Jésus me previno de que me contestaría, pero no antes de quince días. Tenía que pensar en otra cosa mientras tanto, avanzar en mi trabajo, hacer la compra, ir a buscar a mi hija a la escuela, a judo, cocinar crepes y poner meriendas en los táperes correspondientes, comer con Georges e interesarme por Gérard, que se había marchado de nuevo a Moscú. Y, sobre todo, no mostrarme impaciente.
Sin embargo, todo me recordaba constantemente la postal. Volví a pensar en esa mujer, Nathalie Zajde, que conocí en casa de Georges, autora de un libro que él me había regalado. En su obra hablaba de los libros yizkor, esos «libros compilados tras la Segunda Guerra Mundial, llenos de recuerdos de la gente que se fue antes de que estallara la guerra y de testimonios de quienes no se marcharon, con el fin de conservar vestigios de las comunidades». Pensé en Noémie, en las novelas que llevaba dentro y que nunca se escribirían. Luego pensé en todos los libros muertos, con sus autores, en las cámaras de gas.
Tras la guerra, en las familias judías ortodoxas, las mujeres tuvieron como misión engendrar todos los hijos que pudieran con el fin de repoblar la tierra. Me parecía que con los libros sucedía lo mismo. Esa idea inconsciente de que debemos escribir todos los libros posibles para llenar las bibliotecas vacías de los libros que no pudieron ver la luz. No solo los que se quemaron durante la guerra. Sobre todo, los de los autores que murieron antes de poder escribirlos.
Pensé en las dos hijas de Irène Némirovski que, ya adultas, encontraron el manuscrito de Suite francesa bajo un montón de ropa en el fondo de un baúl. ¿Cuántos libros olvidados, escondidos en maletas o en armarios?
Salí para ir a caminar al Jardin du Luxembourg, me instalé en una de las sillas metálicas aprovechando el melancólico encanto de ese jardín que los Rabinovitch habían cruzado decenas de veces en otro tiempo.
De repente noté un olor a madreselva tras la lluvia; me dirigí hacia el Théâtre de l’Odéon como aquel día en que Myriam, después de ponerse cinco bragas, unas encima de otras, salió a cruzar toda Francia en el maletero de un coche. Los carteles no eran de una obra de Courteline, sino de Ibsen, Un enemigo del pueblo, con una puesta en escena de Jean-François Sivadier. Bajé por la rue de l’Odéon y las escaleras de la pequeña rue Dupuytren que desembocan en la rue de l’École-de-Médecine. Caminé por delante del número 21 de la rue Hautefeuille con su torrecilla octogonal, donde Myriam y Noémie Rabinovitch pasaron horas soñando con sus vidas, en casa de Colette Grés. Intenté oír las voces de esas chiquillas judías de antaño. Unos metros más allá, en la calle, un letrero histórico mencionaba: «El terreno delimitado por la rue Hautefeuille, entre los números 15 y 21, la rue de l’École-de-Médecine, la rue Pierre-Sarrazin y la rue de la Harpe fue en la Edad Media, hasta el año 1310, un cementerio judío». Los compartimentos del tiempo se comunicaban constantemente.
Crucé las calles de París con la impresión de estar deambulando, aturdida, por una casa demasiado grande para mí. Proseguí mi camino hacia el Lycée Fénelon. Allí estudié los dos años previos a la carrera de Letras.
Hoy, como hace veinte años, abandonaba la luz de la rue Suger para adentrarme en la penumbra y la frescura del vestíbulo. Esos veinte años habían pasado muy rápido. Entonces no sabía que Myriam y Noémie habían sido alumnas del mismo instituto; no obstante, algo en mí me decía que tenía que estudiar ahí y en ningún otro sitio. «Me interpela de una manera que los demás no pueden entender», escribió Louise Bourgeois refiriéndose a sus años en el Fénelon. También escribió esta otra frase que llevaba yo dentro: «Si no podéis decidiros a abandonar el pasado, entonces debéis recrearlo». Sentí, al cruzar el gran porche de madera, que Myriam y Noémie estaban más cerca que nunca de mí. Habíamos sentido las mismas emociones, los mismos deseos de jovencitas, en ese mismo patio de recreo. El reloj de madera oscura, con sus dos agujas talladas en forma de tijeras, los viejos castaños de troncos moteados del patio, las rampas de la escalera en hierro forjado eran los mismos en mis pupilas que en las suyas. Subí para contemplar el patio desde los corredores del primer piso; me pareció que la guerra seguía allí presente, por todas partes, en el espíritu de quienes la habían vivido, de los que no participaron en ella, de los hijos de quienes habían combatido, de los nietos de quienes no hicieron nada y que habrían podido hacer más. La guerra seguía guiando nuestras acciones, nuestros destinos, nuestras amistades y nuestros amores. Todo nos devolvía, siempre, a ella. Las deflagraciones seguían resonando en nosotros.
En el instituto me apasioné por la historia, aprendí a estudiar los factores de las crisis, los acontecimientos que las desencadenaban. Causas y consecuencias. Como un juego de dominó, donde cada ficha hace bascular la siguiente. Así me enseñaron los encadenamientos lógicos de los hechos, sin fenómenos aleatorios. Y sin embargo, nuestras vidas estaban hechas de tropiezos y de fracturas. Y, por retomar las palabras de Némirovski, «no hay quien entienda nada». Noté que una mano se posaba sobre mi hombro; me sobresalté.
—¿Qué busca usted? —me preguntó la vigilante de seguridad del instituto.
—De hecho, lo cierto es que no lo sé... —le respondí—. Estudié aquí hace años. Solo quería ver... si las cosas habían cambiado. Ya me voy. Perdone.