Mamá: 

 

Esta mañana me asaltó de pronto un recuerdo. Tendría yo unos diez años, Myriam me propuso un paseo por la colina. Íbamos andando bajo el calor estival, las dos; ella cogió en el borde del camino, me acuerdo muy bien, una crisálida de abeja. Me la dio diciéndome que tuviera cuidado, que era muy frágil. Luego se puso a hablarme de la guerra. Me invadió un desasosiego muy grande. 

Cuando volvimos quise contártelo. Pero todo estaba confuso en mi mente y fui incapaz de reconstruir nada. Me acuerdo de tu reacción, como una quemadura. Tú no parabas de hacerme preguntas y yo contestaba sistemáticamente: «No sé». Ese momento es sin duda uno de los más constitutivos de mi carácter. 

Desde aquel día, cuando no sé cómo responder a una pregunta, cuando he olvidado algo que debería haber retenido, caigo en un agujero negro por ese sentimiento de culpa, que me viene de lejos, con respecto a Myriam y a ti. Así que no querría que me guardaras rencor por atreverme a despertar a los muertos. A hacerlos revivir. Creo que intento comprender qué quiso decirme Myriam aquel día. 

A propósito de esto, he hecho un gran descubrimiento. 

En sus notas, Myriam habla de una tal señora Chabaud, en cuya casa pasó un año, en Buoux, durante la guerra. Busqué en la guía telefónica y estaba su apellido. En ese mismo pueblo. 

Enseguida llamé y di con una mujer muy amable, casada con el nieto de la señora Chabaud. Me dijo: «Sí, sí, la casa del ahorcado sigue existiendo. Y sé que la abuela de mi marido escondió allí a resistentes. Llámeme mañana, mi marido se lo contará mejor que yo». Su marido se llama Claude, nació durante la guerra, lo llamaré por teléfono y te contaré. 

Mamá, sé que te interesa todo esto, pero también que te altera. Te pido perdón. Y también te pido perdón por haber olvidado lo que me dijo Myriam aquel día. 

A.