Tras la ventanilla del RER veía desfilar los paisajes de la periferia sur, donde reconozco cada centro comercial, cada bloque de viviendas o de oficinas. Recordé que fue allí, entre Bagneux y Gentilly, donde estaba antiguamente la «Zona» de París, el barrio de los silleros y de los cesteros, por donde Myriam cruzó en bicicleta en el verano de 1942 para ponerse a salvo.
Después de la estación Cité U aparecen edificios viejos, de ladrillo rojo anaranjado, de seis plantas. Los llamaban los HBM, habitations bon marché o «casas baratas», ancestros de los HLM, «casas de alquiler moderado», en aquella época de alojamientos populares con precios sociales y exoneraciones fiscales. Siguen existiendo. Los Rabinovitch vivieron en uno de ellos, en el número 78 de la rue de l’Amiral-Mouchez, en la época en que ellos eran «los extranjeros de Francia». Setenta y cinco años después, yo hice realidad el sueño de Ephraïm, el sueño de integración. Ya no vivía en la periferia, sino en el centro. Una auténtica parisina.
Saqué la postal del bolso y empecé a estudiarla. La Ópera Garnier me recordó los años negros de la Ocupación. Seguro que el autor no escogió ese monumento por causalidad. El primero que visitó Hitler a su paso por París.
Al llegar a mi parada, me pregunté si no había que cambiar de forma de pensar. Quizá el autor eligiera esa postal al azar, porque la tenía a mano. Sin mensaje especial. Para llevar a cabo mi investigación, debía desconfiar de las evidencias y, sobre todo, de las suposiciones.
Al dorso, los cuatro nombres escritos como versos corridos, uno debajo de otro, formando una suerte de puzle de escritura extraña, en especial la de los nombres, que parecía deliberadamente falseada. Nunca había visto una a escrita así, al final de «Emma», como si fueran dos eses al revés, que quizá había que leer en un espejo a la manera de los enigmas especulares de Leonardo da Vinci.
La fotografía de la Ópera se había tomado en otoño, sin duda durante uno de esos suaves atardeceres del mes de octubre, en el momento del cambio de hora, cuando las farolas parecen encendidas por equivocación, porque el cielo aún está azul como en verano. De hecho, lo imaginaba así, a él, al autor anónimo, como un ser crepuscular en la frontera de los mundos. Un poco como el hombre de espaldas en el primer plano de la foto, con un bolso en el hombro derecho. Su transparencia le confería un aura fantasmal. Ni vivo del todo, ni muerto del todo.
La postal era muy anterior a su envío en 2003. ¿Qué había sucedido? ¿Cambió de opinión al llegar a la oficina de correos? ¿Sintió la necesidad de pensárselo un poco más?
Duda, está a punto de echarla al buzón, pero se contiene en el último momento. Aliviado, quizá, o puede que preocupado, da media vuelta, se va a su casa, y la deja encima de su escritorio. Hasta el siglo siguiente.
Esa noche, después de cenar con mi hija, después de bañarla, ponerle el pijama, darle un beso y acostarla, no le pregunté qué había pasado en la escuela. Se lo había prometido a mi madre. Pero, una vez más, algo me lo impidió.
En lugar de eso, fui a la cocina, puse la postal a la luz de la campana y me quedé mirándola largo rato, como si así pudiera acabar por entender.
Pasé suavemente los dedos por la superficie del cartón, con la sensación de estar frotando una piel, la membrana de un ser vivo cuyo pulso podía sentir, primero débilmente, luego cada vez más fuerte a medida que la acariciaba. Los llamé, a Ephraïm, a Emma, a Jacques y a Noémie. Quería pedirles que me guiaran en la búsqueda.
Me tomé unos segundos para poner en claro mis ideas, preguntándome por dónde empezar a abordar el problema. Me quedé de pie en la cocina, en medio del silencio del apartamento. Luego fui a acostarme. Empezaba a dormirme cuando me pareció verlo. Al autor de la postal. Fue una visión rápida. En la oscuridad de un piso viejo, al final de un pasillo sombrío, como en el fondo de una gruta, ahí estaba, esperando desde hacía décadas, paciente, a que yo fuera a buscarlo.
—Es extraño lo que voy a decirte... Pero a veces tengo la impresión de que me empuja una fuerza invisible...
—¿Tus dibuks? —me preguntó Georges al día siguiente, a la hora de comer.
—En cierta manera sí, creo en una especie de fantasma... Pero ¡me gustaría que te tomaras mi historia en serio!
—Me la tomo muy en serio. ¿Sabes qué?, deberías enseñarle la postal a un detective privado, tienen técnicas para encontrar a la gente, tienen guías de teléfonos antiguas, filones en los que nosotros ni pensamos...
—Pero es que no conozco a ningún detective privado —dije entre risas.
—Deberías ir a Duluc Detective.
—¿Duluc Detective? ¡Como en las películas de Truffaut!
—Sí, eso es.
—Ya no existe esa agencia, eso era en los años setenta...
—Claro que existe, Duluc Detective, paso por delante a diario de camino al hospital.
Conocía a Georges desde hacía unos meses. Teníamos la costumbre de comer juntos cerca del hospital donde ejercía de médico. Y a veces nos veíamos los sábados por la noche, cuando yo no tenía a mi hija ni él a sus hijos. Ambos separados, nos apetecía ir poco a poco y disfrutar del principio de aquella historia. No teníamos prisa.
—No te olvides del Séder. Es mañana, me recordó Georges al final de la comida.
No me había olvidado. Era la primera vez que íbamos a oficializar nuestra relación. También era la primera vez que yo iba a celebrar el Pésaj. Y eso me hacía sentirme incómoda: le había dicho a Georges que era judía, pero sin precisar que jamás había puesto los pies en una sinagoga.
En nuestra primera cena a solas, le conté la historia de mi familia. Los Rabinovitch, que salieron de Rusia en 1919. Y él me contó la de sus padres; su padre, también nacido en Rusia, miembro de la Resistencia con los francotiradores y los partisanos, mano de obra emigrante. Hablamos durante horas de los destinos cruzados de nuestras familias. Habíamos leído los mismos libros, habíamos visto los mismos documentales. Por todo ello, nos daba la impresión de que ya nos conocíamos.
Después de esa cena, él hizo averiguaciones en una página de internet que menciona Mendelsohn en Los desaparecidos, donde se encuentran los documentos genealógicos de las familias askenazíes del siglo XIX. Georges se enteró de que, en 1816, en Rusia, un Chertovski se casó con una Rabinovitch.
—En efecto, nuestros ancestros ya se amaban —me dijo por teléfono—. Y en realidad son ellos quienes han organizado nuestro encuentro.
Por absurdo que pueda parecer, me enamoré de Georges cuando pronunció esa frase.
Al volver a casa después de la comida, me senté en el despacho para trabajar, pero era incapaz de concentrarme. Volvía a pensar una y otra vez en la postal. ¿Era una reparación para quienes se habían visto privados de toda sepultura? ¿El epitafio de una tumba cuya placa era un rectángulo de cartón de quince por diecisiete centímetros? O, al contrario, ¿tenía que ver con una voluntad de hacer el mal? ¿De provocar miedo? Poema macabro de un memento mori de risa sardónica. Mi intuición oscilaba sin cesar entre dos posibles caminos de interpretación, entre la luz y la sombra, igual que las dos estatuas que coronan el edificio de la Ópera Garnier. En la postal, la Armonía está iluminada mientras que la Poesía desaparece en la noche, como dos espíritus alados opuestos por la luz. Entonces, en lugar de trabajar, escribí «agencia Duluc» en el motor de búsqueda de Google.
«Casa fundada en 1913, investigación, búsquedas, seguimientos, París». El retrato oficial del señor Duluc apareció en la pantalla de mi ordenador, un hombre pequeñito, moreno, de rostro anguloso, con las cejas perfiladas como los cuernos de un carnero. Su bigote, desmesuradamente grande, se enrollaba sobre sí mismo hasta los orificios de la nariz, y era de un negro tan profundo que parecía postizo, de fieltro.
«Presente en la misma dirección desde 1945, en el distrito I de París, la Agencia Duluc se ha desarrollado diversificando sus actividades: investigación y búsquedas por cuenta de empresas y particulares. La agencia está a su disposición veinticuatro horas al día, siete días de la semana. Nuestras consultas son gratuitas. “Para poder decidir, hay que saber”».
El lema me dejó pensativa. Enseguida envié un e-mail con mis datos: «Buenos días, les escribo porque necesito de sus servicios para encontrar al autor de una postal anónima enviada a mi familia en 2003. Es muy urgente e importante para mí. Les agradecería una pronta respuesta».
Un minuto después me sonó el móvil con un mensaje del detective de la agencia. Así que la publicidad no mentía. «Veinticuatro horas, siete días por semana».
«Buenos días, ¡me sorprende su reacción 16 años + tarde! Ahora me encuentro volviendo a París; estaré en la oficina dentro de una hora. Saludos cordiales, F. F.».
Después de cruzar el pont des Arts, avisté de lejos un rótulo en mayúsculas, verde fluorescente, que me resultó familiar. Lo había visto más de una vez, brillando, entrada la noche, al cruzar la rue de Rivoli a la altura del Louvre. Algunas letras ya no se encendían. Se leía D UC DE C IVE. Siempre había pensado que se trataba de un viejo club de jazz pasado de moda.
Delante de la puerta de madera había una placa de latón dorada, atornillada justo encima del portero automático: «Investigaciones» y «1.er piso».
La puerta se abrió sola; recorrí el pasillo hasta una sala de espera. No había nadie, todo estaba en silencio. El diploma original del señor Jean Duluc, el fundador de la agencia, enmarcado en la pared me confirmó que no me había confundido de sitio. La habitación estaba vacía, a excepción de algunos bibelots expuestos en una vitrina. Me pregunté si esos objetos tenían valor sentimental para el detective privado o si los había comprado únicamente para decorar la sala de espera. Los objetos eran tan heterogéneos que poseían un poder hipnótico. El primer bibelot era una figurita de porcelana que representaba el jarrón chino del Lotus azul, del que surgían Tintín y Milú. Al lado, bajo un grifo de vidrio, había unas esculturas de dos peces rojos que se besaban, así como numerosos acuarios en miniatura. Si bien la presencia de Tintín entre los objetos expuestos tenía sentido en ese lugar —el joven belga no era detective privado, pero, en cierta manera, sus pesquisas como reportero lo conducían a menudo a resolver enigmas—, los acuarios me resultaron más enigmáticos.
Cogí de la mesa baja un folleto de la agencia.
«Para poder decidir, hay que saber. Pero buscar información, aportar una información completa, fiable, útil, no se improvisa. Hacen falta mucha experiencia y técnica, rigor e intuición, medios materiales y humanos. Y una total garantía de confidencialidad».
El resto del folleto explicaba que Jean Duluc había nacido el 16 de junio de 1881 en Mimizan, en el departamento de las Landas; veintinueve años más tarde había obtenido un diploma de detective expedido por la prefectura de policía de París. Las numerosas fotografías reproducidas indicaban incluso que medía 1,54 metros, un hombre bajito para su época, por tanto, pero de bigote muy largo: un bigote extraordinario con forma de manillar, como los de las brigadas del Tigre, enrollado sobre sí mismo en los extremos.
La puerta de la sala de espera se abrió antes de que pudiera leer el final del texto.
—Sígame —me dijo el detective, sin aliento, como si viniera de una persecución infernal—. Mi tren ha llegado con retraso, lo siento.
Simpático, bajo, fornido, de unos sesenta años, medio canoso, Franck Falque llevaba un grueso par de gafas de concha, pantalón con tirantes, de una pana color marrón más o menos a juego con la chaqueta, y una camisa que seguramente no había visto una plancha en su vida; y tenía cara redonda de buen vividor. Lo seguí hasta su despacho, un cuarto estrecho donde casi se podían tocar las paredes al extender los brazos. La ventana daba a la rue du Louvre y a su animación.
Justo debajo se encontraba un acuario iluminado por neones azules donde nadaban una veintena de guppys, esos peces de agua dulce originarios de América Latina. Eran todos de colores vivos, azulados o amarillos, y sus escamas perfiladas de negro me hicieron pensar en las gafas del detective. Deduje que Franck era un apasionado de esos peces..., de ahí la presencia de los bibelots «acuáticos» en la sala de espera.
Detrás de la mesa había carpetas amontonadas unas encima de otras, como sándwiches reventados desbordándose por los lados.
—Y bien, ¿tiene la postal? —me dijo con acento del sudoeste, sin duda el mismo que, ya hacía un siglo, tuviera Jean Duluc, nacido en Mimizan.
—La he traído —dije sentándome frente a él—, aquí está.
Saqué la postal del bolso para dársela.
—Fue su madre quien recibió esta postal anónima, ¿no?
—Exacto. En 2003.
Falque se tomó su tiempo para leerla.
—¿Y quiénes son estas personas, Ephraïm..., Emma..., Jacques y Noémie?
—Los abuelos de mi madre. Su tío y su tía.
—Bueno..., ¿y no pudo ser una de estas cuatro personas la que enviara la postal? —me preguntó suspirando, como el mecánico del taller que te pregunta de entrada si no te habrás olvidado de poner aceite.
—No, murieron todos en 1942.
—¿Todos? —preguntó el detective, perturbado.
—Sí. Los cuatro. Murieron en Auschwitz.
Falque se me quedó mirando con una mueca. Yo no sabía si me compadecía o si no había entendido bien el sentido de mi respuesta.
—En el campo de exterminio —precisé.
Pero Falque permaneció en silencio y con el entrecejo fruncido.
—Asesinados por los nazis —añadí, para estar bien segura de que nos habíamos entendido.
—¡Oh, qué historia tan horrible! ¡Oh, no, realmente terrible!
Tras esas palabras, Falque agitó la postal con un movimiento de vaivén, a la manera de un abanico. No debía de tener costumbre de oír términos y expresiones como Auschwitz o campos de exterminio en su oficina. Así que se quedó un momento mudo, atónito.
—¿Cree que podría ayudarme a encontrar al autor? —repetí para relanzar la conversación.
—¡Oh! —repitió Falque, agitando mi postal—. ¿Sabe usted?, mi mujer y yo nos ocupamos de adulterios, de espionajes de empresa, de conflictos vecinales..., cosas de la vida cotidiana. Pero de esto..., ¡no!
—¿Nunca investiga sobre cartas anónimas? —pregunté.
—Sí, sí, sí, claro, de vez en cuando —contestó Falque sacudiendo enérgicamente la cabeza—, pero esto... sinceramente me parece demasiado complicado.
No sabíamos qué más decirnos. Falque vio la decepción reflejada en mi cara.
—¡Fue en 2003! ¡Podía haberse despertado antes! Sinceramente, señora, tiene usted pocas probabilidades de encontrar vivo al autor del envío...
Cogí mi abrigo y le di las gracias.
Franck Falque se me quedó mirando por encima de sus gruesas gafas de concha, empezaba a sudar y noté que solo tenía ganas de una cosa: verme salir de allí cuanto antes. Aun así, consintió en concederme unos minutos más.
—Bueno —añadió suspirando—, voy a decirle lo que se me pasa por la cabeza... ¿Por qué la Ópera Garnier?
—No sé. ¿Se le ocurre algo a usted?
—¿Cree que habrían podido esconderse ahí algunos miembros de su familia?
—Sinceramente, no creo...; habría sido muy arriesgado.
—¿A qué se refiere?
—Durante la Ocupación, la Ópera Garnier era un lugar frecuentado por los círculos mundanos alemanes. Las fachadas de la Ópera estaban cubiertas de cruces gamadas.
Franck se puso a reflexionar de nuevo.
—¿Su familia vivía cerca de allí?
—No. En absoluto. Estaban en el distrito 14, en la rue de l’Amiral-Mouchez.
—¿Tal vez fuera un lugar de encuentro? ¿Eran de la Resistencia? No sé..., como una estación de metro o algo así.
—Sí. Es posible. Un lugar de encuentro...
Dejé voluntariamente la frase abierta, para que el detective desarrollara su idea.
—¿Había músicos en su familia? —me preguntó tras unos segundos de silencio.
—¡Sí! Emma, la del nombre que ve usted, era pianista.
—¿Quizá tocó en la Ópera, formó parte de una orquesta?
—No, solo era profesora de piano. No daba conciertos. Y además, ¿sabe usted?, a los judíos no les permitían tocar en la Ópera durante la guerra. Los compositores fueron eliminados del repertorio.
—Escuche —dijo mirando sucesivamente ambos lados de la postal—, no sé qué más decirle...
Falque consideraba que había cumplido con su deber, había mirado la postal, y ahora quería que me fuera. Pero yo insistí.
—Sí —me dijo suspirando—, se me ocurre algo...
Luego Falque se secó la frente en silencio, creo que se arrepentía de haberme dicho que se le había ocurrido algo.
—¿Sabe usted?, mi suegro... era gendarme..., y nos contaba siempre historias de gendarmes...
De repente, Falque dejó de hablar. Parecía estar pensando en algo muy remoto, completamente absorto.
—Tenía que ser muy interesante —dije, por reanudar la conversación.
— No, qué va. Más que nada chocheaba mucho, contaba siempre las mismas anécdotas, pero a veces era útil, va a entender por qué. ¿Se ha fijado en el sello?
—¿El sello? Sí. He visto que está pegado al revés.
—Pues bien. Quizá sea por algo... —dijo Falque agitando la cabeza de arriba abajo.
—¿Quiere decir que sería algo intencionado por parte del autor?
—Eso es.
—¿Como un mensaje?
—Correcto. Como un mensaje.
Falque miró al frente, sentí que iba a decirme cosas determinantes.
—¿No le importa que tome notas?
—No, no, adelante —dijo mientras se limpiaba los cristales empañados de las gafas—. Figúrese que, en otro tiempo, le hablo del... siglo XIX..., había que pagar el correo dos veces. Una vez para enviar la carta. Y una segunda vez para recibirla. ¿Entiende?
—¿Había que pagar para leer? No tenía ni idea...
—Sí, al principio de la historia del servicio de correos era así. Pero uno tenía derecho a rechazar la carta que se le enviaba. Y en ese caso no se pagaba... Entonces la gente imaginó un código para no pagar la segunda vez. Según cómo estuviera pegado el sello en el sobre, quería decir algo en particular; por ejemplo, si se ponía el sello de lado, inclinado hacia la derecha, eso significaba «enfermedad». ¿Ve usted?
—Perfectamente —contesté—. No había necesidad de abrir la carta ni de pagar la tasa. El mensaje venía en el propio sello. ¿Es así?
—Exacto. Desde entonces, la gente le ha atribuido un sentido a la posición del sello. Por ejemplo, aún hoy, los aristócratas pegan los sellos al revés como señal de protesta. Una manera de decir: «Abajo la República».
—Así que usted piensa que en mi postal se habría colocado el sello al revés adrede...
Falque asintió de nuevo, luego me dio a entender que debía escucharle atentamente.
—Entre los miembros de la Resistencia, enviar una carta con el sello al revés significaba: «Léase lo contrario». Por ejemplo, si se enviaba una carta donde ponía: «Todo va bien», había que interpretar: «Todo va mal».
Luego, el detective volvió a apoyar la espalda en el respaldo de su sillón, lanzando una especie de suspiro, aliviado por haber conseguido sacar algo de aquella postal.
—OK. Hay algo que no acabo de entender. Usted me dice: «Se la enviaron a mi madre». «M. Bouveris» ¿quién es? No es su madre. ¿O sí?
—Ah, no, no. «M. Bouveris» es «Myriam Bouveris», mi abuela. Su apellido de soltera era Rabinovitch; luego se casó con un hombre apellidado Picabia, con quien tuvo a mi madre, y después con otro hombre apellidado Bouveris. En resumidas cuentas, se la enviaron a mi abuela, pero a la dirección de mi madre, que se llama Lélia.
—No he entendido nada.
—Bueno, rue Descartes, 29, es la dirección de mi madre, Lélia. Pero «M. Bouveris» es mi abuela, Myriam. ¿Lo entiende?
—OK, OK, entendido. Pero ¿qué opina de esto Myriam?
—Nada. Mi abuela murió en 1995. Ocho años antes del envío de la postal.
Franck Falque se tomó unos momentos para reflexionar, entornando los ojos.
—No, si le digo esto es porque, al principio, cuando me ha enseñado la postal, he leído... «Señor Bouveris». ¿Entiende? M. de Monsieur, señor.
Esa respuesta me pareció totalmente pertinente.
—Sí, tiene usted razón, nunca pensé que pudiera ser «Señor Bouveris»...
Lo apunté en la libreta, tenía que hablar de todo aquello con Lélia.
Franck Falque se inclinó hacia mí. Sentí que iba a seguir beneficiándome de las luces del detective.
—Bueno. ¿Y quién es el señor Bouveris? ¿Puede decirme algo más?
—No gran cosa. Era el segundo marido de mi abuela, murió a principios de los noventa. Creo que era un hombre muy melancólico. Trabajó para el fisco un tiempo, pero ni siquiera estoy segura de eso.
—¿De qué murió?
—No está claro. Creo que se suicidó. Como mi abuelo antes que él.
—¿Su abuela tuvo dos maridos y ambos se suicidaron?
—Sí, eso es.
—¡Vaya! —replicó levantando sus pobladas cejas al techo—, en su familia no mueren a menudo en una cama, ¿no?... Entonces ¿su abuela vivió en esta dirección? —me preguntó mostrándome la postal.
—No, Myriam vivía en el sur de Francia.
—En tal caso, la cosa se complica...
—¿Por qué?
—El apellido de su abuela, Bouveris, ¿figuraba en el buzón de sus padres?
Negué con la cabeza.
—Entonces ¿por qué la dejó ahí el cartero si no hay ningún «M. Bouveris» inscrito en el buzón?
—Nunca lo he pensado... Es extraño, en efecto.
En ese momento, ambos dimos un respingo debido al timbre de la puerta, que acababa de sonar. Un pitido estridente. Era la cita del señor Falque.
Me levanté tendiéndole la mano para mostrarle toda mi gratitud.
—Muchísimas gracias. ¿Cuánto le debo?
—Nada —contestó el detective.
Antes de franquearme la salida, Franck Falque me dio una tarjeta de visita toda arrugada.
—Tenga, es un amigo, puede llamarlo de mi parte, es especialista en análisis grafológicos de cartas anónimas.
Me metí la tarjeta en el bolsillo. Era hora de ir a la escuela. Cogí el autobús para no llegar tarde. Durante el trayecto volví a pensar en los dibuks de los que me había hablado Georges, esos espíritus perturbados que entran en los cuerpos de la gente para vivir a través de ellos historias tan fuertes como invisibles, y recuperar así la sensación de estar vivos.