Al día siguiente por la mañana, después de dejar a mi hija en la escuela, llamé a Lélia.
—Mamá, ¿te acuerdas de la postal anónima?
—Sí, me acuerdo.
—¿Sigues guardándola?
—Estará en alguna parte, en mi despacho...
—Me gustaría verla.
Extrañamente, Lélia no pareció sorprendida; no me pidió explicaciones, no me preguntó por qué de repente evocaba una historia tan antigua.
—Está en casa. Si la quieres, ven.
—¿Ahora?
—Cuando quieras.
Dudé, tenía trabajo que hacer, páginas que escribir. Aunque no era razonable en absoluto, respondí:
—Ahora mismo voy.
Vi que me quedaban dos tickets de RER en el monedero. Pero estaban caducados. Desde que nació mi hija, siempre he ido a casa de mis padres en coche. Y una o dos veces al año, no más.
Al llegar al andén de Bourg-la-Reine, volví a pensar en los cientos de veces que efectué ese trayecto entre París y las afueras. De adolescente, esperaba el RER B ahí mismo, todos los sábados. Los minutos eran interminables, el tren nunca llegaba lo bastante pronto para llevarme a la capital y sus alicientes. Me ponía siempre en el mismo sitio, al fondo del vagón, junto a la ventanilla, en el sentido de la marcha. Los asientos rojos y azules, imitación cuero, se pegaban a los muslos en verano. El olor a metal y huevo duro tan característico del RER B en la década de 1990, ese olor al que estábamos acostumbrados, era para mí el de la libertad. Desde los trece hasta los veinte años fui tan feliz en ese tren que me alejaba del extrarradio, con las mejillas ardiendo, embriagada por la velocidad y el sombrío ruido de las máquinas... Veinte años después tenía prisa, pero en sentido contrario. Quería que el RER acelerara y me llevara cuanto antes a casa de mi madre para poder ver la postal.
—¿Cuánto tiempo hace que no me visitabas? —me preguntó mi madre al abrirme la puerta.
—Lo siento, mamá, precisamente estaba diciéndome que tendría que venir más a menudo. ¿La has encontrado?
—No he tenido tiempo de buscarla. Estaba preparándome un té.
Yo quería ver la postal, no tomar un té.
—Siempre con prisas, hija mía —dijo Lélia como si me leyera el pensamiento—. Pero al final del día la noche cae a la misma hora para todo el mundo, ¿sabes? ¿Has hablado con Clara de lo que ha pasado en la escuela?
Puso agua a calentar en el hervidor y abrió la caja de té chino ahumado.
—No, mamá, aún no.
—Es importante, ¿sabes? No puedes dejar pasar algo así —dijo buscando un cigarrillo en un paquete ya abierto.
—Lo haré, mamá. Bueno, ¿vamos a tu despacho a buscarla?
Lélia me hizo pasar a su despacho, que no cambiaba con los años. Aparte de una foto de mi hija, sujeta en la pared con una chincheta, todo estaba exactamente igual que antaño. Los muebles cubiertos con los mismos objetos y los mismos ceniceros, las estanterías llenas de los mismos libros y los mismos archivadores. Mientras se ponía a buscar cogí un pequeño tintero, biselado por los costados, que brillaba sobre la mesa como una obsidiana. Databa de la época en que recargaba ella misma los cartuchos, y yo observaba cómo escribía sus artículos en una máquina de escribir. Yo tenía la edad de Clara.
—Creo que está aquí —dijo Lélia abriendo un cajón del escritorio.
Sus dedos tanteaban a ciegas, buscaban entre talonarios de cheques, facturas de electricidad, agendas caducadas y una colección de viejas entradas de cine, papeles que yacían amontonados y que las generaciones venideras dudarán en tirar cuando vacíen los cajones de nuestros muebles tras nosotros.
—¡Aquí está! ¡La tengo! —exclamó mi madre igual que en otro tiempo al quitarme una astilla del pie.
Lélia me la tendió diciendo:
—¿Qué quieres hacer exactamente con esta postal?
—Querría encontrar a la persona que nos la mandó.
—¿Para algún guion?
—Nada que ver..., no... Quiero saber, eso es todo.
Mi madre pareció asombrada.
—Pero ¿cómo vas a hacerlo?
—Vas a ayudarme tú —le dije levantando la vista para señalarle su biblioteca.
Los archivos del despacho de Lélia habían aumentado de volumen.
—Tengo la intuición de que su nombre está ahí, en alguna parte.
—Escucha, guárdala si quieres..., pero yo no tengo tiempo de pensar en todo eso.
Mi madre me prevenía a su manera de que esta vez no iba a ayudarme. No era propio de ella.
—Cuando recibiste la postal, ¿te acuerdas?, lo hablamos todo juntos...
—Sí, lo recuerdo.
—¿No pensaste en nadie en particular?
—No. Nadie.
—¿No te dijiste: «Anda, Fulano podría haberme enviado esta postal»?
—No.
—Qué extraño.
—¿Qué te resulta extraño?
—No pareces curiosa por enterarte de quién...
—Cógela si quieres, pero no me hables del tema —dijo Lélia cortándome.
Se acercó a la ventana para encenderse un cigarrillo —algo en el aire se volvió inflamable, y sentí que mi madre intentaba calmarse alejándose físicamente de mí—. Y como una hoja de papel cuya filigrana surge ante una fuente luminosa, en el momento en que mi madre se puso delante de la ventana vi aparecer en su interior la forma de una caja de hojalata, fría, con los bordes pegados por el óxido —mi madre la tenía guardada ahí por motivos que ahora me parecen evidentes, pero que hasta entonces no me había planteado—. Lo que mi madre había encerrado en el fondo del pozo negro de su caja de hojalata, tomo aquí prestadas las palabras de Helen Epstein, «era tan poderoso que las palabras se desmoronaban antes de llegar a describirlo».
—Perdona, mamá, lo siento. No quería molestarte. Entiendo que no quieras oír hablar de esta postal. Venga..., vamos a tomarnos ese té.
Volvimos a la cocina, donde mi madre me preparó una bolsa con un frasco de pepinillos malossol, mis preferidos, que merendaba de niña a eso de las cuatro de la tarde. Me gustaba esa mezcla de blandura y crujiente, y su insípido sabor agridulce. Lélia nos alimentaba a base de arenques marinados, de rebanadas de pan negro, de pasteles de queso blanco, de tortitas de patata, de tarama, de blinis, de caviar de berenjena y de patés de hígado de ave. Era su manera de perpetuar una cultura desaparecida. A través del gusto de la Mittel Europa.
—Vamos, te llevo en coche a la estación del RER —me dijo.
Al bajar las escaleras de la entrada, me fijé en el rutilante buzón nuevo.
—¿Habéis cambiado el buzón?
—El otro al final murió.
Me quedé inmóvil unos segundos, decepcionada por la desaparición de nuestro antiguo armazón, como si un testigo esencial en mi investigación acabara de sucumbir.
En el coche reproché a mi madre que no me hubiera prevenido del cambio. Lélia se sorprendió y bajó la ventanilla, encendió su enésimo cigarrillo y me prometió:
—Te ayudaré a encontrar al autor de la postal. Con una condición.
—¿Cuál?
—Que soluciones lo antes posible lo ocurrido en la escuela con tu hija.