En la casa del ahorcado no hay nada. Ni ropa de casa ni utensilios..., nada. Solo una cama sin colchón, un viejo banco hecho con láminas de parqué, el taburete de ordeñar que sirvió para el ahorcamiento. Y la cuerda, que nadie se ha atrevido a retirar de allí.
—Bueno, estas cosas siempre son útiles —dice Myriam descolgándola y enrollándosela en la mano.
—Hasta que encuentren un colchón, pueden hacerse uno con gayombas. ¿Ven?, la retama de flores amarillas. Aquí la gente se las arregla así.
Así que los parisinos se ponen a cortar detrás de su casa esos arbustos de color amarillo vivo cuyas perlas doradas parecen lirios pequeños. Con los brazos cargados hasta los topes, colocan las ramas en la cama, las disponen a la manera de un colchón de paja, luego se acuestan encima delicadamente.
«Parece un ataúd rodeado de flores», se dice Myriam mirando la luna, redonda como una moneda de un céntimo, que aparece por el marco de la ventana.
De repente la situación le parece irreal. Esa habitación en medio de la nada, ese marido al que apenas conoce. Se tranquiliza pensando que, en alguna parte, Noémie también está mirando a la luna. Ese pensamiento le infunde valor.
Al día siguiente, Vicente decide ir a mercado de Apt a comprar cosas que le sirvan para arreglar la casa. La ciudad está tan solo a siete kilómetros, se va a pie, al amanecer, siguiendo en la carretera a la muchedumbre de campesinos, artesanos y granjeros, con las ovejas y mercancías que venderán en el mercado.
Pero una vez ahí, Vicente se desengaña. No se venden colchones ni sábanas. Y una cazuela pequeña cuesta como una cocina. Vuelve con las manos vacías. En los bolsillos trae una botella de láudano para calmar sus nervios y un poco de turrón para su mujer.
Vicente y Myriam conocen a la propietaria, la viuda Chabaud. Valiente, con un carácter bueno y templado, trabaja como tres hombres y cría ella sola a su único hijo. Todo el mundo la respeta. Ciertamente, es rica, pero siempre da a los necesitados. Nunca dice que no a nadie más que a los alemanes.
Una vez por semana le requisan el coche —el único que hay la zona—. Ella no tiene elección, pero nunca nunca les ofrece un trago.
A la señora Chabaud, Vicente y Myriam se presentan como una pareja de recién casados que quieren vivir en el campo. La vida soñada en las novelas de Giono. Vicente dice que es pintor y Myriam, música. No dice que es judía, claro está. La señora Chabaud ha visto ya de todo, así que lo único que les pide es que respeten la vida del pueblo y que se comporten correctamente. Y, sobre todo, nada de líos con los gendarmes.
Desde el desmantelamiento de la red de su hermana, Vicente ya no tiene misiones. Y por primera vez, Myriam y él viven bajo el mismo techo, como una pareja joven, debiendo día tras día atender las necesidades del hogar. Alimentarse, lavarse, vestirse, calentarse y dormir. Desde que se conocieron, solo habían compartido momentos de precipitación, de miedo. El peligro era el único paisaje de su historia de amor. A Vicente le gustaba eso. Myriam, al contrario, aprecia su nueva vida sencilla y tranquila, perdidos en medio de la campiña, lejos de todo.
Al cabo de unos días, Myriam nota que su marido está muy callado. Que se encierra en sí mismo. Entonces, ella lo observa, lo contempla igual que si se tratara de una pintura viviente.
Parece no sentir ningún apego por las cosas ni por las personas. Eso lo vuelve irresistible, pues no hay nada que le interese aparte del momento presente. Puede poner toda su energía en una partida de ajedrez, en la preparación de una comida o de una buena lumbre. Pero el pasado y el futuro no existen para él. No tiene memoria. Ni palabra. Puede simpatizar con un granjero en el mercado de Apt, pasar la mañana hablando con él, hacerle mil preguntas sobre su trabajo, beber una botella de vino en su compañía y regalarle otra. Pero al día siguiente apenas si lo reconoce. Con Myriam sucede lo mismo. Después de una alegre velada que transcurre entre risas, puede levantarse por la mañana y mirarla como si una extraña se hubiera introducido en su cama. Cada día que han pasado juntos no construye nada. Y hay que volver a empezarlo todo.
Poco a poco, Myriam se da cuenta de que su marido busca alejarse de ella físicamente. En cuanto ella entra en una habitación, él encuentra una excusa para irse.
—Iré al mercado mientras tú vas a visitar a la señora Chabaud.
Todo sirve como pretexto para estar separados.
Una tarde, al ir a pagar el alquiler a la señora Chabaud, Myriam se queda un buen rato bebiendo sirope con ella, otra cosa más que no se llevarán los alemanes, dice la viuda volviendo a llenar los vasos. Myriam pregunta por el antiguo inquilino de la casa, el famoso ahorcado.
—¿Camille?, lo encontramos tieso, al pobre. Y su burro junto a él, lamiéndole los pies.
—Pero ¿por qué hizo eso?
—Cuentan que la soledad lo había vuelto medio loco..., y también los jabalíes, que venían a destrozarle el huerto. Lo raro es que hablaba a menudo de la muerte. Decía siempre que tenía muchísimo miedo a morir en medio de terribles sufrimientos, eso lo tenía obsesionado...
La charla dura mucho tiempo. En el camino de vuelta, Myriam se da prisa porque es tarde y no quiere que Vicente se inquiete. Cuando llega a casa es casi medianoche, pero encuentra a Vicente dormido. Él, que nunca consigue conciliar el sueño hasta el amanecer, se ha preocupado tan poco por ella que duerme a pierna suelta.
Los días siguientes, Myriam se da cuenta de que su marido tiene la mirada como extraviada, parece que sienta un dolor sordo. Le sale urticaria. Le pica la piel, y la frente, a veces, le brilla, cubierta por una ligera capa de sudor. Al cabo de una semana, le anuncia:
—Me voy a París. Es por la urticaria. Tengo que ir al médico. Y de paso me enteraré de cómo está todo el mundo. Iré a Les Forges a ver a tus padres. E iré a Étival, a la casa familiar de mi madre; en el desván hay un montón de mantas y sábanas que nadie usa. Las traeré. Como mucho, dentro de quince días estaré de vuelta; a más tardar, para Navidad.
A Myriam no le sorprende. Había visto cómo le invadía esa febrilidad que precede siempre el anuncio de una partida.
Vicente se va el 15 de noviembre, el día de su aniversario de boda. Un año ya. «Qué símbolo más peculiar», piensa Myriam. Lo acompaña hasta el final del camino, sabe que no debería corretear así, como un perro tras su amo. Vicente se pone nervioso, le gustaría estar ya solo y lejos de allí.
Entonces, Myriam se detiene y observa cómo desaparece a través de los almendros, sin moverse, con el cuerpo paralizado, bañado por la luz de noviembre; no quiere llorar. Y sin embargo, ha habido tan poca ternura entre ellos desde que llegaron allí... Una sola noche su marido se acercó a ella, acurrucándose como un niño en el hueco de sus brazos. Unos besos furtivos y bruscos que buscaban la humedad en medio de la penumbra, pero todo desapareció cuando Vicente se quedó sumido en un sueño denso y cálido, con los párpados hinchados.
Esa noche, Myriam sintió que su cuerpo inútil la estorbaba.
A pesar de todo, a ese hombre enigmático, a ese hombre sin deseo por ella no lo cambiaría por nada del mundo. Porque es suyo, ese hermoso hombre triste. Un marido ingenuo a veces, como un niño, pero con ojos centelleantes. Y esa frágil intimidad que los une el uno al otro, tenue, no más ancha que un anillo, eso le basta. Ciertamente, pasa días enteros sin dirigirle la palabra. ¿Y qué? Le ha hecho una promesa: tanto en la vida como en la muerte. No hay muchas más cosas importantes que decir después de eso. Entre ellos existe una dignidad y una soledad que le parecen hermosas. Ella no comparte ni sus pensamientos ni los minutos de su existencia, pero basta con que él diga: «Le presento a mi mujer», para que eso borre todos los vacíos. Su corazón queda henchido de orgullo porque ese hombre tan guapo le pertenece. Vicente es callado, pero observarlo resulta maravilloso. Ella puede llenar una vida así, simplemente contemplando su belleza.
Las semanas siguientes, Myriam va al pueblo, a comprar huevos y queso. Buoux cuenta con apenas sesenta habitantes, un café-posada y una tienda-estanco.
—Señora Picabia, ¿dónde se ha metido su marido? Ya no se le ve por aquí —le preguntan en el pueblo.
—Ha ido a París a visitar a su madre, está enferma.
—Ah, muy bien —dicen los aldeanos—. Es un buen hijo su marido.
—Sí, muy buen hijo —contesta Myriam, sonriente.
Ella se da ánimos; desde que se conocieron, Vicente se ha ido muchas veces, pero siempre ha vuelto.