—Clara, cariño, tu abuela me ha contado que le has hablado de un problema. 

—No. No tengo ningún problema, mamá. 

—Sí, le dijiste... que te parecía que no les gustaban mucho... 

—¿Mucho qué, mamá? 

Clara había entendido, pero tuve que insistir. 

—¡Sí! Dijiste a la abuela que en la escuela no gustan mucho los judíos. 

—¡Ah, sí! ¡Es verdad! No es nada serio, mamá. 

—Tienes que contármelo. 

—Vale, no te pongas nerviosa. Con mis amigos del fútbol, en el recreo, estábamos hablando del paraíso, de la vida después de la muerte, y entonces cada uno dijo su religión, y yo dije que era judía, porque te había oído decirlo, ¿sabes?, entonces mi amigo Assan me contestó: «Es una pena, ya no te escogeré para mi equipo». «¿Por qué?», le pregunté. «Porque en mi familia no nos gustan mucho los judíos». «Ah, bueno». Estaba decepcionada, mamá, porque Assan es el mejor en fútbol y siempre ganamos con él en el recreo. Así que pensé un poco y le pregunté: «¿De qué país eres tú?». «Mis padres son de Marruecos». Esperaba de verdad que me contestara eso y ya tenía la respuesta preparada: «No te preocupes, Assan», le dije, no hay problema. «¿Sabes qué?, tus padres están equivocados. A los marroquíes les caen muy bien los judíos». «¿Y tú qué sabes?». «Porque mi madre y yo fuimos allí, a un hotel, de vacaciones. Y fueron muy amables con nosotras. Eso prueba que les gustan los judíos». «Ah, vale», me contestó Assan. «Entonces, está bien, puedes jugar en mi equipo». 

—Y después..., ¿volvisteis a sacar el tema? 

—No. Después seguimos jugando en el recreo como antes. 

Yo estaba orgullosa de mi hija, y de la reacción del otro niño, tan simple, tan lógica, besé su amplia e inteligente frente, que podía borrar en un instante la estupidez del mundo entero. Asunto concluido. Y, una vez tranquilizada, la llevé a la escuela. 

 

—Lo siento —me dijo Georges al teléfono—, por todo lo que me has escrito, por todo lo que me has contado, tienes que notificarlo al director de la escuela, no puedes tolerar comentarios antisemitas en una escuela pública... 

—¡No son comentarios antisemitas, sino unas palabras tontas de un niño que no sabe lo que dice! 

—Precisamente, alguien tiene que explicárselo. Y ese alguien es la escuela laica y republicana. 

—Su madre es limpiadora. No voy a ir a ver al director para denunciar al hijo de una limpiadora. 

—¿Por qué no? 

—Sería socialmente un poco violento que lo denunciara, ¿no te parece? 

—Si fuera el hijo de un «francés como Dios manda» el que hubiera dicho a Clara: «En mi familia no nos gustan mucho los judíos», ¿irías a hablar con el director? 

—Sí, probablemente. Pero no es lo que ha sucedido. 

—¿Te das cuenta, y no quiero ofenderte, de la condescendencia de tu reacción? 

—Sí, me doy cuenta. Y la asumo. Prefiero eso a la vergüenza que sentiría al perjudicar a una mujer que viene de la emigración. 

—¿Y tú de dónde vienes? 

—Ok, muy bien... Georges, tú ganas. Voy a enviar un e-mail al director de Clara para pedirle una cita. 

Antes de colgar, Georges me dijo que reservara el fin de semana de mi cumpleaños. 

—Es dentro de dos meses —le dije. 

—Por eso, me imagino que estás libre. Me gustaría que hiciéramos un viaje juntos. 

 

Me pasé el día pensando cómo presentaría el asunto al director. Quería preparar bien la conversación mentalmente, para no dejarme llevar por la emoción. Y no dejarme desestabilizar por sus preguntas. 

«He venido a notificarle una conversación que ha tenido lugar en el patio del recreo entre mi hija y otro alumno de la escuela. Entienda que no quiero dar a este acontecimiento más importancia que la que tiene...». 

«La escucho...». 

«Y también desearía que esto quedara entre usted y yo. No quiero hablar de ello con la maestra». 

«Muy bien». 

«Bueno, el caso es que un niño le ha dicho a mi hija que en su familia no les gustaban mucho los judíos». 

«¿Perdón?». 

«Sí..., era una conversación entre niños... sobre religión..., que ha desembocado en esa frase absurda. Y digamos que esa observación ha perturbado ligeramente a mi hija. Tampoco demasiado, a decir verdad. Tengo la impresión de que nos molesta más a nosotros, a los adultos». 

«¿Quién es el alumno en cuestión?». 

«No, lo siento, querría preservar el anonimato del niño». 

«Escuche, necesito saber lo que sucede en mi centro». 

«Sí, por eso he venido a verlo, pero no quiero denunciar a nadie». 

«Quiero que la maestra de Clara hable a los niños de los valores de la escuela laica...». 

«Escuche, señor, entiendo su reacción. Pero...». 

Todo se magnificaba, yo ya no podía controlar nada. Las consecuencias para mi hija serían más graves aún, tendría que cambiarla de escuela... y ya veía los reportajes, a los periodistas tendiendo el micrófono: «¿Piensa usted que hay un problema de antisemitismo en este centro?», las camionetas de los canales informativos de veinticuatro horas apareciendo en masa por la calle... 

Me imaginé, pues, lo peor, hasta la hora de la cita. 

En la entrada de la escuela me quedé mirando los dibujos pegados en los paneles, las pelotas de plástico abandonadas en los rincones, las colchonetas azul petróleo, las paredes de colores chillones..., hasta que una mujer acudió a buscarme para llevarme al despacho del director. Al pasar por delante de las ventanas acristaladas del comedor donde se apilaban los vasos de duralex a la espera de la hora de la comida recordé que nosotros leíamos nuestra edad en el fondo de los vasos. 

Cuando el director me abrió la puerta le estreché la mano... La escena resultaba bastante irreal. Sin embargo, su despacho era tal como me lo había imaginado. Un corcho con horarios sujetos con chinchetas y un calendario de todo el curso. Unas postales que evocaban viajes lejanos. Una estantería con dosieres y, en su mesa, un vaso lleno de clips. 

El director se instaló en su sillón con ruedas, y me sonrió con unos dientecillos planos y separados que me hicieron pensar en los de un hipopótamo. 

Me armé de valor, inspiré profundamente y le presenté la situación. El director me escuchó con la cabeza ligeramente inclinada hacia delante, su rostro estaba tranquilo y casi inmóvil. De vez en cuando guiñaba los ojos. 

—No quiero hacer de esto un escándalo —le dije—, entiéndame. Simplemente quiero notificarle el incidente que ha tenido lugar en el patio del recreo de su escuela. 

OK —me contestó—, queda anotado. 

—... No quiero hablar de ello con la maestra, ni con los padres de los alumnos... 

—Entendido. No se lo contaré. ¿Algo más? 

—Pues... no... 

—Muy bien, muchas gracias. 

Estaba tan turbada que me quedé un instante mirándolo, sin moverme. 

—¿Tiene algo más que decirme? —me preguntó, inquieto, al ver que no me levantaba de la silla. 

—No —le respondí sin mover un dedo—. Y usted, ¿no tiene nada más que decirme? 

—No. 

Nos quedamos así, frente a frente, durante unos segundos interminables, en silencio. 

—Entonces le deseo que pase buen día —dijo el director dirigiéndose hacia la puerta para darme a entender claramente que nuestra conversación había concluido. 

Salí de su despacho muy agitada. Encendí el teléfono móvil: en total habían transcurrido seis minutos. 

No tuve que insistir mucho para que se tratara el tema con discreción. 

No tuve que convencerle de que no hablara con los niños. 

 

—Sencillamente, le has hecho un favor diciéndole que no deseabas dar publicidad al asunto —me dijo mi madre. 

—Sí, me di cuenta —le contesté—, un poco tarde, y de golpe. 

—Pero ¿qué te esperabas? 

—No sé... Pensaba que se sentiría... concernido.