—¿Pensabas que el director se sentiría «concernido»? 

La risa de Gérard Rambert resonó en toda la sala del restaurante chino, una carcajada atronadora, de esas que hacen que los clientes de las mesas contiguas se vuelvan. 

Gérard vive entre París y Moscú. Comemos juntos cada diez días, según sus viajes, siempre en el mismo restaurante chino, equidistante de su apartamento y el mío; siempre nos sentamos en el mismo sitio y tomamos el menú del día. Cuando se acerca el verano, escogemos un suplemento, yo un postre y él una jarra de cerveza, de la que solo bebe unos sorbos. 

Gérard es un hombre alto, con una piel muy bonita, recia, y siempre muy bien afeitada. Habla en voz alta, huele bien y siempre se muestra alegre, aunque a veces no tenga razones para ello. Gérard me recuerda al típico romano perdido por París; sí, Gérard podría ser italiano, con sus trajes a medida, sus jerséis color violeta y sus calcetines de la Casa Gammarelli, donde se visten los cardenales del Vaticano. 

Nunca te aburres con Gérard. 

Eso es lo que piensan las escasas personas que tienen la suerte de frecuentarle. 

—¿Sabes?, estoy en buena compañía cuando estoy conmigo mismo, a solas. 

 

Ese día le conté toda la historia, la cita en la escuela, la reacción del director. 

—¡No me digas que te extraña que el director de la escuela no se sienta concernido! Perdona que me parta de risa, si no, podría echarme a llorar. Y tú no tienes ganas de que me eche a llorar, ¿verdad? Entonces deja que me ría de ti. Feygele. Eres un pajarillo; te diré por qué eres un pajarillo, pero antes, por favor, dame a probar tus nems y abre bien los oídos. ¿Me estás escuchando? ¡Son deliciosos! Voy a pedir otros para mí. ¿Señorita? ¡Lo mismo que esta joven! Bueno, ¿me vas a escuchar? 

—Sí, Gérard, te lo prometo. 

—Estoy a punto de cumplir ocho años. Tengo un profesor de gimnasia en la escuela que me dice: «Gérard Rosenberg, es usted el digno representante de una raza mercantil». 

»Estamos a principios de los años sesenta, Dalida canta “Itsy bitsy pequeño biquini”, y, y, y Francia sigue igual de antisemita, ¿entiendes? El profesor en cuestión, como todos los franceses de esa época, conoce la existencia de las cámaras de gas. Las cenizas aún están calientes. Pero me dice: “Es usted el digno representante de una raza mercantil”. Es una frase que no comprendí inmediatamente. Me dirás, es normal, tengo ocho años, no capto el sentido de cada palabra, ¿verdad? Pero la frase se queda grabada en mi cabeza, como en un disco duro. Y he vuelto a pensar en ella con frecuencia. ¿Quieres que te cuente cómo sigue la historia? 

—¡Por supuesto, Gérard! 

—Dos años más tarde, cuando cumplo los diez, estamos en 1963 y mi padre decide cambiar de apellido por decreto en Consejo de Estado. Sí, vamos a «cambiar de patronímico». ¿Por qué? Porque mi padre quería que mi hermano mayor, que entonces tenía quince años solamente, llegara algún día a ser médico. Y había oído que había mucho antisemitismo en la facultad de Medicina. Mi padre tenía miedo de que volviera el numerus clausus, lo que habría perjudicado los estudios de mi hermano. ¿Sabes lo que es el numerus clausus

—Sí, sí..., en Rusia..., las Leyes de Mayo..., pero también las leyes de Vichy en Francia, solo un pequeño porcentaje de judíos tenía derecho a ir a la facultad... 

—¡Eso es! ¡Así que sí sabes lo que es! La gente no quería que los «invadiéramos». La misma vieja historia de siempre que en realidad es también una historia muy nueva. Verás. Bueno. Mi padre decide, pues, de un día para otro, que toda la familia pasará de Rosenberg a Rambert. ¡No puedes imaginar lo enfadado que estaba yo! 

—¿Por qué? 

—¡Porque yo no quería cambiar de apellido! ¡Y mis padres decidieron también cambiarme de escuela! Cambiar de apellido, cambiar de escuela, es muy fuerte, ¿sabes?, sobre todo para un chaval de diez años. No estaba contento, no estaba nada nada contento. Monto un número, prometo a mis padres que recuperaré mi verdadero apellido en cuanto cumpla los dieciocho años. Llega el día de la vuelta a clase. El director pasa lista. «¡Rambert!». Yo no contesto porque no estoy acostumbrado. «¡Rambert!». Silencio. Me digo que el tal Rambert debería contestar cuanto antes, porque el director no parece un tipo fácil. «¡RAM-BERT!». ¡Mierda! De repente me acuerdo de que el Rambert de marras soy yo. Entonces respondo, sorprendido: «¡Presente!». Y por supuesto los chicos se ríen, normal. El director piensa que lo he hecho adrede, que hago el payaso, que quiero llamar la atención, ¡esas tonterías! Ni que decir tiene que en ese momento yo estoy muy descontento. Mucho. Muy muy des-con-ten-to. Pero poco a poco me doy cuenta de que en el patio llamarse Gérard «Rambert» no tiene nada que ver, de hecho, con llamarse Gérard «Rosenberg». ¿Y quieres saber cuál es la diferencia? Que ya no oía a diario «sucio judío» en la escuela. La diferencia es que ya no oía frases del tipo «Qué lástima que Hitler no acabara con tus padres». Y en mi nueva escuela, con mi nuevo apellido, descubro que es muy agradable que me dejen en paz. 

—Dime, Gérard, ¿y qué hiciste finalmente a los dieciocho años? 

—¿Cómo que qué hice? 

—Acabas de decirme: «Prometo a mis padres que recuperaré mi verdadero apellido en cuanto cumpla los dieciocho años». 

—Ese día, si alguien me hubiera preguntado: «Gérard, ¿quieres volver a ser Gérard Rosenberg?», habría contestado: «Por nada del mundo». Ahora, querida, acábate los nems, por favor; no has comido nada. 

—Yo también tengo un apellido francés, francés puro. Y tu historia me hace pensar que... 

—¿Qué? 

—Que en el fondo yo también me siento más tranquila con que «no se note». 

—Está claro. ¡Podrías pasar por católica! ¿Sabes?, te confesaré algo... Cuando me dijiste, y nos conocíamos desde hacía diez años, que eras judía..., ¡me quedé boquiabierto! 

—¿En serio? 

—¡Te lo aseguro! Antes de que me lo dijeras, si alguien me hubiera comentado: «¿Sabes que la madre de Anne es askenazí?», habría contestado: «¿Te burlas de mí? ¡No me tomes el pelo!». ¡Tienes el físico de la «mujer francesa» de los pies a la cabeza! ¡Una auténtica goi! ¡Una shiksa

—¿Sabes, Gérard?, en mi vida siempre me ha costado mucho pronunciar la frase «Soy judía». No me sentía autorizada para decirla. Y, bueno..., es extraño..., es como si hubiera heredado los miedos de mi abuela. En cierta forma, la parte judía oculta en mí se sentía protegida por la parte goi que la recubre para volverla invisible. No levanto sospechas. Soy el sueño realizado de mi bisabuelo Ephraïm, tengo el rostro de Francia. 

—Lo que eres es una pesadilla antisemita —dijo Gérard. 

—¿Por qué? —le pregunté. 

—Porque hasta tú lo eres —concluyó soltando una carcajada.