LIBRO IV 

Myriam

 

 

 

 

 

 

—Mamá, se me ha ocurrido algo. ¿Y si la postal estuviera dirigida a Yves? 

—Pero ¡bueno! ¿Qué dices? 

—Sí, mira. Podría leerse «M. Bouveris» como «Señor Bouveris» y no como «Myriam Bouveris». 

—Estoy segura de que no. Yves no tiene nada que ver con esta historia. 

—¿Por qué no? 

—Estás perdiendo la cabeza. Yves llevaba ya tiempo muerto en 2003, es imposible. 

—Te recuerdo que la postal es de principios de los noventa... 

—Olvídalo, de verdad. Yves... es la otra vida de Myriam. Una vida que no tiene nada que ver con el mundo de antes de la guerra... 

Lélia se levantó y aplastó la colilla. 

—Siempre pasa lo mismo contigo, ya eras así de pequeña, cabezota —dijo Lélia saliendo de la habitación. 

Yo sabía que volvería. Su paquete de cigarrillos estaba vacío, fue a buscar un cartón al primer piso. 

—Bueno, explícame por qué ese «señor Bouveris» te interesa... 

—A ver. El autor de la postal habría podido escoger escribir a Myriam con otros nombres. Habría podido escribir a Myriam Rabinovitch o a Myriam Picabia. Y no, decidió escribir a «Myriam Bouveris», con el apellido de su segundo marido. Así que... no me queda otra que interesarme por él, por Yves. 

—¿Qué quieres saber? 

—¿Qué relación tenías tú con él, por ejemplo? 

—No tenía mucha relación. Era un poco distante. Diría que... indiferente. 

—¿Era amable contigo? 

—Yves era un hombre muy amable, refinado, intelectual. Con todo el mundo, en especial con sus propios hijos. Salvo conmigo. ¿Por qué? No sé... 

—¿Quizá veía en ti el fantasma de Vicente? 

—Quizá. Myriam y él se llevaron muchos secretos a la tumba. 

—Me gustaría volver sobre una cuestión, mamá. Un día me dijiste, a propósito de Yves, que le daban ataques. ¿Cómo se manifestaban? 

—Repentinamente. Parecía perdido, asustado. Como desorientado. Y luego, en 1962, sucedió algo muy extraño. Estaba hablando por teléfono, algo de trabajo. Y, de golpe, se puso a tartamudear. Después de ese ataque, Yves no pudo volver a trabajar durante los diez años siguientes. 

—Pero ¿alguien consiguió entender de dónde le venía su dolencia? 

—En realidad no. Poco antes de su muerte escribió una carta extraña: «Más de una vez me figuré que ciertas cosas nefastas eran absolutas, definitivas, y todo eso, ahora, lo tenía completamente olvidado». 

—¿Qué eran esas cosas nefastas y absolutas? ¿Qué había olvidado y luego resurgió? ¿A qué se refería? 

—No tengo ni idea. Pero mi intuición me dice que guarda alguna relación con los acontecimientos que tuvieron lugar durante su trío al final de la guerra. No sé mucho de aquel periodo. No podría ayudarte. 

—¿No sabes nada? 

—No, pierdo el rastro de Myriam a partir del momento en que cruza la línea de demarcación con Jean Arp en el maletero del coche y desembarca en el castillo de Villeneuve-sur-Lot. 

—Pierdes el rastro ¿hasta cuándo? 

—Diría que hasta mi nacimiento en 1944. Entre ambas fechas no sé contarte nada. 

—¿Ni siquiera sabes cómo llegó Yves a la vida de Myriam y de tu padre? 

—No. 

—¿Nunca has intentado enterarte? 

—Hija mía, estamos hablando de meterme en el dormitorio de mis padres... 

—¿Te molesta? 

—Digamos que sucedieron cosas... que no juzgo. Vivieron su vida como les apeteció vivirla. Y además, estaban en guerra. 

—Investigaré todo eso, mamá, investigaré para reconstruir ese periodo de la vida de Myriam. 

—Pues te dejo hacer ese camino tú sola. 

—Si descubro quién ha enviado la postal, ¿querrás que te lo diga? 

—Decídelo tú, llegado el momento. 

—¿Cómo lo sabré? 

—Hay un proverbio yidis que quizá te dé una respuesta: A jave iz nit davke der vos visht dir op di trern, ni der vos brengt dij bijlal nit tzi trern. 

—¿Qué quiere decir? 

—El verdadero amigo no es el que seca tus lágrimas. Es el que no las hace derramar.