LIBRO II

Recuerdos de una niña judía
sin sinagoga

 

 

 

 

 

 

—Abuela, ¿eres judía?  

—Sí, soy judía. 

—¿Y el abuelo también? 

—Ah, no, él no. 

—Ah, ¿y mamá también es judía? 

—Sí. 

—Entonces ¿yo también? 

—Sí, tú también. 

—Eso me parecía. 

—Pero ¿por qué pones esa cara, cariño? 

—Me disgusta mucho lo que me dices. 

—Pero ¿por qué? 

—Porque en la escuela no gustan mucho los judíos. 

 

 

 

 

 

 

Todos los miércoles, mi madre viene a París en su cochecito rojo a buscar a mi hija a la escuela al final de la mañana. Es su día, su pequeña jornada. Comen juntas; luego, mi madre lleva a Clara a judo antes de volverse a su barrio de la periferia. 

Como siempre, llegué mucho antes de que acabara la clase. Es mi momento preferido de la semana. El tiempo se detiene en el gimnasio, iluminado por unos viejos fluorescentes. Jigorō Kanō, el inventor del judo, vigila, amable, a los pequeños leones mientras se pelean en unos tatamis descoloridos por el tiempo. Entre ellos está mi hija de seis años; su cuerpecito flota en un kimono blanco demasiado grande para ella. La contemplo fascinada. 

Me suena el teléfono. No se lo habría cogido a nadie, pero era mi madre. Su voz parecía febril, tuve que pedirle varias veces que se tranquilizara y que me explicara qué sucedía. 

—Se trata de una conversación que he tenido con tu hija. 

Lélia intentó encender un cigarrillo para relajarse, pero su mechero no funcionaba. 

—Ve a buscar cerillas a la cocina, mamá. 

Lélia dejó el auricular para ir a buscar fuego mientras mi hija, con un gesto seguro y enérgico, tiraba al suelo a un chico más grande que ella. Sonreí, orgullo de madre. La mía volvió, su respiración iba calmándose a medida que el humo entraba y salía de sus pulmones, y entonces me dijo la frase pronunciada por Clara: 

«Porque en la escuela no les gustan mucho los judíos». 

Mis oídos se pusieron a zumbar, me entraron ganas de colgar, mamá, te dejo, la clase de Clara se está acabando ya, te llamo luego. El fondo de la garganta se me inundó de saliva caliente, el gimnasio empezó a tambalearse, así que para no ahogarme me agarré al kimono de mi hija como a una balsa blanca, conseguí hacer los gestos propios de una madre, decirle que se diera prisa, ayudarla a ponerse la ropa en los vestuarios, doblar el kimono, meterlo en su bolsa de deporte, encontrar los calcetines escondidos en el dobladillo de las perneras de su pantalón, hallar las chanclas ocultas bajo los bancos del vestuario, todos esos objetos en miniatura —zapatos, táper de la merienda, manoplas unidas por un cordón— concebidos para extraviarse en cualquier rincón. Cogí a mi hija en brazos y la abracé con todas mis fuerzas para aplacar mi corazón. 

«Porque en la escuela no les gustan mucho los judíos». 

En el camino de vuelta vi la frase flotando en la calle, encima de nuestro cuerpo; sobre todo no quería hablar de ello, quería olvidar la conversación, que no hubiera existido; me puse las zapatillas y me deslicé en la rutina vespertina, me confeccioné una armadura con el baño, los espaguetis con mantequilla, los cuentos del Osito pardo, el cepillado de dientes —todas esas tareas repetitivas que te impiden pensar—. Pasar a otra cosa. Volver a ser esa madre fuerte con la se puede contar. 

 

Al ir al cuarto de Clara para darle un beso de buenas noches, sabía que tenía que hacerle la pregunta. «¿Qué ha pasado en la escuela?». 

En lugar de eso, tropecé con algo en el interior de mí misma. 

—Buenas noches, cielo —dije apagando la luz. 

Me costó dormirme. Daba vueltas en la cama, tenía calor, me ardían los muslos, abrí la ventana. Me levanté, con los músculos entumecidos. Encendí la lámpara de noche, pero seguía invadiéndome un gran malestar. Noté a los pies de la cama las aguas turbias de un baño salobre, un jugo que rezumaba, el jugo sucio de la guerra, estancado en zonas subterráneas, ascendiendo desde las cloacas hasta filtrarse por las láminas de mi parqué. 

Entonces me vino una imagen. Muy nítida. 

Una fotografía del edificio de la Ópera Garnier, tomada al atardecer. Fue como un flash. 

 

A partir de ese momento empecé a investigar. Quise encontrar, costara lo que costara, al autor de la postal anónima que mi madre había recibido dieciséis años antes. Me obsesioné con la idea de hallar al culpable, tenía que entender por qué lo había hecho. ¿Por qué esa postal surgió para atormentarme en ese momento preciso de mi vida? Estaba ese desencadenante, desde luego, lo que le había sucedido en la escuela a mi hija Clara. Pero con la distancia creo que otro acontecimiento, más silencioso, tuvo que ver con aquello: yo iba a cumplir cuarenta años. 

Esa conciencia de la mitad del camino recorrido explica también mi empeño a la hora de querer resolver el enigma, que me tuvo ocupada, día y noche, durante meses. Había llegado a una edad en la que una fuerza te obliga a mirar atrás, porque el horizonte de tu pasado es ya más vasto y misterioso que el que te espera en adelante.