«Vestimenta adecuada para el Pésaj».
Escribí estas cinco palabras en el buscador Google. Apareció Michelle Obama en la pantalla de mi ordenador. Estaba sentada en una mesa, rodeada de hombres con kipás. Ella exhibía esa sonrisa franca típica suya y un vestido azul marino, sencillo, bastante parecido a uno mío guardado en alguna parte de mi armario. Eso me tranquilizó, tuve la sensación de que la cena en casa de Georges no tenía por qué ser necesariamente una catástrofe.
Llegó la canguro. Mientras le leía un cuento a mi hija, yo seguí buscando. Las fotografías que se sucedían en la pantalla mostraban libros en hebreo encima de una mesa, platos que contenían cosas extrañas. Huesos, hojas de lechuga, huevos duros... Un laberinto de signos. Un mundo desconocido donde tenía miedo a perderme. Georges creía, tras nuestras conversaciones, que yo conocía la liturgia de las festividades judías y que sabía leer en hebreo.
No se lo desmentí.
Era la primera vez que salía con un hombre de confesión judía. Antes de él nunca se me había planteado la cuestión de si sabía o no cómo transcurría el Séder ni si había hecho mi Bar Mitzvá. Mi apellido no era judío, de forma que cada vez que salía con un hombre, al cabo de un tiempo, se sorprendía:
—¡Ah! ¿Eres judía?
Sí, a pesar de las apariencias...
En la facultad me hice amiga de una chica, Sarah Cohen, de pelo negro y tez morena. Me contó que los hombres con los que salía siempre se imaginaban que era judía. Pero como su madre no lo era, ella tampoco, según la ley. Sarah acabó cogiendo complejo.
Yo era judía, pero no se me notaba. Sarah parecía judía, pero según nuestros textos sagrados no lo era. Nos reímos de aquello. Era absurdo. Irrisorio. Y sin embargo, marcaba nuestra vida.
Con los años, la cuestión seguía siendo complicada, incomprensible, sin parangón posible. Podía tener un abuelo de sangre española y otro de sangre bretona, un bisabuelo pintor u otro comandante de un rompehielos, pero nada, absolutamente nada, era comparable con el hecho de venir de un linaje de mujeres judías. Nada me condicionaba tanto en la mirada que mis parejas proyectaban sobre mí. Rémi tuvo un abuelo colaboracionista. Théo se interrogaba sobre sus posibles orígenes judíos ocultos. Olivier parecía judío y a menudo lo tomaban por uno. También ahora con Georges. Nunca era anodino.
Acabé por escoger el vestido azul marino. Me apretaba algo en la cintura, porque me había ensanchado un poco a raíz del embarazo. Pero no tenía tiempo de encontrar otro. Llegaba tarde. Todos los invitados estaban ya en casa de Georges.
—¡Por fin! —dijo cogiéndome el abrigo—. Pensaba que no llegarías nunca. Anne, estos son mi primo William y su mujer, Nicole. Sus dos hijos están en la cocina. Te presento también a François, mi mejor amigo, y a su mujer, Lola. Por desgracia mis hijos se han tenido que quedar en Londres, pero es que están en pleno periodo de exámenes. Es triste, es el primer Séder que voy a pasar sin ellos. Aquí está Nathalie, que ha escrito un libro que voy a regalarte. ¡Ah! —dijo al ver a una mujer que hacía su aparición en el salón—, ¡y esta es Déborah!
Nunca me había encontrado con ella, pero sabía perfectamente quién era Déborah. Georges me había hablado de ella en repetidas ocasiones.
Su mirada me hizo comprender varias cosas. Que Déborah era una mujer autoritaria y segura de sí misma. Y que le desagradaba mi presencia en esa cena.
Déborah y Georges se conocieron cuando los dos eran internos. En aquella época, Georges estaba muy enamorado de Déborah, pero no era correspondido. Ella lo rechazó. ¿Cómo había podido imaginar por un momento que una chica como ella pudiera interesarse por un muchacho como él?
«Prefiero que seamos amigos», había replicado ella.
Habían transcurrido más de treinta años. Georges y Déborah vivieron sus respectivas vidas sin perderse de vista. Trabajaron en los mismos hospitales. Georges tuvo dos hijos y un divorcio largo. Déborah tuvo una hija y una separación rápida. Siguieron frecuentándose de cuando en cuando, en los cumpleaños de los colegas médicos, sin volver a hablarse realmente.
«Nos conocemos mal desde hace mucho tiempo», decía Déborah refiriéndose a Georges.
«Nos conocimos bien en otro tiempo», decía Georges a propósito de Déborah.
Hasta que, treinta años después, Déborah se fijó de nuevo en Georges y por fin le pareció interesante.
Pensó que Georges se sentiría dichoso al recuperar el amor de su época como internos. Pero las cosas no sucedieron así y Georges le propuso: «Déborah, desearía realmente que siguiéramos siendo amigos».
Ella concluyó entonces que reconquistar el amor de Georges sería menos fácil de lo que había pensado.
«Mejor así», se dijo ella.
Georges mantenía con Déborah lo que él denominaba «amistad», pero que en el fondo era una suerte de revancha, porque se sentía halagado. Esa chica que antaño le hiciera sufrir tanto ahora lo cortejaba.
Cuando Déborah me vio llegar a casa de Georges al principio se sorprendió. Georges le había hablado de mí, pero ella había pensado que no sería una rival seria, puesto que no era médica. Mi presencia en la cena del Pésaj la obligó a ver las cosas de otra manera. Que Georges no la hubiera avisado la ofendió. Consideró que él la había humillado.
—¿Cenamos? —dijo Georges.
«Te vas a enterar», pensó Déborah.
Mientras los hombres se ponían las kipás, Déborah hizo un chiste sobre la diferencia entre un Pésaj sefardí y un Pésaj askenazí, que todo el mundo encontró muy divertido. Menos yo, claro. Déborah subrayó mi ignorancia excusándose.
—Lo siento, son bromas judías...
—Pero si Anne también es judía —dijo Georges.
—¡Ah! Pensaba que tu apellido era bretón... —puntualizó ella, circunspecta.
—Mi madre es judía —dije sonrojándome.
Georges empezó a pronunciar la oración en hebreo y mi corazón comenzó a palpitar; todo el mundo seguía sus palabras puntuándolas con un «amén» que pronunciaban como «o-mein». Y aquello me turbó, porque creía que solo los cristianos decían «amén». Notaba que Déborah observaba cada uno de mis gestos, todo aquello se asemejaba a una pesadilla.
Georges pidió a uno de sus sobrinos, que preparaba la Bar Mitzvá, que explicara la bandeja del Séder.
—Los símbolos son el maror, las hierbas amargas que evocan la aspereza de la esclavitud en Egipto, la vida amarga de nuestros ancestros, en recuerdo de los sufrimientos soportados por los hebreos cautivos. La matzá, que representa el ansia con que los judíos recobraron su libertad...
Mientras el sobrino recitaba la lección, todo el mundo se sentó. Al ir a aposentarme en mi silla, se me desgarró el vestido por un costado. Déborah sonrió.
—Coged todos una Hagadá —dijo Georges—. He encontrado las de mis padres. Por una vez, hay una por persona.
Tomé el libro colocado encima de mi plato, intentando ocultar mi confusión, pues todo estaba escrito en hebreo.
Déborah se inclinó hacia mí, hablando en voz alta para que todo el mundo la oyera:
—La Hagadá se abre por la derecha.
Me puse a balbucear excusas, torpemente. Con voz grave, Georges inició el relato de la salida de Egipto.
—«Este año somos esclavos...».
La historia de la Hagadá recordaba a todos los presentes en la mesa las terribles pruebas que tuvo que sufrir Moisés.
Me dejé mecer por las respuestas y por la belleza del relato de la liberación del pueblo hebreo. El vino del Pésaj me procuraba una embriaguez intensa, alegre, y la sensación de que ya había vivido esa escena, de que conocía todos los gestos que estábamos haciendo. Todo me resultaba cercano, pasar de mano en mano los matzot, remojar las hierbas amargas en agua salada, poner con la punta de mi dedo una gota de vino en mi plato y colocar mi codo sobre la mesa. Las bandejas de cobre donde se encontraban los alimentos simbólicos del Pésaj también me parecían conocidos, como si los hubiera tenido ante la vista desde siempre. Los cánticos hebreos sonaban familiares a mis oídos. El tiempo estaba como abolido, me sentí fascinada, invadida por la calidez de un profundo júbilo que venía de lejos. La ceremonia me transportaba a tiempos remotos, tuve la sensación de que unas manos se deslizaban dentro de las mías. Los dedos de Nachman, rugosos como las raíces de un viejo roble. Su rostro se acercó a mí por encima de las velas para decirme:
—Somos todos perlas de un mismo collar.
Fue el final del Séder. Empezó la cena.
Voluble, cómoda con todos, Déborah ejercía de anfitriona. Hacía cumplidos a todo el mundo. Menos a mí, claro. Yo era esa pariente lejana a la que se invita para no dejarla sola un día de fiesta, pero a quien no se tiene nada que decir.
Parlanchina, guapa, divertida, Déborah se puso a contar con humor la cena que había preparado para Georges, unos ajíes que se le habían quemado, la receta de caviar de berenjena que le venía de su madre, la de los pimientos marinados, que le transmitiera su padre. Hablaba, hablaba, hablaba, y todos la escuchaban.
—Y bien, tu madre ¿cómo prepara el gefilte fish? —me preguntó Déborah.
No contesté, como si no hubiera oído. Seguidamente, Déborah se volvió hacia Georges.
—Lo que más me sorprende todos los años de la Hagadá es esa orden tan antigua, que hemos de ir a Israel para escapar de las persecuciones. «Reconstruye Jerusalén, la ciudad santa, rápidamente en nuestros días». Está escrito con claridad. Desde hace más de cinco mil años.
—Parece que estás pensando en establecerte en Israel... —dijo Georges a su primo.
—Sí, imagínate. Cuando leo los periódicos, cuando veo lo que nos pasa aquí, en Francia, me digo que la gente no quiere saber nada de nosotros.
—Siempre exageras, papá —dijo el hijo de William—. Nadie nos persigue.
William echó la silla hacia atrás, estupefacto ante la apostilla de su hijo.
—¿Quieres que hagamos la cuenta de todos los actos antisemitas que han tenido lugar desde principios de año? —preguntó a su hijo.
—Papá, todos los años hay muchas más agresiones contra los negros y contra los árabes en Francia.
—¿Has visto que tienen la intención de reeditar el Mein Kampf? Con «comentarios bien documentados». Qué cinismo. Y será un éxito de ventas.
La mujer de William lanzó una mirada a su hijo para decirle que no merecía la pena que replicara. Y François, el mejor amigo de Georges, cambió de tema.
—¿Te irás si gana las elecciones el Frente Nacional? —preguntó a Georges.
—No, yo no me voy.
—¿Por qué? ¡Estás loco! —dijo William.
—Porque voy a resistir, y la resistencia se organiza in situ.
—No entiendo ese razonamiento. Si tienes ganas de luchar, ¿por qué no lo haces ahora, antes de que sea demasiado tarde? La idea es evitar que se nos venga encima —dijo Lola, la esposa del mejor amigo de Georges.
—Tiene razón. Estamos aquí, esperando la catástrofe, sentados en nuestras sillas...
—Para ti, en el fondo, lo que está en juego es la posibilidad de revivir lo que vivió tu padre durante los años de la guerra y la Resistencia. Pero la historia nunca se repite. ¡No vas a echarte al monte!
—Es cierto, es un fantasma familiar muy fuerte.
—Ese es el problema —dijo el hijo de William, que tenía ganas de discutir con los viejos—. Son vuestros fantasmas. Os decís que con la llegada del Frente Nacional por fin podréis pelear, como vuestros padres en Mayo del 68, y como vuestros abuelos en la guerra. En realidad, os encantaría que ganara la extrema derecha para sentiros activos. Vosotros, los poderosos de la izquierda. Estáis esperando la catástrofe para que por fin suceda algo en vuestra vida.
—Mi hijo se ha vuelto loco, perdonadle —dijo William.
—¡No! No, al contrario, es interesante lo que expresa —respondió François.
—Para la catástrofe..., espera un poco —moderó Lola—. Aunque salga elegido el Frente Nacional, aunque no lo creo, la verdad, incluso si nos precipitáramos hasta ese extremo no veo por qué nosotros, los judíos, sufriríamos con esa situación. Seamos realistas. Estoy de acuerdo con tu hijo, William. Aunque sea judía creo que son los indocumentados, las poblaciones africanas, los migrantes los que van a peligrar. Perdón si os decepciono, señores, pero no seréis vosotros los detenidos en la calle.
—¿Y por qué no? —preguntó William.
—¡Sabes que Lola tiene razón! A ti, a mí no nos sucederá nada —añadió Nicole, la mujer de William—. No van a ponernos la estrella amarilla.
—Pero habrá otras formas de violencia contra los judíos...
—No os enteráis de nada. Son los ciudadanos de origen africano, especialmente los del norte de África, los que correrán riesgos en caso de que el Frente Nacional consiga una victoria. Mucho más que nosotros.
—La cuestión es: ¿estáis dispuestos a luchar por los otros? ¿Y si os convirtierais en justos? Mirad a las familias en la calle, con los niños muriéndose de hambre en unos colchones. ¿No os recuerda a nada? ¿Y si ahora os tocara a vosotros ser generosos? ¿Traer a alguien a vuestra casa, a dormir en vuestro sofá? ¿Os atreveríais a dar el paso? ¿Y si por una vez no fuerais las víctimas, sino los que pueden ayudar?
—Los judíos tenían enemigos en Francia. Los migrantes no tienen enemigos en nuestro territorio.
—¿Y vuestra indiferencia? ¿No es una forma de colaboración?
—Eh, eh, eh, cálmate, ¿vale? Y no hables así a tu padre.
—Ese discurso biempensante es simplista —contestó William—. Y culpabilizador para los judíos. Vivimos en un país donde aún hay mucho antisemitismo. Lo estamos comprobando ahora mismo. Imagínate que, de repente, con la llegada del Frente Nacional al poder, tienes que vértelas con la justicia cuando la cúspide de la pirámide estatal no esté de tu parte. Pues bien, para mí eso cambia la percepción de ser judío en este país, desde luego.
—Con semejantes discursos catastrofistas tranquilizas tu conciencia si no haces nada por los demás.
—¡No podéis entenderlo! —exclamó William—. Georges y yo, en nuestra generación, sufrimos mucho antisemitismo, y algo así deja huella, ¿a que sí, Georges?
Georges se echó a reír porque William, de golpe, se había puesto muy dramático.
—Escucha, William —le contestó—, estoy de acuerdo en todo contigo. Pero si he de serte sincero, nunca he sufrido ningún acto antisemita. Ni en la escuela ni en mi trabajo.
William apoyó los brazos sobre su vientre. No daba crédito a que su primo soltara una estupidez así. Sonriente, seguro del efecto que iba a provocar, preguntó a Georges:
—Ah, ¿estás realmente seguro?
—Sí —confirmó Georges—. Estoy seguro.
—¿Quieres decir que nunca te has preguntado por lo que te sucedió el año de tu Bar Mitzvá?
Fue en ese momento cuando Georges comprendió la alusión de su primo.
—OK, OK... —admitió con un gesto contrito que mostraba que se confesaba vencido—. Estaba en el interior de la sinagoga la tarde del atentado de la rue Copernic.
—¡¿Y eso no es un acto antisemita?! —gritó William levantándose.
La silla cayó hacia atrás, parecía una obra de teatro interpretada por ambos primos.
—Sí, era el 3 de octubre de 1980, unos meses después de mi Bar Mitzvá, en esa época me sentía todavía un ferviente judío. Uno de esos raros periodos en que iba con mucha regularidad a la sinagoga...
—Perdona que te interrumpa —dijo William—, pero me gustaría precisar algo a mi hijo: ¡la fecha fue escogida para celebrar la noche del 3 de octubre de 1941, cuando se atacaron seis sinagogas en París! Entre ellas, la de la rue Copernic.
—Era el oficio del viernes por la tarde, la sinagoga estaba llena; yo me encontraba rezando con mi hermana. Unos diez minutos antes de que acabara la ceremonia, durante el Adon Olam Asher..., estalló la bomba. Oímos una fuerte deflagración. Los cristales de las ventanas cayeron sobre algunos miembros de la congregación. El rabino nos sacó enseguida por la puerta de atrás. Mi hermana y yo vimos coches en llamas. Nos dirigimos hacia la izquierda, hasta la Avenue Kléber, donde cogimos el autobús. Al llegar a casa, Irène, nuestra niñera, estaba viendo las noticias en el canal FR3. Unos minutos antes habían informado del atentado. Enseguida se dio cuenta de que acabábamos de escapar de un peligro inmenso.
—¿Y tú?
—Yo en ese momento no. Pero por la noche, en la cama, me temblaban las piernas y no podía controlarlas.
—Luego —añadió William— acuérdate de las declaraciones antisemitas de Raymond Barre.
—Sí, entonces era primer ministro..., dijo que el atentado era aún más chocante porque había «franceses inocentes» entre las víctimas, que se encontraban en la calle por casualidad, delante de la sinagoga.
—¿Dijo «franceses inocentes»?
—Sí, sí. Como si para él, nosotros, los judíos, no fuéramos inocentes del todo, ni franceses de verdad...
—¿Y no piensas que ese atentado te haya dejado huella?
—No, creo que no.
—Eso es negacionismo.
—¿Tú crees?
—Sí, es negacionismo. Soterramiento. Y también cierto sentimiento de seguridad debido a la asimilación.
—¿Qué quieres decir?
—Míranos, alrededor de esta mesa —dijo François—. Todos somos hijos o nietos de migrantes. Lo somos nosotros mismos. ¿Acaso nos imaginamos así? En absoluto. Nos vemos como burgueses franceses, nacidos en el seno de familias de clase media que han triunfado socialmente. Todos nos sentimos perfectamente integrados. Nuestros apellidos tienen todos sonoridad extranjera, y sin embargo, conocemos bien los vinos de aquí, hemos leído la literatura clásica francesa, sabemos cocinar la blanqueta de ternera como todo francés que se precie... Pero pensadlo bien y preguntaos si ese sentimiento de hallarse profundamente integrados en este país no se parece al que tenían los judíos franceses de 1942. Muchos sirvieron al Estado en la Primera Guerra. Y sin embargo los metieron en aquellos trenes.
—Exactamente. Eso es negacionismo. Pensar que no puede pasarte nada.
—Pero nadie os pide la documentación cuando cogéis el metro. Dejad de flipar —dijo el hijo de William.
—No estamos «flipando». Francia atraviesa un periodo de mucha violencia, económica y social. Si miras la historia de Rusia de finales del siglo XIX, de la Alemania de los años treinta, esos factores siempre provocaron manifestaciones antijudías: desde que el mundo es mundo. Dime, ¿por qué sería distinto hoy?
—Escuchad, la hija de Anne ha tenido un problema en la escuela, ¿verdad? Cuéntales.
Todas las miradas se volvieron hacia mí. Casi no había participado en el debate desde el principio de la comida. Y los amigos de Georges tenían curiosidad por escucharme: él les había hablado mucho de mí.
—Esperad, todavía no sabemos qué ha sucedido... —empecé a decir—. Pero algo la perturbó y... le preguntó a mi madre si era judía...
—¿Quieres decir que tu hija no sabe que es judía? —preguntó Déborah interrumpiéndome.
—Sí, pero no muy bien... Yo no soy practicante. Así que es cierto que no la desperté un día diciendo: «Ah, se me olvidaba, que sepas que somos judíos...».
—¿No celebráis las fiestas?
—Justamente. ¡Todas! También Navidad..., el roscón Reyes..., Halloween..., los huevos de Pascua... Me imagino que tiene un batiburrillo en la cabeza.
—Bueno —dijo Georges—, cuéntales qué ha sucedido.
—Mi hija dijo: «En la escuela no gustan mucho los judíos».
—¿Qué?
—¡Qué horror!
—¿Qué ha sucedido para que pueda pensar una cosa así?
—No sé muy bien, de hecho...
—¿Cómo?
—No se lo he preguntado... todavía.
Se me encogió el corazón. Los amigos de Georges, a los que veía por primera vez, estaban tomándome por una madre indigna y una mujer incongruente.
—En realidad, aún no he tenido tiempo de hablar con ella... —añadí—, sucedió hace apenas unos días.
El que no decía nada era Georges, pero me daba cuenta de que no sabía cómo ayudarme.
La tensión se hizo palpable, sus amigos, sus primos parecían haber cambiado de cara. Todo el mundo me miró con desconfianza.
—No me apetece hacer de eso un drama —añadí para defenderme—. No quiero alimentar el comunitarismo. Y además, si ahora nos ponemos a tomar en serio los insultos de los recreos...
Sentí que mis argumentos causaban efecto. De todas maneras, los amigos de Georges estaban deseando darme la razón y cambiar de tema; de hecho, era hora de pasar al salón. Georges propuso que nos levantáramos. Entonces Déborah espetó:
—Si fueras judía de verdad, no te lo tomarías a la ligera.
Su frase rozó los demás rostros antes de estamparse contra el mío. A todo el mundo le sorprendió la violencia de su observación.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Georges—. Te ha dicho que su madre es judía. Su abuela es judía. Su familia murió en Auschwitz. ¿Qué más quieres? ¿Necesitas un certificado médico?
Pero Déborah no se echó atrás.
—Ah, sí. ¿Hablas del judaísmo en tus libros?
Yo no sabía qué contestar, me desestabilizó. Empecé a balbucear. Entonces Déborah me miró fijamente a los ojos y me dijo:
—En realidad, si lo he entendido bien, tú eres judía cuando te conviene.