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—¿Quieres que vayamos a preguntar a la gente del pueblo qué sucedió en los años cuarenta? 

—Sí. Vamos a Les Forges y les sonsacamos a los vecinos. Les preguntamos qué vieron, de qué se acuerdan. 

—¿En serio crees que vamos a encontrar a alguien que conociera a los Rabinovitch? 

—Por supuesto. Los niños de 1942 tienen hoy ochenta años. Pueden tener recuerdos. Vamos mañana por la mañana. Saldremos pronto, en cuanto deje a Clara en la escuela. 

 

Al día siguiente, Lélia estaba esperándome en la Porte d’Orléans, dentro de su pequeño Twingo rojo, con la radio a todo volumen, escuchando las noticias del día. El coche olía a tabaco frío y a su perfume, la misma fragancia de toda la vida. Para poder sentarme en el asiento delantero tuve que apartar un montón de cosas: un estuche de lápices, una vieja novela policiaca, un guante desparejado, un vaso de café vacío y su bolso. «El coche del inspector Colombo», me dije. 

—¿Tienes la dirección exacta de la casa? 

—No —respondió Lélia—. ¡Y eso que he encontrado un montón de papeles sobre Les Forges en mis archivos, pero ni uno con la dirección! 

—Bueno, nos las arreglaremos cuando lleguemos allí, el pueblo es pequeño.  

El GPS nos anunció un trayecto de una hora y veintisiete minutos. La radio encendida hablaba de las elecciones europeas y del gran debate nacional. De repente el cielo se oscureció. Estábamos concentradas en nuestra expedición. Bajé el volumen de la radio y empecé a pensar en voz alta sobre lo que podía haber ocurrido con la casa de Les Forges desde que los Rabinovitch se fueron, un día de octubre de 1942. 

—Esperaban que fueran a detenerlos —dije a Lélia—, querían reunirse con sus hijos en Alemania. Así que seguro que antes de irse lo dejaron todo ordenado y dieron instrucciones a los vecinos. Suele dejársele una copia de las llaves a alguien de confianza, ¿no? Igual sigue existiendo esa llave. 

—Se la dieron al alcalde —afirmó Lélia. 

Mi madre aprovechó mi asombro para encenderse un cigarrillo. 

—¿Al alcalde? —dije tosiendo—. Pero ¿cómo sabes eso? 

—Mira los papeles que están en el asiento trasero. Vas a entenderlo. 

Estiré el brazo por encima del respaldo del asiento para coger una carpeta verde. 

—Mamá, por lo menos abre un poco la ventanilla o te juro que vomitaré. 

—Pensaba que habías vuelto a fumar. 

—No. Solo fumo para soportar tus cigarrillos. ¡Abre la ventanilla! 

La carpeta contenía unos documentos fotocopiados, los que mi madre consiguió recuperar cuando preparó el dosier para la comisión Mattéoli. Saqué una carta con membrete del ayuntamiento de Les Forges, escrita a mano por el alcalde en persona. Tenía fecha del 21 de octubre de 1942, es decir, doce días después del arresto de Ephraïm y Emma. 

EL ALCALDE

 

Al Director de los Servicios Agrícolas del departamento del Eure 

 

Señor Director: 

 

Tengo el honor de informarle que tras la detención del matrimonio Rabinovitch procedí al cierre de las puertas de la vivienda, cuyas llaves he conservado. A continuación, y en presencia del síndico municipal recientemente nombrado, hice un somero inventario del mobiliario. Los dos cerdos que quedaban se hallan en la actualidad bajo la custodia del señor Jean Fauchère, junto con el grano que hemos encontrado. Pero la situación no puede prolongarse porque el operario pide un jornal diario de setenta francos (ahora está trillando la cebada a mano). Además, en la huerta hay fruta y verdura de la que se podría sacar partido. Y para liquidar esta situación sería necesario nombrar a un administrador oficial. 

Desearía recibir alguna directriz por su parte ya que la Prefectura me ha respondido que por ahora no puede solucionar esta situación anómala. 

Agradeciéndole de antemano su interés, le ruego reciba mi más respetuoso saludo, 

EL ALCALDE

La letra del alcalde era rebuscada. Las D mayúsculas se enrollaban sobre sí mismas de forma un poco ridícula, y las E ascendían en forma de sofisticadas volutas. 

—Tanta filigrana para escribir horrores. 

—Tenía que ser un imbécil redomado. 

—Mamá, tenemos que encontrar a los descendientes del señor Jean Fauchère. 

—Coge la carta que está debajo. Es la contestación del director de los Servicios Agrícolas del departamento del Eure, que reaccionó al día siguiente. Envía una carta a la prefectura. 

 

ESTADO FRANCÉS

El director de los Servicios Agrícolas

del departamento del Eure

Al Prefecto del departamento del Eure (3.ª División) 

ÉVREUX 

Tengo el honor de dirigir a usted una carta adjunta en la que el alcalde de Les Forges me indica que convendría liquidar la situación del matrimonio judío RABINOVITCH, vecino de su municipio, con el nombramiento de un administrador oficial encargado de ocuparse del mantenimiento de la casa perteneciente a dicho matrimonio. 

Careciendo de competencias para encargarme personalmente de dicho asunto, que no corresponde a mis servicios, solo me cabe rogarle que le dé al alcalde de Les Forges las directrices pertinentes que solicita. 

 

Fdo.: EL DIRECTOR

—Las administraciones se pasan la pelota unas a otras. 

—Así es. Nadie quiere responder al alcalde de Les Forges. Ni la prefectura ni el director de los Servicios Agrícolas. 

—¿Y por qué? ¿Qué opinas? 

—Están sobrecargados de trabajo..., no tienen tiempo de ocuparse de dos cerdos y de unos manzanos del «matrimonio judío Rabinovitch». 

—¿No te parece raro que criaran cerdos siendo judíos? 

—Pero ¡si les daba completamente igual! Esa historia de no comer cerdo, francamente. En los países cálidos, las carnes muertas se conservaban mal y podían transmitir enfermedades. Pero ¡de eso hace dos mil años! Ephraïm no era religioso. 

—¿Sabes?, quizá el director agrícola contestara al alcalde que carecía de competencias como una forma de resistencia. No ocuparse... es una manera de impedir que se hagan las cosas. 

—Eres una optimista. La verdad, no sé de dónde te viene ese carácter... 

—¡Deja de decir eso! ¡No soy optimista! Pienso sencillamente que hay que mirar las dos caras de la moneda. Entiéndeme, lo que me fascina de esta historia es ver que, en una misma administración, la Administración francesa, pudieran coexistir al mismo tiempo justos y cabrones. Piensa en Jean Moulin y en Maurice Sabatier. Son de la misma generación, han recibido prácticamente la misma formación, los dos llegan a prefectos, con similitudes en su recorrido profesional. Pero uno se convierte en el jefe de la Resistencia y el otro, en prefecto bajo el régimen de Vichy, superior jerárquico de Maurice Papon. El uno está enterrado en el Panteón y el otro, acusado de crímenes contra la humanidad. ¿Qué determina al uno y al otro? ¡Mamá, apaga ese cigarrillo, vamos a morir asfixiadas! 

Mi madre baja la ventanilla y tira la colilla a la carretera. No hago ningún comentario, pero me parece fatal. 

—Coge el tercer documento de la carpeta. Verás que el alcalde de Les Forges no se quedó esperando de brazos cruzados, decidió ocuparse del tema y se fue a la prefectura de Évreux. A su vuelta, recibe esta carta, fechada el 24 de noviembre de 1942. Un mes más tarde. 

 

División de la Administración General y de la Policía 

Oficina de Policía de Extranjería 

Referencia: Rabinovitch 2239/EJ 

Évreux, a 29 de noviembre de 1942

 

Al señor Alcalde de Les Forges 

 

Estimado señor: 

 

En relación con su visita del 17 de noviembre pasado a la Oficina General de Extranjería, tengo el honor de comunicarle que le autorizo a vender al abastecimiento general los dos cerdos pertenecientes al judío Rabinovitch internado el 8 de octubre pasado. Deberá, pues, ponerse en contacto con el intendente director general de la Dirección General de Abastecimiento, en el cuartel Amey, en Évreux. Usted se hará cargo del montante de dicha venta hasta que pueda transferirlo al administrador provisional que será nombrado próximamente. 

 

—¿Hubo un administrador provisional de la casa de Emma y Ephraïm? 

—Fue nombrado en diciembre. Se encargó de las huertas y los terrenos de los Rabinovitch. 

—¿Se instala en la casa? 

—No, qué va. Lo que se recupera son los terrenos, mejor dicho, se expolian, para Alemania, por el Estado francés, como todas las empresas que pertenecen a judíos, para ser confiados seguidamente a empresarios franceses. En el caso de los Rabinovitch, un administrador provisional emplea a jornaleros que acceden a los terrenos exteriores, pero no entran en la casa. 

—Y entonces ¿qué pasa con la casa? 

—Tras la guerra, rápidamente, Myriam quiso vender. Sin desplazarse hasta allí. Era demasiado duro para ella. Todo se hizo a través de notarios, en 1955. Después de aquello, Myriam nunca volvió a hablar de Les Forges. Pero yo sabía que esa casa existía. Tenía once años cuando se vendió. ¿Acaso oí parte de ciertas conversaciones? En todo caso, tenía muy claro que mi familia desconocida, esa familia de fantasmas, había vivido en un pueblo llamado Les Forges. Estaba en algún rincón de mi cabeza y seguro que me preocupaba, un poco como a ti hoy, porque en 1974, cuando cumplí treinta años, el destino me llevó hasta ese pueblo. 

»En aquella época somos tres: tu padre, tu hermana mayor y yo. Vivimos prácticamente en comunidad con nuestros amigos, nos desplazamos en pandilla... Un fin de semana nos encontramos en la casa familiar de uno de nuestros compañeros, cerca de Évreux. Me compro un plano Michelin y de repente, al trazar la ruta con un lápiz, veo surgir el nombre de Les Forges, a ocho kilómetros de donde vamos. Me quedo como conmocionada, ¿entiendes? Ese pueblo no era una idea. Ni una leyenda. Existía de verdad. El sábado por la noche organizamos una gran fiesta en casa de nuestros amigos, hay muy buen ambiente, mucha gente, pero estoy como ausente, no paro de darle vueltas a la idea de que podría acercarme a Les Forges, solo por ver. Y no pego ojo en toda la noche. Nada más amanecer, cojo mi coche y circulo sin saber muy bien adónde dirigirme... Una fuerza me guía, no me pierdo, giro en el sitio correcto y me paro delante de una casa al azar. Llamo. Al cabo de unos segundos sale a abrirme una mujer. Es mayor, parece agradable, simpática, de pelo blanco, me causa buena impresión. 

—Perdone, estoy buscando la casa de los Rabinovitch, que vivían en Les Forges durante la guerra. ¿Le suena de algo? No sabrá dónde es, ¿verdad? 

Veo que la señora me mira de manera extraña. En ese momento, la mujer palidece y me pregunta: 

—¿Es usted la hija de Myriam Picabia? 

Me quedo paralizada, sin aliento ante esa mujer que sabe de qué estoy hablando, y muy bien, porque fue ella quien compró la casa en 1955. 

—Mamá..., ¿me estás diciendo que, al llamar, completamente por casualidad, a la primera casa ante la que te detienes, das con la casa de tus abuelos? ¡Inmediatamente! 

—Por muy improbable que pueda parecer, así fue. «Sí, soy la hija de Myriam», le contesté, «estoy pasando el fin de semana aquí cerca, con mi hija y mi marido, me apetecía ver el pueblo de mis abuelos, pero no querría molestarla». «Al contrario, estoy encantada de conocerla». 

»Me lo dijo con un tono muy dulce, muy sosegado. Entré en el jardín y recuerdo que, al ver la fachada, me envolvió una neblina y me flojearon las piernas. Me sentí mal. La señora me instaló en su salón delante de un refresco de naranja, creo que entendía mi emoción. Al cabo de un momento me recupero, hablamos, acabo por preguntarle lo mismo que tú a mí hoy, en qué estado encontró el sitio. Y me contestó esto: “Llegué a esta casa en 1955, cuando la visité la primera vez me pareció que faltaban muebles, se notaba que habían sacado todos los objetos de valor. Y después, cuando me mudé, me di cuenta de que había venido gente a coger cosas. Lo habían hecho apresuradamente porque había sillas tiradas por el suelo, ¿ve usted?, como ladrones que actúan con precipitación. Recuerdo bien que había desaparecido una imagen enmarcada. Una fotografía muy bella de la casa en la que me fijé el día de la visita. Pues bien, ya no estaba. Quedaba en la pared una marca en forma rectangular, con el enganche medio colgando”. 

»Todo lo que me contaba aquella mujer me partía el corazón, nos habían robado nuestros recuerdos, los de mi madre, los de nuestra familia. “Las pocas cosas que pude conservar”, me dijo la señora, “las puse en un baúl que tengo en el desván. Si lo quiere, es suyo, le pertenece”. La seguí como una autómata hasta el desván, ni siquiera comprendía qué me estaba pasando. Aquellos objetos llevaban años esperando, pacientes, a que alguien viniera a buscarlos. Cuando abrió el baúl, la emoción se apoderó de mí por completo. Aquello era demasiado. “Volveré por el baúl otro día”, le dije. “¿Está usted segura?”, me preguntó. “Sí, vendré con mi marido”. La mujer me acompañó hasta la puerta, pero antes de decirme adiós, ya casi en el umbral, añadió: “Espere, me gustaría que se fuera con algo”. Volvió con un cuadrito entre las manos, no más grande que una cuartilla, una aguada que representaba una jarra de cristal, un pequeño bodegón enmarcado en madera rústica. Llevaba la firma Rabinovitch. Reconocí la letra estilizada y elegante de Myriam. Mi madre pintó ese cuadro cuando vivía allí, feliz, rodeada de sus padres, su hermano y su hermana Noémie. Desde aquel día lo guardo celosamente. 

—¿Fuiste a buscar el baúl? 

—Por supuesto. Unas semanas más tarde, con tu padre. En aquel momento no le dije nada a mi madre, quería darle una sorpresa. 

—¡Oh!... ¡Qué mala idea! 

—Muy mala. Fui a Céreste a pasar un mes de verano con Myriam. Le llevé el baúl, orgullosa y emocionada por ofrecerle aquel tesoro. Myriam se quedó taciturna, abrió el baúl en silencio. Luego lo cerró inmediatamente. Ni una palabra. Nada. Después lo guardó en el sótano. Al final de las vacaciones, antes de volver a París, fui a coger unas cosas, un mantel, un dibujo de su hermana y las pocas fotos que hay en mis archivos, documentos administrativos..., no mucho. Cuando murió Myriam en 1995 fui a buscar el baúl a Céreste. Estaba vacío. 

—¿Crees que lo tiró todo? 

—Quién sabe. Lo quemaría. O lo daría. 

 

Unas gruesas gotas de lluvia cayeron sobre el parabrisas del coche. Hacían ruido, como canicas. Llegamos a Les Forges bajo una tromba de agua. 

—¿Te acuerdas de dónde estaba la casa? 

—La verdad es que no del todo, creo que era a la salida del pueblo, en dirección al bosque. Vamos a ver si la encuentro tan fácilmente como la primera vez. 

El cielo se volvió negro, como si se hiciera de noche. Intentamos quitar el vaho del cristal delantero con las mangas de nuestros jerséis. Los limpiaparabrisas no servían de nada. Dimos vueltas, Lélia no reconocía el pueblo, volvíamos todo el rato al punto de partida, como en las pesadillas, cuando uno no encuentra nunca la salida de una rotonda. Y parecía que el cielo fuera a desplomarse sobre nuestras cabezas. 

Llegamos a una calle compuesta por una única fila de cinco o seis casitas individuales, no más, situadas frente a un campo. Las viviendas estaban construidas en hilera. 

—Me da la impresión de que es esta calle —me dijo de repente Lélia—. Recuerdo que no había construcciones enfrente. 

—Espera, pone algo así como «rue du Petit Chemin», ¿te dice algo? 

—Sí, creo que era ese el nombre de la calle. Y la casa, yo diría que es esa —dijo mi madre parándose delante del número 9—, recuerdo que estaba casi al final de la calle, pero no la que hace esquina, justo la anterior. 

—Voy a ver si hay un nombre en la verja. 

Salí bajo la lluvia, corriendo, no teníamos paraguas, y miré el apellido que figuraba encima del timbre. Volví empapada. 

—Les Mansois, ¿te suena? 

—No, era algo con x, estoy segura. 

—Puede que no sea esta la casa. 

—Entre los documentos guardo una vieja foto de la fachada, mira, vamos a comparar. 

—¿Cómo vamos a hacerlo? El portón es demasiado alto, no se distingue nada. 

—Súbete al techo —dijo Lélia. 

—¿Al techo? ¿De la casa? 

—¡No, mujer! ¡Al techo del coche! Así tendrás suficiente perspectiva y podrás observar la casa por encima del portón. 

—Ni hablar, mamá, no pienso hacerlo. ¿Te imaginas si nos ven? 

—Vamos, vamos, me recuerdas a mí de niña, cuando me negaba a hacer pis entre dos coches. 

Volví bajo el aguacero y apoyándome en el asiento, con la puerta del coche abierta, me encaramé al techo. No era fácil ponerse de pie porque la chapa estaba muy resbaladiza. 

—¿Y bien? 

—¡Sí, mamá, esta es la casa! 

—Ve a llamar —me gritó mi madre que, sin embargo, no me había dado una sola orden en su vida. 

Calada hasta los huesos, llamé varias veces al portón del número 9. Estaba toda emocionada por encontrarme frente a la vivienda de los Rabinovitch. Me daba la impresión de que, tras la verja, la casa había entendido que era yo y me esperaba, sonriente. 

Me quedé esperando un buen rato sin que sucediera nada. 

—Me parece que no hay nadie —dije con un gesto a Lélia, decepcionada. 

Pero de repente se oyeron unos ladridos y el portón del número 9 se entreabrió. Surgió una mujer de unos cincuenta años. Teñida de rubia, con el pelo cayéndole por los hombros, el rostro ligeramente abotagado, algo colorado; hablaba a sus perros, que corrían y ladraban, y, a pesar de la gran sonrisa de la que hice gala para mostrarle mis buenas intenciones, su mirada era de desconfianza. Los perros, unos pastores alemanes, daban vueltas alrededor de sus piernas; ella se dirigió a ellos en forma agresiva, se notaba que la ponían nerviosa. Me pregunté por qué ciertos propietarios de perros se pasan el tiempo protestando por tenerlos cuando nada les obliga a convivir con ellos. Me pregunté también qué me daba más miedo, si la mujer o los perros. 

—¿Ha sido usted la que ha llamado? —me abroncó mientras lanzaba una ojeada furtiva al coche de mi madre. 

—Sí —le dije intentando sonreír a pesar del agua que me chorreaba por el pelo—. Nuestra familia vivía aquí durante la guerra. Vendieron la casa en los años cincuenta y nos preguntábamos si sería posible, en caso de que no le molestara, claro está, visitar el huerto, ver cómo era... 

La mujer me impidió el paso. Y como era físicamente bastante poderosa, no pude observar la fachada de la casa. Frunció el ceño. Después de los perros ahora era yo quien la ponía nerviosa. 

—Esta casa perteneció a mis antepasados —proseguí—, aquí vivieron durante la guerra. Los Rabinovitch, ¿le suena de algo el nombre? 

Su cara retrocedió; me miró con una mueca, como si acabara de ponerle un olor fétido bajo la nariz. 

—Espere aquí —dijo cerrando el portón. 

Los pastores alemanes se pusieron a ladrar muy fuerte. Y otros perros del barrio replicaron. Todos parecían prevenir al vecindario de nuestra presencia en el pueblo. Permanecí bajo la lluvia mucho tiempo, como en una ducha fría. Pero estaba dispuesta a lo que fuera por ver el huerto plantado por Nachman, el pozo construido por Jacques con su abuelo, cada piedra de esa casa que había asistido a los días dichosos de la familia Rabinovitch antes de su desaparición. Al cabo de cierto tiempo oí de nuevo sus pasos por la gravilla, luego reabrió el portón, entendí entonces que me recordaba a Marine Le Pen; llevaba un gran paraguas de flores, absurdo, que me ocultaba la vista, de modo que solo pude adivinar, tras ella, la presencia de otra persona, un hombre, que calzaba botas verdes de cazador. 

—¿Qué desea exactamente? —me preguntó ella. 

—Simplemente..., visitar el lugar... Nuestra familia vivió aquí... 

No me dio tiempo a terminar la frase, el hombre de detrás se dirigió a mí, me pregunté si se trataba de su padre o de su marido. 

—¡Oiga, oiga! ¡No se viene a casa de nadie así, en este plan! Compramos esta casa hace veinte años, ¡es de nuestra propiedad! —me soltó, agresivo—. La próxima vez pida una cita —dijo el señor—. Sabine, cierra la verja. Adiós, señora. 

Y Sabine me dio con el portón en las narices. Me quedé quieta, una profunda sensación de tristeza se abatió sobre mí, tan intensa que me eché a llorar, aunque no se me notaba, por el agua que me caía a chorros por la cara. 

Mi madre se instaló bien en el asiento de su coche y miró al frente con determinación. 

—Vamos a preguntar a los demás vecinos —me anunció—. Vamos a dar con los que nos robaron —añadió. 

—¿Robarnos? 

—¡Sí, los que nos cogieron los muebles, los cuadros y todo lo demás! ¡Tienen que estar en alguna parte! 

Tras esas palabras, mi madre abrió la ventanilla para encender un cigarrillo, pero el mechero se apagaba una y otra vez debido a la lluvia torrencial. 

—¿Qué hacemos ahora? 

—Nos quedan dos casas que parecen habitadas. 

—Sí —dijo ella, pensativa. 

—¿Por cuál empezamos? 

—Vamos a la número 1 —dijo mi madre, que calculó que era la más alejada del coche, lo que le permitiría acabar de fumarse el cigarrillo por el camino. 

Esperamos un instante para recobrar las fuerzas y el ánimo, luego salimos juntas del vehículo. 

En el número 1 surgió una mujer delante de la casa; amable, aparentaba unos setenta años, pero sin duda era mayor. Estaba teñida de pelirroja y llevaba una cazadora de cuero y una bandana alrededor del cuello. 

—Buenos días, señora, perdone que la molestemos, estamos buscando recuerdos de nuestra familia. Vivieron en esta calle, en el número 9, hasta la guerra. Quizá se acuerde usted... 

—¿Dice durante la guerra? 

—Vivieron en Les Forges hasta el año 1942. 

—¿La familia Rabinovitch? —preguntó con voz grave y profunda de fumadora. 

Nos causó una impresión extraña oír el apellido Rabinovitch en boca de aquella mujer, como si se hubiera cruzado con ellos esa misma mañana. 

—Exacto —dijo mi madre—. ¿Los recuerda? 

—Por supuesto —contestó ella con una sencillez desconcertante. 

—Perdone, ¿le molestaría que pasáramos a charlar con usted cinco minutos? 

De golpe, la mujer pareció dudar. 

Estaba claro que no le apetecía dejarnos entrar en su casa. Pero había algo que no le dejaba impedirnos el paso, a nosotras, las descendientes de los Rabinovitch. Nos pidió que esperáramos en el salón y, sobre todo, que no nos sentáramos en el sofá con los abrigos todos mojados. 

—Voy a avisar a mi marido —dijo. 

Aproveché su ausencia para echar una ojeada por todas partes. Nos sobresaltamos porque la señora volvió casi de inmediato con dos toallas. 

—Si no les importa, es por no estropear el sofá, voy a preparar un té —dijo mientras se iba de nuevo hacia la cocina. 

La mujer sostenía una bandeja con unas tazas humeantes en las manos, un servicio de porcelana estilo inglés, de flores rosas y azules. 

—Tengo las mismas en casa —dijo Lélia, y eso agradó a la mujer. Mi madre siempre ha sabido ganarse, instintivamente, la simpatía de la gente. 

—Conocí a los Rabinovitch, me acuerdo muy bien —afirmó mientras nos proponía azúcar—. Un día, la madre..., perdón, no recuerdo el nombre... 

—Emma. 

—Sí, eso es, Emma. Me dio fresas de su huerta. Me pareció amable. ¿Era su madre? —preguntó a Lélia. 

—No..., era mi abuela... ¿Tiene algún recuerdo más concreto? Me interesa mucho, ¿sabe usted? 

—Mire..., me vienen a la memoria las fresas... Me encantaban las fresas..., las de su huerta eran magníficas, tenían ese huerto y luego manzanos que sobresalían de la espaldera. También me acuerdo de la música que se oía a veces desde nuestro jardín. Su mamá era pianista, ¿no? 

—Exactamente, mi abuela —rectificó Lélia—. Puede que diera clases de piano en el pueblo, ¿le suena eso? 

—No, yo era pequeña y mis recuerdos son muy vagos. 

La mujer se nos quedó mirando. 

—Yo tenía cuatro o cinco años cuando los arrestaron. —Se tomó cierto tiempo—. Pero mi madre me contó algo. 

Reflexionó de nuevo, mirando la taza de porcelana, absorta en sus recuerdos. 

—Cuando los policías vinieron a buscarlos. Mi madre vio a los chicos saliendo de la casa. Cuando subieron al coche, cantaron «La Marsellesa». Eso la dejó muy impresionada. Me decía a menudo: «Los pequeños se fueron cantando “La Marsellesa”». 

¿Quién habría podido pedirles que se callaran? Ni los alemanes ni los franceses. Nadie podía insultar así el himno nacional. Los hijos Rabinovitch encontraron así una manera de desafiar a sus asesinos. Y de repente fue como si su canto nos llegara desde la calle. 

 

—Hubo ciertos muebles que desaparecieron de la casa, un piano, ¿eso le dice algo? —pregunté. 

La mujer permaneció silenciosa antes de añadir: 

—Me acuerdo de los manzanos en espaldera, a lo largo de la tapia. 

Luego miró de nuevo la taza de té, pensativa. 

—¿Saben?, durante la guerra estábamos ocupados por los alemanes. Estaban en el castillo de La Trigall. También desapareció un maestro. 

Repentinamente, la mujer pareció divagar, como si su cerebro estuviera cansado. 

—¿Y bien?... —insistí yo. 

—Los propietarios actuales son muy amables —añadió mirándonos como si alguien, invisible para nosotras, estuviera escuchándola. 

Luego se puso a hablar con entonaciones casi infantiles, y yo pude distinguir los rasgos de aquella niña que fue, setenta años antes, comiendo fresas en el huerto de Emma. ¿Lo hacía adrede, actuar como una cría? 

—Mire, vamos a explicarle por qué estamos aquí. Recibimos una postal extraña hace unos años, una tarjeta que hablaba de nuestra familia. Nos preguntamos si la envió alguien del pueblo. 

Vi un resplandor en su mirada, no era nada ingenua y debía de estar tomando decisiones en su cabeza, unas tras otras. La noté indecisa, entre dos sentimientos. No tenía ganas de seguir con aquella conversación, no quería sentirse acorralada. Pero una especie de rectitud moral la obligaba a contestarnos. 

—Voy a llamar a mi marido —dijo bruscamente. 

Su marido entró en la habitación en ese mismo momento, como un actor a la espera entre bambalinas. ¿Había escuchado nuestra conversación detrás de la puerta? Sin duda. 

—Mi marido —dijo presentándonos a un señor bastante más bajito que ella, con bigote y el pelo muy blanco. De ojos azules muy penetrantes. 

El marido se sentó en el sofá, callado, esperando algo, no sabíamos qué. Nos miraba. 

—Mi marido es bearnés —dijo la mujer—. No creció aquí. Pero siempre le ha interesado la Historia. Así que ha investigado sobre el pueblo de Les Forges durante la guerra. Quizá pueda contestar mejor que yo a sus preguntas. 

El marido tomó la palabra inmediatamente después. 

—¿Saben?, el pueblo de Les Forges, como la mayoría de los pueblos de Francia, en particular en la zona norte, se vio muy marcado por la guerra. Hubo familias divididas, enlutadas. No se imagina bien la dificultad que han tenido sus habitantes para recuperarse de todo eso. Es casi imposible ponerse en el lugar de la gente, en el contexto de la época. No podemos juzgar, ¿me entienden? 

El anciano hablaba con cierta sabiduría, con calma. 

—En Les Forges está la historia de Roberte, que perturbó profundamente al pueblo, seguro que han oído hablar de ella. 

—No, nunca. 

—¿Roberte Lambal? ¿No? Hay una calle que lleva su nombre, deberían ir a ver, es muy interesante. 

—¿Quiere contarnos su historia? 

—Si me lo pide —dijo estirando la tela del pantalón a la altura de las rodillas—. En agosto de 1944, si mi memoria no me engaña, un grupo de resistentes de Évreux mató a dos soldados nazis. Era algo muy grave para el ocupante, claro está. Los resistentes se fueron de Évreux para venir a esconderse al pueblo de Les Forges, donde los acogió la señora Roberte, una viuda de setenta años, eso era mucha edad para la época, que vivía sola en su granja con sus gallinas y sus cabras. Al cabo de unos días, alguien del pueblo fue a denunciar a la señora Roberte. Un vecino se entera de eso, va corriendo a la granja a prevenir a los resistentes para que huyan. Quieren llevarse con ellos a Roberte porque saben que los alemanes la interrogarán, pero ella se niega, promete no decir nada. Lo que quiere ella es quedarse a cuidar de sus gallinas y sus cabras. Y además es demasiado vieja para salir corriendo por el bosque. Los resistentes se escapan. Apenas unos minutos después de su huida, los alemanes entran a la fuerza en la granja, con coches, motociclistas y metralletas. Serían unos quince, rodeando a la pobre Roberte. Le preguntan dónde tiene escondidos a los resistentes. Ella contesta que no sabe de qué le hablan. Entonces empiezan a buscar por la granja, lo ponen todo patas arriba. Y acaban por encontrar la emisora de radio que los resistentes habían escondido entre los fardos de heno. Muelen a golpes a la vieja Roberte para hacerle confesar. Pero ella sigue sin abrir la boca. Llega un nuevo coche. Una patrulla ha conseguido atrapar a uno de los resistentes fugados, con su brazalete y su fusil. Gaston. Hacen un cara a cara entre Gaston y Roberte, pero ninguno de los dos confiesa, ninguno de los dos dice adónde han ido los demás ni da ninguno de los nombres. Los alemanes atan a Gaston a un árbol de la granja para torturarlo, se turnan para golpearlo, pero no sale ni un sonido de su boca. Le arrancan las uñas, pero nada. Mientras, piden a Roberte que les prepare una comida, con sus gallinas, sus cabras, el vino de su bodega y toda la comida que hay en la casa. Debe poner una gran mesa frente al árbol donde se encuentra, todo ensangrentado, desfigurado, Gaston. Los alemanes pasan la noche bebiendo y comiendo, servidos por Roberte que, de vez en cuando, recibe un palo; la vieja se cae, y eso hace reír mucho a los hombres. Al día siguiente por la mañana, Gaston, que ha pasado la noche atado al árbol, sigue sin querer hablar. Entonces los hombres lo desatan para llevárselo al alba al bosque. Le mandan cavar un agujero y lo entierran vivo. Luego vuelven a casa de Roberte para contarle lo que le han hecho. La amenazan, si no habla, con ahorcarla. Pero Roberte aguanta. Rehúsa decir lo que sabe de los resistentes. El suboficial alemán, rabioso por la obstinación de la vieja que no abre la boca, ordena que la cuelguen del árbol. Los hombres obedecen, pasan una cuerda alrededor del cuello de Roberte y antes de que muera por completo, cuando sus piernas todavía se debatían en el aire, el suboficial, irritado, coge una metralleta para vengarse. Fin de la historia. 

—¿Saben quién denunció a Roberte en el pueblo? 

Insistir, ya me daba cuenta, era como remover una charca llena de barro. El agua se enturbiaba. 

—No, nadie sabe quién la denunció —respondió el hombre antes de que su mujer pudiera hablar. 

—¿Le ha dicho su mujer por qué estamos aquí exactamente? 

—Explíqueme. 

—Recibimos una postal anónima a propósito de nuestra familia y queremos saber si pudiera haberla escrito alguien del pueblo. 

—¿Puede enseñármela? 

El hombre miró, atento y callado, la fotografía en mi teléfono. 

—Y esta postal sería como una denuncia, ¿es lo que quieren decir? 

Había hecho la pregunta correcta. 

—Su carácter anónimo nos provoca una impresión extraña, ¿entiende? 

—Lo entiendo muy bien —dijo asintiendo con la cabeza. 

—Por eso nos preguntamos si había gente muy próxima a los alemanes en Les Forges. 

Esa frase le molestó, hizo una mueca. 

—¿No quiere hablar? 

La mujer intervino, la pareja se protegía mutuamente. 

—Escuche, se lo ha dicho mi marido; el pasado, nadie tiene ganas de removerlo. Pero hubo gente muy buena en el pueblo, ¿sabe usted? —añadió. 

—Sí, muy buena —insistió el marido—, como el maestro. 

—No, no era el maestro, era el marido de la maestra. Trabajaba en la prefectura —rectificó la mujer. 

—¿Podría hablarnos de él? —preguntó mi madre. 

—Vivía aquí, en el pueblo, pero trabajaba en Évreux. En la prefectura. No sé en qué servicio, no era un puesto importante, pero tenía acceso a cierta información. Y en cuanto podía ayudar a la gente, prevenirles, pues eso, se organizaba. Un muchacho muy íntegro. 

—¿Sigue vivo? 

—Oh, no. Lo denunciaron —dijo la mujer con lágrimas en los ojos—. Murió durante la guerra. 

—Cayó en una trampa —precisó su marido—. Fueron a verlo dos milicianos diciéndole: «Parece que ha ayudado a algunas personas a pasar a Inglaterra, nos busca la policía, ayúdenos». Entonces les dio una cita para salvarlos, salvo que en la cita lo estaban esperando los alemanes para detenerlo. 

—¿Sabe qué año era? 

—Yo diría que 1944. Lo llevaron a Compiègne, luego al campo de Mauthausen. Murió preso en Alemania. 

—Después de la guerra, ¿cómo reaccionó la maestra? 

La mujer bajó la vista, se puso a hablar muy bajito. 

—Era nuestra maestra, la queríamos mucho, ¿sabe? Después de la guerra solo se hablaba de aquello en el pueblo. De las denuncias, de lo que había pasado. Y luego todo el mundo decidió que había que pasar página. Nuestra maestra también. Pero nunca volvió a casarse. 

Su voz se había vuelto temblorosa y tenía los ojos bañados en lágrimas. 

—Me gustaría hacerles solo una última pregunta —intenté yo—. ¿Piensan que queda aún gente en el pueblo que pudiera haber conocido a los Rabinovitch? ¿Que pudieran hablarnos de ellos? ¿Que tuvieran recuerdos? 

La mujer y el hombre se miraron, como para interrogarse el uno al otro. Sabían bastante más de lo que querían contarnos. 

—Sí —dijo la mujer secándose las lágrimas—. Se me ocurre algo. 

—¿Qué? —preguntó su marido, preocupado. 

—Los François. 

—Ah, claro, los François —repitió el marido. 

—La madre de la señora François era asistenta en la casa de los Rabinovitch. 

—¿Sí? ¿Puede decirnos dónde viven? 

El señor cogió una libreta y apuntó la dirección. Al tendernos el trozo de papel, precisó: 

—Digan que lo han encontrado en la guía. Y ahora vamos a despedirnos porque tenemos mucho que hacer. 

La libreta me dio una idea. 

Me dije que podría pedirle a Jésus que analizara la letra. 

 

Cuando salimos de la casa, el cielo estaba azul de nuevo. El sol se reflejaba en los charcos de agua fosforescentes, cegándonos. Caminamos en silencio hasta el coche. 

—Dame la dirección de los François —dije a mi madre. 

Pusimos la dirección en el GPS de mi teléfono y seguimos las flechas. Teníamos la impresión de que algo se desenroscaba casi a nuestro pesar, en un pueblo falsamente tranquilo. 

Después de aparcar el coche, llamamos en la dirección indicada. Una señora de pelo corto se acercó al portón. Llevaba una bata azul de estampado geométrico. 

—Buenos días, ¿la señora François? 

—Sí, soy yo —contestó algo sorprendida. 

—Perdone que la molestemos, pero buscamos recuerdos de nuestra familia. Vivían en este pueblo durante la guerra. Quizá los conociera. Se llamaban Rabinovitch. 

La cara de la mujer se quedó inmovilizada tras el portón. Tenía una mirada muy viva. 

—¿Qué quieren exactamente? 

No era desconfiada, más bien parecía tener miedo de algo que no tenía nada que ver con nosotras. 

—Saber si los recuerdan, si puede contarnos algo sobre ellos... 

—¿Para qué? 

—Somos sus descendientes y, como no los conocimos, simplemente nos gustaría saber alguna anécdota, ¿entiende?... 

La mujer se alejó de la puerta. Noté que no lo estábamos haciendo bien. 

—Hemos venido en mal momento, lo siento, si nos deja sus datos quizá podamos vernos otro día, más adelante. 

La señora François pareció aliviada por mi propuesta. 

—Muy bien —dijo—, así puedo pensarlo bien... 

—Tenga, escriba en esta página de la libreta —dije rebuscando en mi bolso—. Así, cuando le apetezca... ¿No le importa poner su nombre y su número de teléfono? 

Parecía molestarle, pero, como tenía ganas de deshacerse de nosotras lo antes posible, apuntó el apellido, la dirección y el número de teléfono en la libreta. 

Un señor mayor, seguramente su marido, se presentó en el jardín. Se le notaba muy nervioso por ver a su mujer hablando con dos desconocidas. Llevaba una servilleta atada al cuello. 

—¡Eh! ¿Qué sucede, Myriam? —preguntó a su mujer. 

Lélia se me quedó mirando. Mi corazón se paralizó. La mujer vio la interrogación en nuestra mirada. 

—¿Se llama usted Myriam? —preguntó mi madre, desconcertada. 

Pero en lugar de contestarnos, la señora se dirigió a su marido. 

—Son descendientes de la familia Rabinovitch. Quieren enterarse de cosas. 

—Estamos comiendo, no es buen momento. 

—Nos llamamos —dijo ella. 

Parecía aterrorizada por el marido, que solo quería seguir comiendo. 

—Escuche, señora, sabemos que no es de buena educación molestarles así, a la hora de comer, pero póngase en nuestro lugar..., para nosotras es conmovedor encontrar a alguien que se llama Myriam en el pueblo de Les Forges... 

—Ya voy... —le dijo a su marido—, saca las patatas del horno antes de que se quemen, ya voy. 

El marido volvió inmediatamente al interior de la vivienda. La mujer entonces se puso a hablarnos a toda prisa, sin pausa. Solo se le veía la boca. Y el ojo que brillaba a través de la verja. 

—Mi madre trabajaba en su casa. Era una familia excelente, ¿saben?, eso puedo decirlo, créanme que trataban a mi madre como ningún patrón la había tratado jamás, así me lo contó, como nunca en toda su vida. Eran personas que se dedicaban a la música, la señora, sobre todo, y mi madre decidió llamarme Myriam por ellos, bueno, por ellos no, ya me entienden. Me puso Myriam porque era la hija mayor, y su hija mayor también se llamaba Myriam. Así fue. Ahora tengo que irme porque, si no, mi marido acabará por impacientarse. 

Una vez que concluyó su relato, se marchó sin decir adiós. Mi madre y yo nos quedamos ahí calladas. Inmóviles. 

 

—Vamos a comprar algo de comer, he visto que había una panadería, pasado el ayuntamiento —dije a Lélia—, tengo la cabeza que me da vueltas. 

—De acuerdo —contestó mi madre. 

Mientras nos comíamos unos bocadillos en el coche, permanecíamos atónitas ante lo sucedido. Masticábamos en silencio con la mirada perdida. 

—Recapitulemos —dije cogiendo la libreta—. En el número 9, los nuevos propietarios no tienen nada que ver con la historia. En el número 7 no había nadie. 

—Habrá que volver después de comer. 

—En el número 3 tampoco había nadie. 

—Luego estaba la señora del número 1, la de las fresas. 

—¿Crees que ella pudo enviar la postal? 

—Todo es posible. Vamos a poder comparar su letra con la de la postal. 

—También hay que tener en cuenta al marido. 

—¿Piensas que podrían haberlo hecho en pareja? Jésus decía que quizá no fuera la misma persona la que había escrito a la derecha que a la izquierda..., sería factible... 

Cogí la libreta donde el señor había apuntado la dirección. 

—Se lo enviaré a Jésus, que nos diga lo que piensa. También tengo la letra de Myriam. 

—Todo esto es muy raro... 

De repente oímos el timbre del teléfono de Lélia, en el fondo de su bolso. 

—Número oculto —dijo ella, inquieta. 

Cogí yo el teléfono y descolgué. 

—¿Dígame? ¿Dígame? 

Solo se oía el ruido ligero de una respiración. Luego la persona colgó. Miré a Lélia, algo sorprendida, y el teléfono sonó de nuevo. Puse el altavoz. 

—¿Dígame? Le escucho. ¿Dígame? 

—Vayan a casa del señor Fauchère, encontrarán el piano —dijo una voz antes de colgar. 

Mi madre y yo nos miramos, las dos con los ojos abiertos como platos. 

—¿Te suena el señor Fauchère? —pregunté a Lélia. 

—Claro que me suena. Vuelve a leer la carta del alcalde de Les Forges. 

Cogí la carpeta que contenía la carta:  

 

Señor director: 

 

Tengo el honor de informarle de que tras la detención del matrimonio Rabinovitch [...]. Los dos cerdos que quedaban se hallan en la actualidad bajo la custodia del señor Jean Fauchère, junto con el grano que hemos encontrado. 

 

—Tendríamos que haber caído. Hemos hablado de ello en el coche hace un rato. 

—Mira en la guía telefónica, puede que encontremos ahí la dirección de ese tal Fauchère. Hay que ir a verlo, desde luego. 

Miré por el retrovisor, tuve la vaga impresión de que alguien nos observaba. A continuación, salí del coche para dar unos pasos y respirar hondo. Un coche arrancó detrás de mí. Busqué en la guía telefónica, pero ni rastro de Jean Fauchère. Sin embargo, un Fauchère a secas, sin nombre de pila, apareció en una dirección en mi teléfono móvil. 

—¿Qué sucede? —preguntó mi madre al ver la cara que ponía yo. 

—Señor Fauchère, rue du Petit Chemin número 11. Venimos de allí. 

Lélia arrancó el motor, rehicimos el mismo camino. Nuestros corazones palpitaban a toda velocidad, como si estuviéramos metiéndonos voluntariamente en la boca del lobo. 

—Si decimos que somos de la familia Rabinovitch, nunca nos dejarán pasar. 

—Tenemos que inventarnos algo. Pero ¿qué? ¿Alguna idea? 

—Nada. 

—Bueno..., tenemos... que encontrar un pretexto para que nos dejen pasar al salón y nos enseñen el piano... 

—¿Podríamos decir que somos coleccionistas de pianos? 

—No, desconfiarían..., pero podemos decir que somos anticuarias. Eso es. Que estamos examinando ciertos objetos en la zona, y que ellos podrían estar interesados... 

—¿Y si se niegan? 

Llamé al timbre junto al aparecía el apellido Fauchère. Un hombre de edad avanzada, pero de porte elegante, con ropa bien planchada, salió de la casa. De pronto parecía una calle muy tranquila. 

—Buenas tardes —dijo con un tono más bien afable. 

Estaba aseado, bien afeitado, las mejillas le brillaban, una buena crema hidratante, sin duda, iba bien peinado. Me fijé que en su jardín había una especie de escultura extraña, muy fea. Eso me dio una idea. 

—Buenas tardes, señor, perdone las molestias, trabajamos para el Centre Pompidou, en París, lo conoce, ¿verdad? 

—Es un museo, creo. 

—Exacto, preparamos una gran exposición de un artista contemporáneo. ¿Le interesa el arte? 

—Sí —dijo pasándose una mano por el pelo—; bueno, solo como aficionado... 

—Entonces seguro que será sensible a lo que estamos buscando. Nuestro artista trabaja a partir de fotos antiguas. A partir de fotografías de los años treinta, más concretamente. 

Mi madre asentía con la cabeza a cada una de mis frases, mientras miraba fijamente a los ojos del hombre. 

—Y nuestra misión consiste en encontrarle, en los rastros o en casas particulares, fotografías de esa época... 

El hombre nos escuchaba atentamente. Su entrecejo fruncido y sus brazos cruzados indicaban que no era alguien que se tragara cualquier cuento. 

—Para su instalación necesita muchas fotos de esa época... 

—Compramos las fotos a entre dos mil y hasta tres mil euros —dijo Lélia. 

Miré a mi madre, estupefacta. 

—¡Ah! —se sorprendió el señor—. ¿Qué tipo de fotos? 

—Oh, pueden ser paisajes, fotos de monumentos o simplemente fotos familiares... —dije—, pero solo de los años treinta. 

—Pagamos en metálico —añadió mi madre. 

—Bueno —dijo el señor agradablemente impresionado—, sé que hay algunas fotografías en mi casa que datan de esa época, puedo enseñárselas... 

Y el hombre se pasó nuevamente una mano por el pelo; tenía unos dientes extraordinariamente blancos. 

 

—Espérenme en el salón, voy a buscar entre mis cosas, lo tengo todo guardado en el despacho. 

En el salón lo vimos enseguida. El piano. Un magnífico piano de cola de palisandro. Estaba transformado en mueble decorativo. Sobre la parte dorsal plana había un tapete de encaje que presentaba distintos objetos de porcelana. Nos resultaba imposible decir si se trataba de un piano cuarto de cola, tres cuartos de cola u otro tipo, pero desde luego podía asegurarse que era demasiado piano para un mero aficionado. Había que ser un pianista consumado para tocar un instrumento así. Era majestuoso, con sus pedales dorados con forma de gota de oro, las letras PLEYEL talladas en la madera aparecían en transparencia. Las teclas blancas de marfil y las negras de ébano parecían conservar su esplendor primigenio. Me dio la impresión de estar viendo al fantasma de Emma, sentada de espaldas en el taburete, volviéndose hacia nosotras y susurrando en un suspiro: «Por fin habéis venido». 

El señor Fauchère entró en la habitación. Le pareció extraño que estuviéramos observando el piano, no le gustó nada. 

—Tiene usted un piano muy bonito, parece antiguo —dije, intentando contener mi emoción. 

—¿Verdad que sí? —dijo—. Miren, les he encontrado algunas fotos que podrían interesarles. 

—¿Es un piano de familia? —preguntó mi madre. 

—Sí, sí —contestó, incómodo—. Miren, estas fotografías datan de los años treinta y fueron tomadas en el pueblo. Pienso que pueden interesarles. 

Parecía muy contento con su hallazgo y sonreía con todos sus dientes blancos. Nos tendió una caja y descubrimos una veintena de fotos. Eran las fotografías de la casa de los Rabinovitch, fotografías del huerto de los Rabinovitch, de las flores de los Rabinovitch, de los animales de los Rabinovitch... Vi a mi madre muy afectada. Flotaba un gran malestar en el ambiente. A nuestras espaldas, la presencia del piano resultaba casi insoportable. 

—También tengo una fotografía enmarcada, voy a buscarla. 

En el fondo de la caja, mi madre vio una fotografía de Jacques, tomada delante del pozo, el verano en que Nachman vino a plantar el huerto. Jacques llevaba orgulloso la carretilla mirando al objetivo. En pantalón corto, sonriendo a su padre. 

Lélia cogió la foto entre sus manos, inclinó el rostro o, más bien, se le hundió, y unas lágrimas empezaron a correr por sus mejillas. 

Evidentemente, aquel hombre no era el responsable ni de la guerra ni de sus padres, no era responsable de los robos. Pero, a pesar de todo, nos notábamos cada vez más enfadadas. Volvió con una fotografía de la casa de los Rabinovitch, una bonita foto enmarcada. Sin lugar a dudas, la que desapareció de la pared, antes de que se mudara la propietaria a quien Lélia fue a ver. 

—¿Quién es la persona de la fotografía? ¿Su padre, quizá? —preguntó Lélia señalando a Jacques. 

El señor Fauchère no entendía nada. Ni por qué lloraba mi madre, ni por qué se dirigía a él en ese tono tan duro. 

—No, son unos amigos de mis padres... 

—¡Ah! ¿Muy amigos? 

—Creo que sí, creo que este chico era un vecino. 

Intenté controlar la situación, justificando las preguntas de mi madre. 

—Le hacemos todas estas preguntas porque se plantea la cuestión de los derechos. En efecto, los descendientes tienen que autorizar la difusión de la fotografía. ¿Los conoce? 

—No hay. 

—¿No hay qué? 

—No hay descendientes. 

—¡Ah! —dije intentando disimular mi turbación—. Por lo menos eso resuelve el problema. 

—¿Está realmente seguro de que no hay descendientes? 

Lélia hizo la pregunta de manera tan agresiva que el hombre empezó a sospechar. 

—¿Cómo dicen ustedes que se llama su galería? 

—No es una galería, es un museo de arte contemporáneo —farfullé. 

—Pero ¿para qué artista trabajan ustedes exactamente? 

Había que encontrar rápidamente una respuesta, Lélia había dejado de escuchar. De repente me vino a la cabeza una idea brillante. 

—¿Conoce a Christian Boltanski? 

—No, ¿cómo se escribe? Voy a mirar en internet —dijo, ya con la mosca detrás de la oreja, a la vez que echaba mano a su móvil. 

—Tal como se pronuncia, Bol-tans-ki. 

Escribió el nombre en el teléfono y se puso a leer el artículo de Wikipedia en voz alta. 

—No lo conocía —dijo—, pero parece interesante... 

Sonó el teléfono en una habitación contigua, el hombre se levantó. 

—Las dejo mirando las fotos, voy a coger el teléfono —dijo dejándonos solas en la sala. 

Lélia aprovechó para coger algunas fotos que se encontraban en el fondo de la caja de zapatos y se las metió en el bolso. Ese gesto de mi madre me recordó a mi infancia. Siempre la vi haciendo ese gesto en los cafés, en los bares, cogía los terrones de azúcar para guardárselos en el bolso, los sobrecitos de sal, de pimienta y de mostaza. No puede decirse que fuera un hurto, porque estaban a disposición de los clientes. Al llegar a casa lo ponía todo en una caja metálica, una vieja caja de galletas bretonas, Traou Mad, que había en nuestra cocina. Años más tarde, al ver la película de Marceline Loridan-Ivens La sombra del pasado, entendí de dónde venía aquel gesto, gracias a la escena en la que Anouk Aimée roba una cucharilla en un hotel. 

—No cojas tantas fotos, se va a notar —dije a Lélia. 

—Menos que si me llevara el piano —me respondió sin dejar de hacerlo. 

Esa frase me hizo reír como un chiste judío. 

Y luego nos dimos cuenta repentinamente de que el señor Fauchère estaba ahí, de pie, en el umbral de la puerta, observándonos desde hacía un rato. 

—¿Puede saberse quiénes son ustedes? 

No supimos qué contestar. 

—Salgan ahora mismo de mi casa o llamo a la policía. 

Diez segundos después estábamos en el coche, Lélia arrancó y nos fuimos, pero se detuvo en un pequeño aparcamiento, justo enfrente del ayuntamiento. 

—No puedo conducir. Tengo las manos y los pies como un flan. 

—Vamos a esperar un poco... 

—¿Y si Fauchère llama a la policía? 

—Te recuerdo que esas fotografías nos pertenecen. Venga, vamos a tomarnos un café para aclararnos las ideas. 

Volvimos a la panadería-degustación donde nos habíamos comprado los dos bocadillos de atún que nos habíamos comido una hora antes. Nos sirvieron un café realmente bueno. 

—¿Sabes qué vamos a hacer ahora? —me preguntó Lélia. 

—Volver a casa. 

—En absoluto. Vamos a ir al ayuntamiento. Siempre he querido ver el acta de matrimonio de mis padres.