—Como en las novelas rusas —dijo mi madre—, todo empezó con una historia de amor truncada. Ephraïm Rabinovitch amaba a Anna Gavronski, cuya madre, Liba Gavronski, de soltera Yankélevich, era una prima hermana de la familia. Pero esa pasión no era del gusto de los Gavronski... 

Lélia me miró y se dio cuenta de que no estaba entendiendo nada de lo que me contaba. Con el pitillo aprisionado en la comisura de los labios y el ojo medio cerrado por el humo, empezó a rebuscar en sus archivos. 

—Bien, voy a leerte esta carta, te ayudará a comprender... Está escrita por la hermana mayor de Ephraïm, en 1918, en Moscú: 

 

Querida Véra: 

 

Mis padres tienen muchos problemas. ¿Has oído hablar de la historia entre Ephraïm y nuestra prima Aniuta? Si no, solo puedo contártelo si me prometes guardar el secreto, aunque, según parece, algunos de los nuestros ya están al corriente. An y nuestro Fedia (que acaba de cumplir veinticuatro años hace dos días) se enamoraron en un abrir y cerrar de ojos. Los nuestros sufrieron mucho al enterarse, estaban como locos. La tía no sabe nada, sería una catástrofe si se enterase. Se cruzan con ella a todas horas y eso los atormenta mucho. Nuestro Ephraïm está muy enamorado de Aniuta. Pero te confieso que no estoy nada convencida de los sentimientos de ella. Estas son las noticias de por aquí. Empiezo a estar hasta la coronilla de esta historia. Bueno, querida, tengo que acabar. Voy a enviar la carta en persona, para asegurarme de que te llegue bien... 

 

Un tierno abrazo, 

SARA 

 

—Si he entendido bien, ¿Ephraïm tuvo que renunciar a su primer amor? 

—Y para ello se le busca enseguida otra novia, que será, pues, Emma Wolf. 

—El segundo nombre de la postal... 

—Exacto. 

—¿También era una pariente lejana? 

—No, en absoluto. Emma venía de Lodz. Era la hija de un gran industrial que poseía varias fábricas textiles, Maurice Wolf, y su madre se llamaba Rebecca Trotski. Pero no tenía nada que ver con el revolucionario. 

—Dime, ¿cómo se conocieron Ephraïm y Emma? Porque Lodz está por lo menos a mil kilómetros de Moscú. 

—¡Mucho más de mil kilómetros! O bien las familias acudieron a la shadjanit de la sinagoga, es decir, a la casamentera; o bien la familia de Ephraïm era la kest-eltern de Emma. 

—¿La qué? 

—La kest-eltern. Es yidis. Cómo explicarte... ¿Te acuerdas de la lengua inuktitut? 

Cuando yo era una niña, Lélia me enseñó que los esquimales tienen cincuenta y dos palabras para designar la nieve. Se dice qanik para la nieve cuando está cayendo, aputi para la nieve que ha caído ya, y aniu para la nieve con los que puede hacerse agua... 

—Pues bien, en yidis —añadió mi madre— existen distintos términos para decir «la familia». Se usa una palabra para «la familia» propiamente dicha, otra para «la familia política», otra más para «quienes se consideran como de la familia» aunque no haya lazo de parentesco. Y existe un término casi intraducible, que sería algo así como «la familia adoptiva», di kest-eltern, que podría traducirse como «la familia de acogida», pues era una tradición cuando los padres mandaban a un hijo lejos a cursar estudios superiores, buscar a una familia que se encargara de su alojamiento y su manutención. 

—Así que la familia Rabinovitch era la kest-eltern de Emma. 

—Eso es... Pero no te preocupes, escucha y al final acabarás atando todos los cabos... 

 

Siendo muy joven aún, Ephraïm Rabinovitch rompe con la religión de sus padres. De adolescente se afilia al Partido Socialista Revolucionario y declara a sus padres que no cree en Dios. Como provocación, hace todo lo que les está prohibido a los judíos en Yom Kipur: fuma cigarrillos, se afeita, bebe y come. 

En 1919, Ephraïm tiene veinticinco años. Es un joven moderno, esbelto, de rasgos finos. Si su piel no fuera tan mate y su bigote tan negro, podría pasar por un ruso auténtico. El brillante ingeniero acaba de terminar la carrera, después de escapar por los pelos al numerus clausus que limitaba a un tres por ciento la cuota de judíos admitidos en la universidad. Desea participar en la gran aventura del progreso, tiene grandes ambiciones para su país y para su pueblo, el pueblo ruso, al que quiere acompañar en su Revolución. 

Para Ephraïm ser judío no quiere decir nada. Se define ante todo como socialista. De hecho, vive en Moscú como un moscovita. Acepta casarse en la sinagoga solo porque es importante para su futura esposa. Pero previene a Emma: 

—No viviremos según la religión judía. 

La tradición exige que el novio, el día de la boda, al final de la ceremonia rompa una copa con el pie derecho. Ese gesto recuerda la destrucción del templo de Jerusalén. A continuación, puede pedir un deseo. Ephraïm pide no volver a acordarse de su prima Aniuta. Pero al contemplar los pedazos del vaso desperdigados por el suelo le parece que es su corazón el que yace ahí, hecho añicos.