Agosto de 1942. Myriam se esconde en el castillo de Villeneuve-sur-Lot desde hace casi dos semanas. Una noche la despierta su marido. Vicente llega de París, miente, dice que ha hablado con sus padres por teléfono, que todo va bien. Myriam cierra los ojos y siente que pronto no quedará nada de esos días lejanos de incertidumbre. Se van de Villeneuve antes de que salga el sol, en un coche que Myriam nunca había visto, en dirección a Marsella.
«No hacer nunca preguntas», recuerda ella.
Cada ciudad tiene su propio olor. Migdal tenía un perfume luminoso de naranjas mezclado con un olor a roca, persistente y profundo. Lodz desprendía una fragancia a telas y a flores de jardín, sus néctares opulentos se superponían a los efluvios de la fricción metálica de los tranvías contra el asfalto. Myriam descubre que Marsella huele a baños perfumados y a aguas sucias, a ese tufo cálido de las cajas de madera descargadas en el puerto. Al contrario que en París, aquí, los puestos del mercado dan una milagrosa impresión de abundancia. Vicente y Myriam han perdido la costumbre de los movimientos de los transeúntes en las aceras, de las aglomeraciones en los cruces. Van a beber una cerveza fría a uno de los bares del puerto, a la hora de los aromas a agua de colonia y espuma de afeitar. Están los dos sentados en una terraza, como unos jóvenes enamorados, se sonríen mojando los labios en los vasos llenos de espuma. Piden el plato del día, chuletillas de cordero aromatizadas con tomillo, que comen con las manos. A su alrededor oyen hablar todas las lenguas. Marsella se ha convertido desde el armisticio en una de las principales ciudades refugio de la zona no ocupada. Franceses perseguidos y extranjeros acaban ahí con la esperanza de embarcarse. La ciudad ha sido bautizada como «la nueva Jerusalén del Mediterráneo» en un viperino artículo del diario Le Matin.