren los segundos. 

—¡Ya está! —grita un hombre uniformado que pasa por delante de ellos. 

El hombre lleva en la mano el cadáver de un crío, que apenas abulta como un gato atropellado, encontrado bajo la paja de un vagón. Bajan las metralletas. Se reanuda el movimiento. Empieza la clasificación de hombres y mujeres. 

—Estoy cansado —dice Jacques a Noémie—. Quiero subirme al camión de la enfermería. 

—No, nos quedamos juntos. 

Jacques duda, pero al final acaba por seguir a los otros. 

—Nos encontraremos allí —dice mientras se aleja. 

Noémie, impotente, lo ve desaparecer en la parte trasera del camión. Vuelven a asestarle un golpe en la cabeza. No hay tiempo para pararse. Hay que ponerse en columna para después dirigirse al edificio principal. Es un rectángulo de ladrillo, de un kilómetro de largo más o menos. En el centro, una torre con un tejado triangular hace las veces de puerta para entrar en el campo. Parece la boca abierta del infierno, con unos miradores en lo alto, como dos ojos rezumantes de odio. Un grupo de SS interroga sucintamente a los nuevos detenidos. Se forman dos grupos: a un lado, los aptos para el trabajo; al otro, los juzgados como inaptos. Noémie forma parte de los seleccionados para el trabajo. (En el verano de 1942, aún no se practican los tatuajes del antebrazo izquierdo. Solo se marca a los presos soviéticos con una placa compuesta por agujas que forman unas cifras, y que les aplican en el pecho. Los Schreiber —detenidos encargados de tatuar cifra a cifra a los recién llegados— empezarán esa labor en 1943 para permitir que los nazis racionalicen la gestión de los muertos simplificando su identificación). 

Un oficial superior se dirige a los que acaban de llegar. Lleva un uniforme rutilante; todo brilla en él, desde el cuero de las botas hasta los botones de la chaqueta. Hace el saludo nazi antes de anunciar: 

—Os encontráis en el campo modelo del Tercer Reich. Aquí hacemos trabajar a los parásitos que siempre han vivido a expensas de los demás. Por fin vais a aprender a ser útiles. Podéis estar satisfechos de contribuir al esfuerzo bélico del Reich. 

Seguidamente mandan a Noémie a la izquierda, al campo de las mujeres, donde pasa por el centro de desinfección, que denominan «sauna». Las desnudan a todas antes de sentarlas en unas gradas, unas junto a otras. Deben esperar su turno desnudas, y cuando les toca las afeitan por entero —cráneo, vello púbico— y las duchan. Solo algunas jóvenes se libran del rasurado, las que enviarán al burdel del campo. 

Al pasarle la maquinilla, el largo cabello de Noémie, ese pelo del que estaba tan orgullosa, que recogía en forma de corona en la parte superior de la cabeza, cae al suelo. Se mezcla con el de las otras mujeres, formando una inmensa alfombra que cosquillea los pies. Con esos cabellos, según la circular de Glücks de aquel 6 de agosto de 1942, se fabricaron zapatillas para la tripulación de los submarinos. Y medias aterciopeladas para los miembros de la compañía del ferrocarril. 

La ropa de los recién llegados se reúne en unos barracones llamados Canadá, donde se clasifica, así como los objetos que puedan tener algo de valor. Los pañuelos, peines, brochas de afeitar y maletas se envían a la Oficina de Enlace para los Alemanes Étnicos. Los relojes van a la Oficina Económica y Administrativa central de las SS en Uraniemburgo. Las gafas, al servicio sanitario. En los campos, todo lo que puede rentabilizarse se recupera y recicla. Hasta los cuerpos se explotan. Las cenizas humanas, ricas en fosfatos, se utilizan como abono en las marismas desecadas. Los dientes de oro proporcionan todos los días, después de fundirlos, varios kilos de oro puro. Junto al campo se ha instalado una fundición de donde salen los lingotes para engrosar las cajas fuertes de las SS en Berlín. 

A Noémie le dan una escudilla y una cuchara antes de conducirla a su barracón. Descubre el campo, veinte veces más grande que el de Pithiviers. Hay que caminar mucho, siempre bajo la vigilancia de los guardias armados, los gritos de los hombres y los ladridos de los perros. Cree oír los violines de una orquesta, se dice que es imposible, y sin embargo ve a unos músicos judíos subidos a un estrado: acompañan con su música las actividades del campo. Para divertirse, los guardias han disfrazado a esos hombres con ropa de mujer. El director de la orquesta lleva un vestido blanco de novia. 

En los barracones, todas las mujeres van con la cabeza rapada, algunas sangran por los cortes de la navaja de afeitar. Noémie se encuentra con los mismos armazones de cama que en Pithiviers, salvo que aquí tiene que compartir lecho con cinco o seis muchachas más. No hay paja, duermen directamente sobre los tablones de madera. 

Noémie pregunta a una presa dónde están. En Auschwitz. Ella nunca ha oído ese nombre. No sabe situarlo en un mapa. Explica a las otras chicas que su hermano se ha ido en el camión de los enfermos, que querría saber cómo dar con él. Una prisionera agarra a Noémie del hombro, la lleva hasta la entrada del barracón y le señala con el dedo las chimeneas, de donde sale una densa humareda aceitosa y negra. Noémie piensa que es la dirección de la enfermería, y espera encontrarse con su hermano al día siguiente. 

 

El camión de Jacques cruza el campo hacia un bosquecillo de abedules. En ese bosque hay unos cobertizos donde, según le dicen, va a poder asearse. Al llegar, alguien le pregunta por sus estudios. Los adultos tienen que indicar su oficio. Se trata de seguir haciendo creer a los presos que van a trabajar. 

Jacques no miente sobre su fecha de nacimiento, no les hace creer que tiene dieciocho años, como le han aconsejado. No se ha atrevido, por miedo a las represalias. A continuación lo llevan hasta una escalera subterránea que conduce a una sala donde ha de desnudarse. Ahí se forma una gran cola, como una larga serpiente negra, porque a los primeros camiones se han unido los juzgados «inaptos» para el trabajo. 

Jacques se entera entonces de que va a darse una ducha con un producto especial, para desinfectarse, antes de instalarse en el campo. Le entregan una toalla y un trozo de jabón. Los SS les explican que después de la ducha tendrán derecho a una comida. Incluso podrán descansar y dormir, antes de su jornada de trabajo, que empezará al día siguiente. Esas palabras hacen que Jacques albergue alguna esperanza. Se da prisa: cuanto antes se desinfecte, antes podrá llenar el vientre vacío. La debilidad física explica también la pasividad de los prisioneros. 

En la sala donde se desnudan, a lo largo de las paredes hay unos números. Jacques se sienta en una pequeña plancha de madera para quitarse la ropa. No le gusta desnudarse delante de los hombres. No le gusta que miren su sexo, se siente incómodo frente al cuerpo de los otros. Un SS de guardia, acompañado por un preso encargado de traducir, le explica que tiene que memorizar el número bajo el que deja sus enseres, con el fin de recuperarlos fácilmente cuando salga de la ducha. También le dice que ate los cordones de sus zapatos, uno con otro. 

Todo debe quedar bien doblado y ordenado, para facilitar el trabajo de clasificación cuando lleguen los bártulos al Canadá. 

«Schnell, schnell, schnell». Empujan a Jacques y a los demás prisioneros para que mantengan la cadencia, pero también para que no tengan tiempo de reflexionar, de reaccionar. 

Los guardias SS los apremian con sus metralletas para llenar la sala de la ducha con el mayor número de gente posible. Jacques recibe un culatazo que le disloca el hombro. Una vez repleta la sala, los guardias cierran la puerta con llave. En el exterior, dos prisioneros del Sonderkommando levantan una trampilla para introducir gas en la estancia, Zyklon B, un gas elaborado con ácido cianhídrico que hace efecto en apenas unos minutos. Los presos miran hacia las alcachofas que se encuentran en el techo. Enseguida se dan cuenta de lo que pasa. 

 

 

 

 

 

 

Veo el rostro de Jacques, su cabeza morena de niño pegada al suelo de la cámara de gas. 

Poso las manos sobre sus ojos abiertos para cerrárselos en esta página. 

 

 

 

 

 

 

Noémie muere de tifus unas semanas después de su llegada a Auschwitz. Como Irène Némirovski. La historia no dice si se encontraron.