LIBRO III 

Los nombres 

 

 

 

 

 

 

Claire: 

 

Te he llamado esta mañana para decirte que quería hablarte de un tema, pero tenía que poner en orden mis ideas por escrito. Así que aquí las tienes. 

Sabes que estoy intentando comprender quién envió la postal anónima a Lélia y, por supuesto, esta investigación remueve muchas cosas dentro de mí. Leo mucho, y me he tropezado con una frase de Daniel Mendelsohn en L’Étreinte Fugitive: «Como numerosos ateos, compenso con la superstición y creo en el poder de los nombres». 

El poder de los nombres; me produjo un efecto extraño esta expresión, ¿sabes? Me dio que pensar. 

Caí en que, al nacer, nuestros padres nos pusieron a ambas un segundo nombre hebreo. Nombres ocultos. Yo soy Myriam y tú eres Noémie. Somos las hermanas Berest, pero en nuestro interior somos también las hermanas Rabinovitch. Yo soy la que sobrevive. Y tú la que no sobrevive. Yo soy la que se escapa. Tú a la que asesinan. No sé qué peso es más difícil de llevar. No apostaría por ninguna respuesta. Salimos las dos perdiendo. ¿Pensaron en esto nuestros padres? Eran otros tiempos, como suele decirse. 

La frase de Mendelsohn me perturbó y me pregunto, te pregunto —nos pregunto—, qué debemos hacer con esa designación. Es decir, lo que hemos hecho con eso hasta hoy, lo que nuestros nombres han influido calladamente en nosotras, en nuestros caracteres, en nuestra manera de ver el mundo. En el fondo, retomando la fórmula de Mendelsohn: ¿qué poder han tenido esos nombres en nuestra vida? ¿Y en nuestra relación? Me pregunto lo que podemos deducir y construir a partir de esta historia de nombres. Nombres que aparecen brutalmente en una postal, como si nos los arrojaran a la cara. Nombres ocultos en el interior de nuestros patronímicos. 

Las consecuencias, dichosas o desdichadas, sobre nuestros temperamentos. 

Esos nombres de resonancia hebraica son como una piel bajo la piel. La piel de una historia que nos precede y nos supera. Veo cómo nos inoculan algo dentro, muy perturbador, la noción misma de destino. 

Nuestros padres habrían podido evitar ponernos esos nombres tan difíciles de llevar. Quizá. Quizá las cosas habrían sido más fáciles, más ligeras en nosotras, entre nosotras, si no fuéramos Myriam y Noémie. Pero quizá habrían sido menos interesantes también. Quizá no fuéramos escritoras. Quién sabe. 

Estos días me he hecho una pregunta: ¿en qué me parezco a Myriam? 

Te pongo aquí, tal como me han surgido, las respuestas. 

Soy Myriam, la que se escapa, siempre, la que no se queda a la comida familiar, la que se va, a otro lugar, con la idea de salvar el pellejo. 

Soy Myriam, me adapto a las situaciones, sé ser cauta, sé encogerme para caber en un maletero, sé hacerme invisible, sé cambiar de entorno, cambiar de clase social, cambiar de naturaleza. 

Soy Myriam, sé parecer más francesa que cualquier francesa, me adelanto a las situaciones, me adapto, sé fundirme con el paisaje para que nadie se pregunte de dónde vengo, soy discreta, soy educada, soy formal, soy algo distante, algo fría también. Me lo han reprochado a menudo. Es la condición de mi supervivencia. 

Soy Myriam, soy dura, no manifiesto ternura con las personas a las que quiero, no me siento a gusto con las pruebas de afecto. La familia es para mí un tema complicado. 

Soy Myriam, busco siempre con la mirada la puerta de salida, huyo del peligro, no me gustan las situaciones límite, veo los problemas antes de que surjan, cojo los atajos poco frecuentados, me fijo en el comportamiento de la gente, prefiero las apariencias, me escabullo entre las mallas de la red. Porque así me designaron. 

Soy «Myriam». Soy la que sobrevive. 

Tú eres Noémie. 

Tú eres Noémie mucho más de lo que yo soy Myriam. Porque ese nombre ni siquiera estaba oculto. 

Antes te llamábamos Claire-Noémie, como un nombre compuesto. 

Recuerdo cuando éramos niñas; tendrías cinco o seis años, y yo ocho o nueve, no más; una noche me llamaste, desde la otra punta del cuarto. Fui a verte a tu camita y me dijiste: 

—Soy la reencarnación de Noémie. 

Era extraño, pensándolo bien. ¿No? ¿Cómo se instaló semejante idea en aquella cabecita? ¿En esa cabecita de niña? Lélia nunca nos hablaba de su historia en aquella época. 

Nunca hemos vuelto a hablar de eso entre nosotras. No sé siquiera si te acuerdas de aquel episodio. ¿Lo recuerdas? 

Eso es todo. 

No sé lo que descubriré cuando acabe con mis averiguaciones, ni quién es el autor de la postal, ni sé tampoco cuáles serán las consecuencias de todo esto. 

Ya se verá. 

Tómate tu tiempo para contestarme, no hay prisa, imagino que estás acabando con las correcciones de las pruebas..., bien llamadas pruebas. Ánimo. Tengo muchísimas ganas de leer tu libro sobre Frida Kahlo, siento profundamente que será hermoso, fuerte e importante para ti. 

Te mando un beso, y otro a tu Frida. 

A.

 

 

Anne: 

 

He leído varias veces tu e-mail desde que me lo enviaste. Te confesaré que las dos primeras veces que lo leí lloré. 

Como llora un niño cuando se hace pupa, de forma irreprimible, de forma ruidosa, con hipos, con todo el cuerpo temblando. Porque ese dolor le parece, probablemente, injusto.  

Luego, al releerlo de nuevo, ya no lloré, y lo he leído una y otra vez, y he neutralizado la primera impresión que me provocó: una imposibilidad y una especie de espanto. 

Al neutralizarla he podido concentrarme en tus preguntas e intentar, esta tarde, responderte. 

Sí, me acuerdo. 

Me acuerdo de haberte llamado una noche, de niña, para decirte que era la reencarnación de Noémie. Lo recuerdo como una más de esas escenas primitivas que conservamos de la infancia con la intensidad y la precisión de las imágenes de una película proyectada en nuestra cabeza. 

Es cierto, Lélia no hablaba realmente de todo eso en aquella época. Pero lo hacía en silencio. Estaba por todas partes. En todos los libros de la biblioteca, en sus sufrimientos y sus incoherencias, en algunas fotos secretas no muy bien escondidas. La Shoah era un juego de pistas en la casa, se podían seguir los indicios para jugar a los indios y los vaqueros. 

Isabel no tenía segundo nombre, ni Lélia. 

Y tú, tú te llamabas Myriam. Y yo, yo me llamaba Noémie. 

Mamá me dijo un día que al principio había pensado ponérmelo de primero, Noémie, y papá fue quien sugirió que igual era mejor de segundo. Me dijo: pero también Noémie es un nombre precioso. Y es cierto. 

Luego añadió que Claire también estaba bien. Era la luz. 

Y creo que también está bien. Me lo dijo ella, cuyo nombre significa «noche» en hebreo. 

Entonces yo, de pequeña, miraba la foto de Noémie Rabinovitch que había robado del despacho de mamá para intentar afrontar una verdad, en el sentido más concreto de a-frontar, buscar en la frente, en el rostro de esa muerta, lo que había de mí. Recuerdo ver que teníamos las mismas mejillas (ahora diría «pómulos», pero entonces era una niña), los mismos ojos azules. 

Los tuyos son verdes, como los de Myriam. 

Tenía el mismo pelo largo y trenzado. 

Pero quién sabe si no me hice trenzas durante diez años por mimetismo. Es una pregunta. Para la que no busco respuesta. 

En aquella foto, Noémie tenía un aire mongol, con los ojos algo rasgados y esos famosos pómulos pronunciados, y mis ojos desaparecían cuando sonreía para las fotos, y entonces la gente se fijaba en ese aire mongol mío que era el de nuestros antepasados. Sin olvidar la legendaria mancha que tienen los mongoles en la parte superior de las nalgas al nacer y que, según dicen, desaparece después. Mamá contaba a menudo que la tuvimos todas. Por supuesto, cuando te escribo, la mujer de treinta y ocho años que soy ahora se superpone a la niña de seis, y te escribo desde ese lugar, mixto y confuso. 

He sido (sin razón clara) ardiente voluntaria de la Cruz Roja, a la misma edad en que Noémie se encontraba trabajando en la enfermería de su campo de tránsito antes de tomar la dirección de Auschwitz. Pasaba los fines de semana en la Cruz Roja. Y luego lo dejé de la noche a la mañana. 

Los puzles extraños los hice durante mis noches de insomnio. Recuerdo con una claridad diáfana y cruel el día en que, de pequeña, me dijeron: «Tu familia, murieron todos en un horno». Y después, durante mucho tiempo observé el horno de nuestra cocina para imaginarme cómo era posible algo así. ¿Cómo habían conseguido meterlos dentro a todos? Es el tipo de rompecabezas que te agota. Y de joven adulta, durante una fiesta improvisada aprovechando una ausencia parental, rompí aquel jodido horno y recuerdo que, sin saber muy bien por qué, me sentó muy bien. 

Cuando me largué a Nueva York, a los veinte años, de un día para otro, dejándolo todo plantado, pues bien, allí, en Nueva York, fui al museo de la Shoah. Muchas salas. Y en una de ellas, en una pared, una foto colgada. Pequeña. Era Myriam. La reconocí. Empecé a sentirme mal. Me acerqué, había una leyenda: «Myriam y Jacques Rabinovitch», venía de la colección Klarsfeld. 

Me desmayé. Me fui del museo por la salida de incendios, lo recuerdo. 

Pero sí, a los seis años, efectivamente, te llamé para decirte aquello, monstruoso en cierta manera. Que yo era la reencarnación de aquella chica muerta, a la que no conocía, a la que nadie conoce porque murió demasiado pronto y todas las personas que la conocían murieron también con ella. Todos, de golpe. Y ella no vivió. Ella, de la que no sé nada. Y es espantoso. 

Pero sé, sabemos, que quería ser escritora. 

Y así, de pequeña, yo decía que quería ser escritora. Y lo afirmé con fuerza y tesón hasta que me convertí en escritora de verdad. 

De verdad, como dicen los niños. 

Y sí, en mis antiguas noches a la deriva, a veces formulé esa idea de que estaba viviendo la vida que otra no había podido vivir, porque era mi obligación. Hoy ya no pienso así. Digo que la formulé en un momento de mi vida en que no me encontraba bien, como un exorcismo. Y aquí estamos. 

Yo soy la que jugaba a la pídola superando todos los miedos, para ver hasta dónde se podía caer. Y la que cubrió sus brazos de tatuajes para ocultar las sombras. 

Pero te lo escribo hoy porque no tengo por qué sentir vergüenza. Ya no tengo vergüenza. Iba a decir que ya no tengo vergüenza de mis brazos. 

Y sí, si comparamos, tú eres Myriam, eres discreta, eres educada, eres formal. Eres la que encuentra la puerta de salida, la que huye del peligro y de las situaciones límite. Lo contrario que yo, en resumidas cuentas. Que me he metido siempre en la boca del lobo sin pensarlo, por decirlo en pocas palabras. 

Myriam salva el pellejo y todo el mundo muere en la historia. 

Ella no salvó a nadie. 

Pero ¿cómo habría podido? 

Yo te pedí que me salvaras. Tantas veces. Una carga. 

Cuando tenía seis años y te decía que era la reencarnación de Noémie. Cuando te decía que te quería y no entendía por qué no me lo decías tú, por qué no me estrechabas en los brazos (otra escena primitiva muy presente). Porque, como tú dices, tú o Myriam, pareces dura, fría, te cuesta expresar los sentimientos, no te sientes a gusto con esas cosas. 

Y te llamaba muchas noches, cuando las sombras se apoderaban de mí. 

Todo eso quedó atrás, era otra persona. He hecho las paces conmigo misma y no he muerto. 

¿Qué dicen esos nombres de nosotras? Me lo preguntas. 

Anne-Myriam obligada a salvar una y otra vez a Claire-Noémie para que no muera. Como salvas a los Rabinovitch siguiendo el camino que te indica la postal. 

¿Qué incidencia han tenido esos nombres en nuestras personalidades, en nuestras relaciones, no siempre fáciles? Me lo preguntas. Diablos. 

Hoy y ahora, desde hace ya años, la pulsión de que tú debías salvarme ha desaparecido. No era tu papel. Y yo he dejado de asesinarme. Mis recriminaciones sobre tu frialdad también han desaparecido. Espero que también sea el caso con la irritación que te provocaba yo. Por discreción (y por pudor) no uso otras palabras, porque lo cierto es que te las he hecho pasar canutas. 

Y es que yo también sé ser discreta y púdica, y tú no eres una mujer que se funda en el decorado o que se levante de la mesa, al contrario. 

Hemos llegado a los cuarenta años, una y otra, y creo que apenas empezamos a conocernos, y eso que hemos vivido juntas. 

Creo que Myriam y Noémie no tuvieron la suerte de empezar a conocerse. 

Creo que hemos sobrevivido a nuestras peleas, a nuestras traiciones, a nuestras incomprensiones. 

Creo que nunca habría podido escribirte esto si no me hubieras mandado ese e-mail con todas tus preguntas recién salidas de la tumba. 

Lo creo, pero no lo sé. 

Hemos sobrevivido. 

Y Myriam no tenía el poder de salvar a su hermana. 

No era culpa suya. 

Noémie no pudo escribir. 

Tú y yo nos hemos hecho escritoras. 

Incluso hemos escrito a cuatro manos, y no fue fácil, pero sí hermoso e intenso. 

Tengo la esperanza, Anne, de que un día seré para ti una fuerza viva, un refugio. 

Una fuerza Clara, como mi nombre. 

Buena suerte con tu postal. 

Te mando un beso a ti y otro a tu hija. 

Con todo mi cuerpo, 

con todos mis brazos, 

C. 

P. D.: A doj lebn un leibkait. Dos ken gurnisht, gurnisht zain. Pero vivir sin ternura, eso no podríamos.