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Me reuní con Gérard Rambert en el restaurante chino y pedimos el menú del día, siempre el mismo. 

—¿Sabes? —me dijo Gérard—, en 1956, el Festival de Cannes anunció que entre las películas seleccionadas para representar a Francia en la competición por la Palma de Oro estaría la película de Alain Resnais Noche y niebla. ¿Y qué sucede? 

—Ni idea... 

—Abre bien los oídos, aunque tengas esas orejas tan pequeñas, rara vez he visto unas orejas tan pequeñas, la verdad, pero escucha bien. El Ministerio de Asuntos Exteriores de Alemania del Oeste pidió al Gobierno francés que retirara la película de la selección oficial. ¿Lo pillas? 

—Pero ¿alegando qué? 

—¡En nombre de la reconciliación franco-alemana! No habría que entorpecerla, ¿comprendes? 

—¿Y se retiró la película de la competición? 

—Sí. Sí. ¿Quieres que te lo repita? Sí. ¡Sí! Eso se llama, sencillamente, censura. 

—Pero ¡yo pensaba que la película se había proyectado en Cannes! 

—¡Ah! Hubo protestas, es normal. Y la película se proyectó, pero... ¡fuera de competición! Y eso no es todo: la comisión de censura francesa pidió que se suprimiera un archivo del documental, una foto donde se veía a un gendarme francés vigilando el campo de Pithiviers. No se tenía que correr demasiado la voz de que los franceses contribuyeron a la organización de todo aquello. 

»¿Sabes?, después de la guerra, la gente estaba harta de oír hablar de nosotros. En casa era igual. Nadie mencionaba nunca lo que había sucedido durante la guerra. Jamás. Recuerdo un domingo de primavera, mis padres habían invitado a unas diez personas a casa y hacía calor aquel día, las mujeres llevaban vestidos ligeros, los hombres iban en manga corta. Y me fijo en algo: todos los invitados de mis padres tenían un número tatuado en el brazo izquierdo. Todos. Michel, el hermano del padre de mi madre... y Arlette, la mujer del hermano del padre de mi madre... tienen un número tatuado en el brazo izquierdo. Su primo y su mujer también. Lo mismo que Joseph Sterner, el tío de mi madre. Y yo estoy ahí, en medio de todas esas personas mayores, revoloteando como un mosquito, sin duda los estoy poniendo nerviosos a fuerza de dar vueltas a su alrededor. En ese momento el tío Joseph decide hacerme rabiar. Y de repente me dice: “Tú no te llamas Gérard”. “¡Ah! ¿Y cómo me llamo, pues?”. “Te llamas Supergranuja”. El tío Joseph tenía un acento yidis muy marcado, recalcaba la primera sílaba y dejaba morir las últimas, lo que resultaba algo así como «SI-PER-gra-nuj». 

»Me sienta muy mal el comentario porque soy un niño y todos los niños son susceptibles, ya lo sabes. No me hace ninguna gracia el chistecito del tío Joseph. Y de golpe todos esos viejos me irritan muchísimo. Entonces decido acaparar la atención de mi madre, para que me haga un poco de caso, la cojo aparte y le pregunto: “Mamá, ¿por qué Joseph lleva un número tatuado en el brazo izquierdo?”. Mi madre hace una mueca y me manda a freír espárragos: “¿No ves que estoy muy ocupada? Vete a jugar por ahí, Gérard”. Pero yo insisto: “Mamá, no solo es Joseph. ¿Por qué TODOS los invitados tienen un número tatuado en el brazo izquierdo?”. Entonces mi madre me mira fijamente a los ojos y me suelta sin pestañear: “Son sus números de teléfono, Gérard”. “¿Sus números de teléfono?”. “Exacto”, dice mi madre afirmando con la cabeza para ser más persuasiva. “Sus números de teléfono, ¿ves? Son personas mayores, así no se les olvidan”. “¡Qué buena idea!”, dije yo. “Pues sí”, contestó mi madre. “Y no vuelvas a preguntar eso nunca más, ¿entendido, Gérard?”. 

»Y durante años creí a mi madre. ¿Me oyes? Durante años pensé que era genial que todos esos viejos no pudieran perderse por la calle gracias a su número de teléfono. Ahora vamos a pedir más nems porque tienen muy buena pinta. Voy a decirte una cosa, he estado toda la vida obsesionado por “eso”. Cada vez que me cruzaba con alguien, me preguntaba: “¿Víctima o verdugo?”. Hasta los cincuenta y cinco años más o menos. Después se me pasó. Y hoy rara es la vez en que me hago esa pregunta..., salvo cuando me tropiezo con un alemán de ochenta y cinco años... Bueno..., por suerte no me cruzo todos los días con un alemán de esa edad. ¡Porque eran todos nazis! ¡Todos! ¡Todos! ¡Hasta hoy! ¡Lo son hasta que revientan! Si hubiera tenido veinte años en 1945, me habría unido a los cazadores de nazis y habría dedicado mi vida a ello. Te juro que más vale no ser judío en este mundo... No es ningún defecto, pero tampoco es un valor añadido... Venga, vamos a compartir un postre, elige tú. 

Después de despedirme de Gérard, recibí una llamada de Lélia, quería enseñarme cosas importantes, papeles que había encontrado en sus archivos. Tenía que ir a su casa. 

Cuando llegué a su despacho, me tendió dos cartas escritas a máquina. 

—No podremos mandarlas a examinar —dije a Lélia. 

—Léelas —me contestó—, te van a interesar. 

 

La primera carta tenía fecha del 16 de mayo de 1942. Es decir, dos meses antes de la detención de Jacques y Noémie. 

 

Mamushka querida: 

 

Estas cuatro letras son para decirte a toda prisa que he llegado bien. No puedo escribirte más porque tengo muchísimo trabajo, ¡debo sustituir a una que está de baja! 

[...] 

¿No te ha parecido que No estaba cambiada? Mucho menos alegre que antes. A pesar de todo, creo que estaba contenta por esas veinticuatro horas que pasamos juntas y por las que a ti te dejé tirada descaradamente. Hoy no para de llover. ¡Pobres habichuelas! [...] Espero que no me guardes rencor por haber pasado tan poco tiempo en el Pic Pic. Te mando un beso muy fuerte y te escribiré largo y tendido esta noche, 

TU COLETT

 

La segunda carta estaba fechada el 26 de julio, es decir, trece días después del arresto de los hijos Rabinovitch. 

 

París, 23 de julio de 1942 

 

Mi mamaíta: 

 

He encontrado tu carta del 21 al llegar a casa. Sigo a máquina porque voy mucho más rápido, no es que quiera acabar la carta cuanto antes, pero es que tengo tanto trabajo, demasiado. [...] Noticias diversas: 

1.º. Oficina: atmósfera de contienda entre Toscan y nosotros, Étienne sigue queriendo marcharse a Vincennes. [...] 

2.º. Recibida una carta a mediodía del señor o la señora Rabinovitch que me ha apenado: se han llevado a No y a su hermano, como a muchos otros judíos, los padres no saben nada de ellos desde entonces. De hecho, era la semana en que yo tenía que ir a Les Forges. Ya ves, mi falta de entusiasmo era un mal presentimiento. Voy a intentar dar con Myriam. Pobrecita No. Diecinueve años, y su hermano apenas dieciséis. Según dicen, en París ha sido espantoso. Separación de los hijos, de maridos y mujeres, de madres, etcétera. ¡Solo dejaban con las madres a los hijos menores de tres años! 

3.º. He escrito a Raymonde: estoy contenta de que venga porque desde mediodía estoy destrozada por las noticias de Les Forges. 

[...] TU COLETTE 

Me pareció muy extraño. «Se han llevado a No y a su hermano, como a muchos otros judíos: los padres no saben nada de ellos desde entonces». ¿Llevado? El término es desconcertante. Como el carácter banal y cotidiano de esas cartas. La organización del exterminio de los judíos aparecía evocada en medio de cuestiones de racionamiento, de noticias sobre el gato y la lluvia. Se lo dije a mi madre. 

—No es fácil juzgar lo de ayer con los ojos de hoy, ¿sabes? Quizá un día nuestras vidas sean consideradas desenfadadas e irresponsables por nuestros descendientes. 

—No quieres que juzgue a Colette..., pero esas dos cartas confirman mis sospechas. A Colette le marcó profundamente lo que les sucedió a los Rabinovitch durante la guerra. Se sintió culpable toda su vida. 

—Puede ser —contestó Lélia levantando las cejas. 

—Pero ¿por qué no quieres reconocer que todo concuerda? ¡No para de darle vueltas al mismo tema! Seis meses antes de que recibieras la postal. ¡Es absolutamente increíble! ¿No te parece? 

—Reconozco que la coincidencia es inquietante. 

—¿Pero? 

—Pero Colette no envió la postal anónima. 

—¿Por qué lo dices? ¿Qué te hace estar tan segura? 

—Porque no me cuadra. No sé cómo explicártelo. Es como si me dijeras que dos más tres son cuatro. Por mucho que me lo demostraras te replicaría que... no me cuadra. ¿Entiendes? No me lo creo.