Georges:
Las observaciones de Déborah me han herido, pero, si he de ser sincera, albergaban parte de verdad.
No me sentía cómoda yendo a celebrar el Pésaj a tu casa.
Y todo debido a un malentendido entre nosotros desde nuestra primera cena.
Te hablé de mi familia, de su destino. Naturalmente, tú pensaste que había crecido en una cultura que también es la tuya, y me comunicaste que ese hecho nos hacía sentirnos más cercanos. Yo no lo desmentí porque tenía ganas de que nos sintiéramos «más cercanos».
Pero no es la verdad.
Soy judía, pero no sé nada de esa cultura.
Tienes que entender que, después de la guerra, mi abuela Myriam se adhirió al Partido Comunista para proseguir así con el ideal revolucionario de sus padres cuando vivían en Rusia. Pensaba que sus hijos, sus nietos, nacerían en un mundo nuevo, sin relación con el mundo del pasado.
Mi abuela, la única superviviente de la guerra, no volvió a poner los pies en una sinagoga. Dios había muerto en los campos de la muerte.
A su vez, mis padres no nos educaron, ni a mis hermanas ni a mí, en el judaísmo. Los mitos fundamentales de mi infancia, de mi cultura, pertenecen esencialmente al socialismo laico y republicano, tal y como lo soñó toda una generación de jóvenes de finales del siglo XX. En eso, mis padres se parecen a mis abuelos, de los que te he hablado, a Ephraïm y Emma Rabinovitch.
Nací de unos padres que tenían veinte años en 1968 y para quienes aquel Mayo fue muy importante. Esa ha sido mi religión, por así decirlo.
Por esa razón nunca he entrado en una sinagoga. Para mis padres, la religión era el opio del pueblo. No celebrábamos el sabbat los viernes por la noche. Ni el Pésaj, ni el Kipur. Los grandes momentos de reuniones familiares eran la fiesta de L’Humanité, con los conciertos de Barbara Hendricks cantando «Le Temps des cerises» en la Place de la Bastille, y «la fiesta de los padres», una festividad que nos habíamos inventado nosotros, una versión no petenista y anticapitalista de la fiesta de las Madres. No conozco ningún texto bíblico, no conozco ningún rito, no he estudiado en el Talmud Torá. Por el contrario, mi padre me leía a veces fragmentos del Manifiesto del Partido Comunista por la noche, antes de dormirme. No sé leer en hebreo, pero me he leído todo Roland Barthes, porque cogía sus ensayos de la biblioteca de mis padres.
No conozco los cánticos del Kipur, pero sí toda la letra del «Canto de los partisanos». No íbamos a la sinagoga a oír al jazán en las fiestas, pero mis padres nos hacían escuchar a los Doors, y yo conocía todas sus canciones antes de cumplir los diez años. No me enseñaron que un pueblo había sido elegido para salir de Egipto, pero sí me explicaban que debería trabajar muy duro porque era mujer y no tendría ninguna herencia.
No conozco la vida del profeta Elías, pero sí las aventuras del Che y del subcomandante Marcos. Nunca oí hablar de Maimónides, pero mi padre me aconsejó que leyera a François Furet cuando estudié la Revolución francesa. Mi madre no hizo la Bar Mitzvá, pero sí el Mayo del 68.
Una educación así no proporcionaba armas para enfrentarse a la vida. Pero esa cultura, un poco romántica, esa leche con la que me alimentaron, no la cambiaría por ninguna otra. Mis padres me inculcaron los valores de igualdad entre los seres, creyeron realmente en el advenimiento de una utopía, de manera que nos formaron, a mis hermanas y a mí, para llegar a ser mujeres intelectualmente libres, en una sociedad donde la Cultura ilustrada acabaría, por su inteligible claridad, con toda clase de oscurantismo religioso. No lo consiguieron, claro. Pero lo intentaron. Lo intentaron de verdad. Y los admiro por eso.
Sin embargo.
Sin embargo, un elemento perturbador aparecía periódicamente para contradecir esa educación.
Ese elemento perturbador era una palabra, la palabra judío, esa palabra extraña que surgía de vez en cuando, a menudo en boca de mi madre, sin que yo entendiera de qué se trataba. Mi madre siempre evocaba esa palabra, esa noción, o, mejor dicho, esa historia secreta, inexplicada, a la que ella acudía siempre desordenadamente y que a mí me parecía brutal.
Me veía confrontada a una contradicción latente. Por una parte, con esa utopía que describían mis padres como un modelo de sociedad por construir, grabando en nosotras día tras día que la religión era una plaga que había que combatir por encima de todo. Y, por otra parte, agazapada en una región oscura de nuestra vida familiar estaba la existencia de una identidad oculta, de una ascendencia misteriosa, de una estirpe rara cuya razón de ser residía en el corazón de la religión. Éramos todos una gran familia, fuera cual fuera el color de nuestra piel, nuestro país de origen, todos nos hallábamos unidos, unos a otros, por nuestra humanidad. Pero en medio de ese discurso de las Luces que me enseñaban estaba esa palabra que reaparecía una y otra vez como un astro negro, como una constelación extraña revestida de un halo de misterio. Judío.
Y las ideas se enfrentaban dentro de mi cabeza. Cara, la lucha contra toda forma de herencia patrimonial. Cruz, la revelación de una herencia judaica transmitida por mi madre. Cara, la igualdad de los ciudadanos ante la ley. Cruz, el sentimiento de pertenencia a un pueblo elegido. Cara, el rechazo de todo lo «innato». Cruz, una afiliación designada en el momento del nacimiento. Cara, éramos seres universales, ciudadanos del mundo. Cruz, extraíamos nuestros orígenes de un mundo tan particular como encerrado en sí mismo. ¿Cómo aclararse? De lejos, las cosas enseñadas por mis padres me parecían claras. Pero de cerca ya no.
Olvidé meses, años enteros de mi existencia; olvidé las ciudades que visité, los acontecimientos que me sucedieron; olvidé las historias que la gente no suele olvidar, mis notas de bachillerato, el nombre de mis maestras de la escuela, y muchas cosas más. Y a pesar de esa memoria olvidadiza, puedo describir con precisión todas las veces que oí la palabra judío en mi infancia. Desde la primera: tenía yo seis años.
Septiembre de 1985
Durante la noche pintaron en la fachada de nuestra casa una cruz gamada. Por supuesto, yo no tengo ni idea de qué significa eso.
—No es nada —dice mi madre.
Pero la noto afectada.
Lélia intenta borrar la cruz con una esponja y lejía, pero la pintura negra no se va, el tinte es denso y se ha quedado agarrado.
La semana siguiente vuelven a hacer una pintada en la casa. Esta vez, un círculo tachado que parece una diana. Mis padres pronuncian unas palabras que yo nunca había escuchado antes, esa palabra judío que me sorprende como una bofetada, ese término que viene por primera vez a irrumpir en mi vida. También oigo la palabra gud, cuya sonoridad, onomatopeya cómica, deja huella en mi mente infantil.
—Bueno, tranquila, no hay que darle ninguna importancia, olvídalo. Esos dibujos no tienen nada que ver con nosotros —me dice mi madre.
Entiendo, a pesar de las palabras tranquilizadoras, que Lélia se siente amenazada por «algo», y que ese «algo», el antisemitismo, existe en un mundo contiguo al mío, un círculo de espacio y tiempo que gira alrededor de mi planeta de niña.
Enero de 1986
Cuando habla mi madre, las palabras vuelan por encima de mi cabeza como insectos que zumban junto a mis oídos. Entre ellas, hay una que vuelve siempre en sus conversaciones, una que nunca se pronuncia como las demás, con una sonoridad particular: una palabra que me da miedo y me excita al mismo tiempo. Mi repulsión natural al escucharla se ve contradicha por los escalofríos de mi cuerpo en cuanto aparece, porque he entendido que esa palabra tiene que ver conmigo, sí, me siento «designada» por ella.
En el patio de recreo, con los demás niños, ya no me gusta jugar al escondite porque siento el doloroso miedo de que me descubran —el miedo de la presa—. A una de las cuidadoras que me pregunta por qué lloro, le contesto: «En mi familia somos judíos». Recuerdo su mirada de asombro en ese momento.
Otoño de 1986
Estoy en clase con mis compañeros de siete años. Van casi todos a catequesis y se reúnen los miércoles por la tarde para hacer actividades.
—Mamá, querría apuntarme al catecismo.
—No puede ser —contesta Lélia, irritada.
—Pero ¿por qué?
—Porque somos judíos.
No sé qué quiere decir con eso, pero me doy cuenta de que más vale no insistir. De repente me avergüenzo de mis deseos, siento vergüenza de haber querido asistir a la catequesis; y todo porque las niñas llevan bonitos vestiditos blancos los domingos delante de la iglesia.
Marzo de 1987
En los azucarados envoltorios de los chicles Malabar viene una calcomanía. Hay que retirar el papel protector, ponerlo bajo el agua y luego esperar a que se pegue la imagen en la piel. Me pongo una en el interior de la muñeca.
—Quítate ese tatuaje inmediatamente —me dice Lélia.
—Quiero dejármelo, mamá.
—La abuela se enfadaría muchísimo si viera lo que te has hecho.
—Pero ¿por qué?
—Porque los judíos no se hacen tatuajes.
Otro misterio. Sin más explicaciones.
Principios del verano de 1987
Por primera vez, la televisión francesa emite Shoah, de Claude Lanzmann. Por la noche, cuatro días seguidos. Siento perfectamente, a pesar de tener solo ocho años, que se trata de un acontecimiento muy importante. Mis padres deciden grabar las emisiones televisadas gracias al reproductor de vídeo comprado el año anterior para ver la Copa del Mundo de fútbol.
Las cintas de Shoah están guardadas aparte, no las mezclan con las otras VHS. Mi hermana mayor ha dibujado una estrella de David en el lomo de cada estuche, con signos de exclamación en rojo y esta orden en letra grande: NO BORRAR. Esas cintas me dan miedo, me alegro de que estén guardadas aparte.
Mi madre las ve durante horas y horas. Y nadie puede molestarla.
Diciembre de 1987
Acabo por preguntar a mi madre:
—Mamá, ¿qué quiere decir «ser judío»?
Lélia no sabe qué responder realmente. Se lo piensa. Luego va a buscar un libro a su despacho. Lo pone en el suelo, encima de la alfombra de gruesa lana blanca que suelta pelusa por los bordes.
Frente a esas fotografías en blanco y negro, esas imágenes de cuerpos descarnados en pijama de rayas, de alambradas bajo la nieve, de cadáveres amontonados unos sobre otros y de montañas de ropa, de gafas y de zapatos, mis ocho años no bastan para lograr organizar una resistencia mental. Me siento físicamente agredida, herida por ellas.
—Si hubiéramos nacido en esa época, nos habrían transformado en botones —dice de repente Lélia.
Las palabras contenidas en esa frase, «nos habrían transformado en botones», conforman una idea demasiado extraña que me devasta.
Ese día, las palabras queman la piel de mi cerebro. Es un lugar donde ya nada crecerá, un ángulo muerto del pensamiento.
¿Se equivocó mi madre aquel día utilizando el término botón? ¿O fui yo la que lo confundí con jabón? Las experiencias efectuadas con los restos humanos de los judíos tenían como finalidad fabricar, a partir de la grasa, jabones, y no «botones».
Sin embargo, esa es la palabra que se me ha quedado grabada en la cabeza para siempre. Odio coser botones, por la más que desagradable idea de que puedo estar cosiendo a uno de mis antepasados.
Junio de 1989
Es el año del bicentenario de la Revolución francesa. Mi escuela organiza un espectáculo sobre el año 1789. Se distribuyen los papeles. Me escogen para hacer de la reina María Antonieta y el chico elegido para hacer de Luis XVI se llama Samuel Lévy.
El día del espectáculo, mi madre y el padre de Samuel charlan entre sí. Lélia hace un comentario irónico sobre la elección de los actores para interpretar a las cabezas coronadas, destinadas a la decapitación. De nuevo, esa palabra judío que llega a mis oídos con la espantosa frialdad de una guillotina. Siento una emoción confusa, el orgullo de ser diferente, mezclado con una amenaza de muerte.
Ese mismo año 1989
Mis padres compran Maus I. Mi padre sangra la historia y luego, más adelante, Maus II. Y aquí comenzaron mis problemas. Miro las cubiertas de esos cómics como espejos terroríficos que están pidiendo a gritos que los atraviesen. Dudo. Tengo diez años y siento que, si me adentro en esos cómics, me arriesgo a emprender un viaje que podría transformarme para siempre. Acabo por abrirlos. Las páginas de Maus se pegan a mis dedos, el papel se incrusta en la carne de mis manos, ya no puedo soltarlo. Los personajes en blanco y negro vienen a depositarse en mí, a tapizar los tabiques de mis pulmones, me arden las orejas. Por la noche me cuesta dormirme, miro proyectada en las paredes de mi cerebro la danza macabra de los gatos y de los cerdos corriendo tras los ratones, linternas mágicas horripilantes. Unas presencias descoloridas se sientan a mi alrededor hasta en la cama, formas que llevan pijamas de rayas. Es el principio de las pesadillas.
Octubre de 1989
Tengo diez años. Veo con mi madre Sexo, mentiras y cintas de vídeo, la película de Soderbergh que acaba de obtener la Palma de Oro en Cannes, en nuestro pequeño cine de barrio. El cajero de la sala, que también es el acomodador y el proyeccionista, me deja entrar a pesar de mi corta edad.
La película gira en torno a una palabra que no entiendo. De vuelta a casa, ya sola en mi cuarto, abro el diccionario. Masturbación. Decido poner en práctica la definición, tumbada en la moqueta, con el diccionario abierto a mi lado. Se abre todo un mundo. Un mundo desconocido y poderoso.
Los días siguientes entiendo por las reacciones de los adultos que no debería haber ido a ver esa película que, sin embargo, me ha encantado. La cuidadora del comedor escolar, con la que me entiendo bien, no quiere creerme. Me trata de mentirosa y dice que deje de contar que mi madre me ha llevado a ver esa película. Entonces comprendo que hay dos cosas que preocupan a los adultos, dos temas que ocultan a los niños: la sexualidad y los campos de concentración.
Las imágenes de Sexo, mentiras y cintas de vídeo se superponen a las de Maus. Poco a poco voy prohibiéndome el placer, a causa del sufrimiento que han padecido los ratones, a causa del pueblo judío al que siento que pertenezco, pero sin saber muy bien por qué.
Noviembre de 1990
Estoy en sexto de primaria; la mejor en dictado, gramática y sobre todo en redacción. Soy la primera de la clase, la preferida. Nuestra profesora de francés es una mujer larguirucha, flaca y gris, siempre vestida con faldas de lana. En vacaciones de Todos los Santos nos pide que hagamos nuestro árbol genealógico. No pondrá nota a esos trabajos hechos en casa, pero tendremos que exponerlos en clase al volver.
Los apellidos por parte de mi madre son complicados de escribir, hay demasiadas consonantes para pocas vocales, y la profesora de francés no se siente muy cómoda con esa ciudad de Auschwitz que aparece en mi árbol en varias ocasiones.
Desde ese día noto que algo ha cambiado. Ya no soy la preferida en absoluto. Sin embargo, redoblo los esfuerzos, mis notas son mejores aún, pero no hay nada que hacer. La ternura y el afecto se han visto sustituidos por una especie de desconfianza.
Y esa impresión de estar nadando en aguas turbias, de verme asociada a tiempos oscuros.
Abril de 1993
Esa primavera gano el cuarto premio del Concurso Nacional de la Resistencia y la Deportación, abierto a todos los escolares de Francia. Desde hace unos meses, leo todo lo que hay en los libros de historia sobre la Segunda Guerra Mundial. Mi padre me acompaña a la entrega de premios que tiene lugar en el Hôtel de Lassay, en medio del dorado esplendor de la República. Me siento feliz con él a mi lado. En los discursos se alude a menudo a los «judíos», y de nuevo me invade ese sentimiento de orgullo mezclado con el miedo de pertenecer a un grupo cuya historia es objeto de estudio en los libros. Me gustaría decir a los asistentes que soy judía, como valor añadido al premio que acabo de recibir. Pero algo me lo impide. Me siento incómoda.
Primavera de 1994
Cojo el RER todos los sábados para ir con mis amigas al rastro de la Porte de Clignancourt. Nos compramos camisetas de Bob Marley y bolsos de cuero que huelen a vaca. Una tarde vuelvo con una estrella de David colgada al cuello. Mi madre no dice nada. Mi padre tampoco. Pero entiendo por sus miradas que no aprecian que lleve puesta esa joya. No intercambiamos ni una palabra. La guardo en una caja.
Otoño de 1995
Todas las clases de mi curso están reunidas en el gimnasio para un torneo de balonmano. Cuatro o cinco chicas explican al profesor de deporte que no participarán porque «es el Kipur». Las envidio y me veo excluida de un mundo que debería ser el mío. Me siento herida por tener que jugar con los «no judíos» en la cancha de balonmano.
Ese día, al volver a casa, estoy triste. Tengo la impresión de que lo único a lo que de verdad pertenezco es el dolor de mi madre. Esa es mi comunidad. Una comunidad constituida por dos personas vivas y varios millones de muertos.
Verano de 1998
Al final de mi último año de bachillerato voy a ver a mis padres, que se han ido un semestre a Estados Unidos. A mi padre le han nombrado «profesor invitado» en el campus de la universidad de Mineápolis. Cuando llego, el ambiente no es muy halagüeño: desde su llegada a tierras americanas, Lélia ha sufrido verdaderas angustias, «crisis» extrañas.
—Es porque pienso en los miembros de mi familia que no pudieron venir a refugiarse a Estados Unidos. En estos momentos siempre me siento culpable por haber sobrevivido. Por eso estoy tan mal.
Me sorprende mucho que mi madre nos hable de «su familia» como si nosotras, sus propias hijas, fuéramos, de pronto, unas extrañas.
También me asombra ese resurgimiento en el presente de una vivencia pasada, que además resulta bastante desconcertante —mi madre parece confundir de repente los vínculos genealógicos, las identidades de cada uno...—. Por suerte, de vuelta en Francia las crisis desaparecen y todo vuelve a la normalidad.
Al final de aquel verano me fui de casa de mis padres y empecé a vivir mi vida.
Preparé el ingreso a la universidad en el instituto donde estudiaron mi abuela Myriam y su hermana setenta años antes que yo —sin saberlo—. No aprobé la selectividad, pasé diez años de sufrimiento que concluyeron cuando empecé a escribir, me enamoré y tuve un hijo.
Todo eso me absorbió mucha energía, se apoderó de mí por completo.
Y al final del camino me encuentro contigo, Georges.
No puedes imaginar hasta qué punto me ha parecido preciosa esa fiesta del Pésaj. ¿Cómo podía echar tanto de menos algo que no conocía? Sentí que mis antepasados me rozaban con los dedos, ¿sabes?... Georges, está amaneciendo. He escrito este e-mail que leerás al despertarte. No me arrepiento de esta noche en blanco, porque tengo la impresión de haberla pasado a tu lado.
En unos minutos voy a entrar en el cuarto de Clara para despertarla. Y voy a decirle: «El desayuno está listo. Date prisa, cariño, tengo una pregunta importante que hacerte».