Vicente se fabrica unos zapatos con unos trozos de neumáticos de coche, atados con un cordón de cuero. Viaja con su hermana Jeanine. Dos días aquí, cuatro allá. Nunca dice adónde ni por qué. 

Myriam pasa tres meses en Marsella, casi siempre sola. En la terraza de los cafés, ligeramente embriagada por la cerveza, se inventa historias en las que le dan noticias de Noémie y Jacques. 

—¡Claro que conozco a su hermana! ¡Estuve con ella! ¡Y con su hermano! ¡Sus padres fueron a buscarlos! ¡Por supuesto! ¡Palabra de honor! 

A veces reconoce sus siluetas en medio de la muchedumbre. Su cuerpo se queda paralizado por completo. Echa a correr para agarrar el brazo de una joven. Pero cuando se da la vuelta, la viandante nunca es Noémie. Myriam pide disculpas, se queda decepcionada. La noche después es siempre mala, pero al día siguiente la esperanza renace. 

En el mes de noviembre oye hablar alemán en el paseo de La Canebière. La «zona libre» ha sido invadida. Marsella ha dejado de ser la buena madre, la ciudad refugio. En los escaparates de las tiendas aparecen unos letreros: ENTRADA ESTRICTAMENTE RESERVADA A LOS ARIOS. Los controles de documentación son cada vez más frecuentes, incluso a la salida de los cines, donde se han prohibido las películas americanas. 

Marsella se parece a París, con su toque de queda y sus patrullas alemanas, sus farolas que no se encienden de noche. 

Myriam envidia a las ratas que pueden desaparecer entre las paredes. Ha perdido el gusto por el riesgo como en tiempos de la Rhumerie Martiniquaise, en el boulevard Saint-Germain. Ya no se siente protegida por una fuerza invisible. Desde que detuvieron a Jacques y Noémie, algo ha cambiado en ella: sabe lo que es el miedo. 

Vicente quiere caminar hacia el puerto, tomar el aire, a pesar de la presencia de los uniformes. Se detiene en el cours Saint-Louis. Myriam lo coge del brazo y le señala a una joven que se dirige hacia ellos, con gafas de sol, vestida con un traje ligero, como una turista. 

—Mira —dice Myriam—. Parece Jeanine. 

—Es ella —contesta Vicente—. Hemos quedado. 

Así disfrazada, Jeanine arrastra a su hermano hasta una callejuela apartada. Myriam los espera delante del quiosco de periódicos. Charla con el vendedor, que retira los tebeos de Donald y de Mickey de las estanterías: 

—Tengo que sustituirlos por álbumes para colorear, orden de Vichy... —dice sacudiendo la cabeza. 

Mientras, Jeanine anuncia a su hermano que la joven que se ocupaba de sus falsos Ausweis ha sido detenida. Una muñeca de veintidós años, de rizos rubios y dientes como grageas. Su familia poseía en Lille buenos «utensilios de cocina»: falsos tampones administrativos. 

Su misión consistía en realizar idas y vueltas entre Lille y París para transportar documentación falsa. Cada vez que cogía el tren, se metía en el compartimento de los oficiales alemanes. Sonreía, coqueteaba, preguntaba si había un sitio para ella. Evidentemente, los oficiales estaban encantados, chocaban las botas, decían «Mademoiselle» y se ocupaban de su equipaje. La joven pasaba todo el viaje con esos señores. Con los falsos documentos cosidos en el forro del abrigo. 

Una vez que llegaba a la estación pedía a un alemán que le llevara la maleta, y así, escoltada, cruzaba la estación sin que la controlaran. La bonita muñeca de porcelana. 

Pero un oficial se encontró con ella, por casualidad, tres veces seguidas. Acabó por darse cuenta de la artimaña. 

—En la cárcel, durante el interrogatorio, le pasaron por encima una decena de tipos —dijo Jeanine con el pánico en el vientre. 

El hermano y la hermana anuncian a Myriam que vuelven a París, donde tienen «cosas que hacer». 

—Vamos a dejarte en un albergue de juventud, en el campo. Nos esperarás ahí. 

Myriam no tiene tiempo de protestar. 

—Es demasiado peligroso para ti quedarte aquí. 

Al subir al coche conducido por Jeanine, Myriam tiene la impresión de alejarse más aún de Jacques y Noémie. Le pide a Jeanine un último favor. Querría enviar una postal a sus padres para tranquilizarlos. 

Jeanine se niega. 

—Nos pondría en peligro. 

—¿Qué más te da? —pregunta Vicente—. De todas maneras, nos largamos de Marsella. Hazlo —le dice a Myriam. 

En la ventanilla de correos, en Marsella, Myriam compra una «postal interzona» por ochenta céntimos. Son el único tipo de carta autorizada para circular entre las dos zonas, la «nono», contracción de «no autorizada», y la «ja-ja», traducción alemana de «sí-sí». Cada tarjeta es leída por la comisión de control postal, y si el mensaje parece sospechoso, se destruye de inmediato. 

 

«Después de completar esta tarjeta reservada a la correspondencia de orden familiar, tachar las menciones inútiles. Es indispensable escribir legiblemente para facilitar el control de las autoridades alemanas». 

Las tarjetas están previamente rellenadas. En la primera línea, vacía, Myriam escribe: «Madame Picabia». 

Luego tiene que escoger entre: 

 

– buena salud 

– cansado 

– matado 

– prisionero 

– muerto 

– sin noticias 

 

Traza un círculo alrededor de «buena salud». 

Más adelante ha de elegir entre: 

 

– necesita dinero 

– necesita equipaje 

– necesita provisiones 

– está de vuelta en 

– trabaja en 

– va a entrar en la escuela de 

– va a ser admitido en 

 

Myriam rodea «trabaja en» y lo completa con «Marsella». 

En la parte inferior de la tarjeta, una fórmula de saludo aparece prerrellenada por las autoridades: «Un pensamiento afectuoso. Besos». 

—No es posible —dice Jeanine mirando por encima del hombro de Myriam—. La señora Picabia soy yo. Y sí, me buscan en Marsella... 

Con un suspiro, Jeanine rompe la tarjeta y va a comprar otra, que rellena ella misma. 

«Marie está bien de salud. Ha aprobado el examen. No le enviéis ningún paquete. Tiene todo lo necesario». 

—Me tenéis harta vosotros dos. Parece que no entendáis nada. 

Durante todo el trayecto, Jeanine y Vicente no se dirigen la palabra. De camino a Apt, se detienen ante un antiguo priorato en ruinas transformado en albergue de juventud. 

—Te dejamos aquí —dice Jeanine a Myriam—. Puedes confiar en el prior del albergue, se llama François. Es de los nuestros. 

Es la primera vez que Myriam entra en un albergue juvenil. Había oído hablar de ellos antes de la guerra. Canciones junto al fuego, excursiones por la naturaleza, noches en dormitorios colectivos. Se había prometido probar un día, por ver, con Colette y Noémie.