Aquel viernes 18 de abril de 1919, los recién casados salen de Moscú en dirección a la dacha de Nachman y Esther Rabinovitch, los padres de Ephraïm, situada a cincuenta kilómetros de la capital. Si Ephraïm ha aceptado ir a celebrar el Pésaj, la pascua judía, es porque su padre ha insistido, algo inusual en él, y porque su mujer está embarazada. Es una ocasión para anunciar la buena nueva a sus hermanos y hermanas.
—¿Emma estaba embarazada de Myriam?
—Eso es, de tu abuela...
Durante el trayecto, Ephraïm confiesa a su mujer que el Pésaj es su fiesta preferida desde siempre. De niño le encantaba su misterio, el de las hierbas amargas, la salmuera y las manzanas con miel que se dejan en un plato en el centro de la mesa. Le gustaba que su padre le explicara que la dulzura de las manzanas debía recordar a los judíos que hay que desconfiar del bienestar.
—En Egipto —insistía Nachman—, los judíos eran esclavos, es decir, contaban con alojamiento y manutención. Tenían un techo sobre sus cabezas y comida a mano, ¿entiendes? La libertad, al contrario, conlleva incertidumbre. Se adquiere mediante el sufrimiento. La salmuera representa las lágrimas de quienes se deshacen de sus cadenas. Y las hierbas amargas nos recuerdan que la condición del hombre libre es en esencia dolorosa. Hijo mío, escúchame bien, en cuanto sientas la miel en los labios pregúntate: ¿de qué, de quién soy esclavo?
Ephraïm sabe que su alma revolucionaria surgió de ahí, de los relatos de su padre.
Esa noche, al llegar a casa de sus padres, corre a la cocina para oler el aroma suave y peculiar de los matzot, esos panes sin levadura que prepara Katerina, la vieja cocinera. Emocionado, le coge la mano toda arrugada y la posa sobre el vientre de su joven esposa.
—Míralo —dice Nachman a Esther, que observa la escena—, nuestro hijo está más orgulloso que un castaño exhibiendo sus frutos a todo el que pasa.
Los padres han invitado a todos los primos Rabinovitch por parte de Nachman y a todos los primos Frant por parte de Esther. ¿Por qué tanta gente?, se pregunta Ephraïm mientras sopesa un cuchillo de plata, que brilla tras lustrarlo durante horas con la ceniza de la chimenea.
—¿También han invitado a los Gavronski? —pregunta, inquieto, a Bella, su hermana pequeña.
—No —contesta ella sin desvelarle que las dos familias se han puesto de acuerdo para evitar un cara a cara entre la prima Aniuta y Emma.
—Pero ¿por qué han invitado a tantos primos este año?... ¿Tienen algo que anunciarnos? —prosigue Ephraïm mientras enciende un cigarrillo para disimular su nerviosismo.
—Sí, pero no me preguntes. No tengo permiso para decir nada antes de la cena.
La noche del Pésaj, la tradición exige que el patriarca lea en voz alta la Hagadá, es decir, el relato de la partida de Egipto del pueblo hebreo conducido por Moisés. Al final de las oraciones, Nachman se levanta y se golpea el vientre con la hoja del cuchillo.
—Si insisto esta noche en las últimas palabras del Libro —dice dirigiéndose a todos los comensales—, «Y reconstruye Jerusalén, la ciudad santa, rápidamente en nuestros días», es porque, como jefe de familia, mi deber es advertiros.
—¿Advertirnos de qué, papá?
—De que ha llegado la hora de partir. Debemos abandonar este país. Lo antes posible.
—¿Partir? —preguntan sus hijos.
Nachman cierra los ojos. ¿Cómo convencer a sus hijos? ¿Cómo encontrar las palabras adecuadas? Es como un olor acre en el aire, como un viento frío que sopla para anunciar la helada que va a caer, es invisible, casi nada, y sin embargo está ahí; primero volvió en sus pesadillas, pesadillas que se mezclan con los recuerdos de su juventud, cuando lo escondían detrás de la casa, junto a otros niños, ciertas noches de Navidad, porque unos borrachos iban a castigar al pueblo que había matado a Jesucristo. Entraban en las casas para violar a las mujeres y matar a los hombres.
Aquella violencia se apaciguó cuando el zar Alejandro III reforzó el antisemitismo de Estado con las Leyes de Mayo, que privaban a los judíos de la mayor parte de sus libertades. Nachman era un hombre joven cuando de repente se le prohibió todo. Prohibido ir a la universidad, prohibido desplazarse de una región a otra, prohibido poner nombres cristianos a los hijos, prohibido hacer teatro. Tan humillantes medidas contentaron al pueblo y durante unos treinta años se derramó menos sangre. De manera que los hijos de Nachman no conocieron el miedo del 24 de diciembre, cuando la jauría se levanta de la mesa con sed de matar.
Pero Nachman llevaba unos años notando de nuevo en el aire ese olor a azufre y podredumbre. Las Centurias Negras, el grupo monárquico de extrema derecha liderado por Vladímir Purishkévich, se organizaban en la sombra. Este antiguo cortesano del zar fundaba sus tesis en la teoría de un complot judío. Estaba esperando a que le llegara el momento. Y Nachman no creía que esa Revolución nueva, conducida por sus hijos, acabara con los viejos odios.
—Sí. Partir. Hijos míos, escuchadme bien —dijo con calma Nachman—: es’shtinkt shlejt drek. Apesta a mierda.
Dicho lo cual, los tenedores dejan de tintinear en los platos, los niños detienen sus chillidos, reina el silencio.
—La mayoría acabáis de casaros. Ephraïm, pronto vas a ser padre por primera vez. Tenéis arrojo, valor... y toda la vida por delante. Ha llegado el momento de que hagáis las maletas.
Nachman se vuelve hacia su mujer y le estrecha la mano.
—Esther y yo hemos decidido irnos a Palestina. Hemos comprado un terreno cerca de Haifa. Plantaremos naranjos. Venid con nosotros. Y compraré allí tierras para vosotros.
—Pero... Nachman, ¿de verdad piensas instalarte en tierra de Israel?
Jamás se habrían imaginado los hijos Rabinovitch semejante cosa. Antes de la Revolución, su padre pertenecía a la Primera Guilda de los comerciantes, es decir, formaba parte de los escasos judíos que tenían derecho a desplazarse libremente por el país. Para Nachman era un privilegio inaudito poder vivir en Rusia como un ruso. Gozaba de una buena posición en la sociedad, ¿y ahora quería abandonarla para ir a exiliarse a la otra punta del mundo, a un país desértico de clima hostil, y dedicarse a cultivar naranjas? ¡Qué idea más extravagante! Él, que no sabe ni pelar una pera sin ayuda de la cocinera...
Nachman coge un lápiz y moja la punta con los labios. Mira a su descendencia y añade:
—Bueno. Voy a hacer una ronda de intervenciones. Y exijo de cada uno, oídme bien, de cada uno, que me diga un destino. Iré a comprar los billetes de barco para todo el mundo. Salís del país antes de tres meses, ¿entendido? Bella, empiezo por ti; es fácil, tú te vienes con nosotros. Así que apunto: Bella, Haifa, Palestina. ¿Ephraïm?
—Prefiero esperar a que se pronuncien mis hermanos —contesta Ephraïm.
—Yo me vería bien en París —dice Emmanuel, el más pequeño de los hermanos, balanceándose desenfadado en su silla.
—Evitad París, Berlín, Praga —replica, muy serio, Ephraïm—. En esas ciudades, los buenos puestos están ocupados desde hace generaciones. No encontraréis cómo estableceros. Os juzgarán demasiado brillantes, o no lo suficiente.
—Eso no me preocupa, tengo ya una novia que me espera allí —contesta Emmanuel, haciendo reír a toda la mesa.
—Pobre hijo mío —se impacienta Nachman—, tendrás una vida de puerco. Estúpida y breve.
—¡Prefiero morir en París que en el culo del mundo, papá!
—Ohhh —responde Nachman agitando frente a él una mano, amenazante—. Yeder nar iz klug un komish far zij: todos los imbéciles se creen inteligentes. No bromeo en absoluto. Bueno, si no queréis seguirme, probad en América, también será una buena opción —añade suspirando.
«Indios y vaqueros. América. No, gracias», piensan los hijos Rabinovitch. Paisajes demasiado borrosos. Por lo menos Palestina saben a qué se parece, puesto que está escrito en la Biblia: un montón de pedruscos.
—Míralos —dice Nachman a su mujer—. ¡Son como chuletas con ojos! ¡Pensad con la cabeza! En Europa no sacaréis nada. Nada. Nada bueno. Mientras que en América, en Palestina, ¡encontraréis trabajo fácilmente!
—Papá, siempre te preocupas por cosas sin importancia. ¡Lo peor que puede sucederte aquí es que tu sastre se vuelva socialista!
Es cierto que si se observa bien a Nachman y a Esther, sentados juntos como dos pastelitos en el escaparate de una pastelería, cuesta imaginarlos de granjeros en un nuevo mundo. Lucen muy erguidos, impecablemente arreglados. Esther sigue siendo coqueta, a pesar de sus canas, que lleva recogidas en un moño. No hace ascos a los collares de perlas ni a los camafeos. Nachman sigue vistiendo sus famosos trajes de tres piezas, confeccionados a medida por los mejores sastres de Moscú. Su barba es blanca como el algodón y toda su fantasía se concentra en sus corbatas de lunares y sus pañuelos de bolsillo a juego.
Nachman, exasperado por sus hijos, se levanta de la mesa. La vena del cuello se le ha hinchado tanto que parece a punto de estallar y salpicar el bonito mantel de Esther. Tiene que ir a tumbarse para calmar su acelerado corazón. Antes de cerrar la puerta del comedor, pide a todos que reflexionen, y concluye:
—Tenéis que comprender una cosa: un día querrán vernos desaparecer a todos.
Después de la teatral salida, las conversaciones se reanudan alegremente alrededor de la mesa hasta bien avanzada la noche. Emma se sienta al piano, echando ligeramente hacia atrás el taburete a causa de su vientre. La joven tiene el título superior de piano por el prestigioso Conservatorio Nacional de Música, pero le habría gustado ser física. No ha podido debido al numerus clausus. Espera de todo corazón que la criatura que lleva en su seno viva en un mundo donde pueda escoger sus estudios.
Ephraïm, mecido por las piezas musicales que toca su esposa en el salón, habla de política con sus hermanos y hermanas junto a la chimenea. La velada es muy agradable, se sienten muy unidos, burlándose sin maldad del patriarca. Los Rabinovitch no saben que son las últimas horas que pasan así, todos juntos.