Para llegar a París, Vicente tiene que cruzar la línea de demarcación sin Ausweis. Va a Chalon-sur-Saône. Ahí entra en el bar ATT, regentado por la mujer de un mecánico de la compañía de ferrocarril que se ocupa de transmitir el correo clandestino. Vicente va a la barra y pide: 

—Un Picon-granadina, con mucho sirope. 

Mientras seca los vasos, la mujer del mecánico le indica con un gesto de cabeza la puerta de atrás, con su cortina de cuentas de madera. Tranquilamente, como si fuera al servicio, Vicente franquea la barrera con un ruido de monzón lluvioso. «No muy discreto», se dice, antes de entrar en una cocina donde un tipo se afana haciendo una hermosa tortilla con mantequilla. 

—Madame Pic le manda saludos —le dice Vicente. 

Luego se saca del bolsillo quinientos francos, pero el hombre de la tortilla se queda quieto ante la visión de los billetes. 

—Es usted su hijo, ¿no? 

Vicente asiente con la cabeza. 

—A Madame Pic no le cobro —añade el tipo. 

Vicente se guarda el dinero en el bolsillo, sin parecer sorprendido. El individuo le da cita a las once de la noche. Se encuentran ante una pasarela, a las afueras de la ciudad. Al final de la pasarela hay unas alambradas que trazan la línea de demarcación. Las siguen a cuatro patas, durante casi quinientos metros, luego el pasador enseña a Vicente un agujero oculto por el follaje. Vicente se desliza por él. Después anda unos kilómetros por una gran carretera, sin dejarse ver, hasta una estación. Ahí le está esperando el primer tren de la mañana, que lo llevará hasta París. 

Unas horas más tarde llega a la Gare de Lyon. París sigue con su bullicio habitual, como si el resto del mundo no existiera. Vicente se dirige directamente a su apartamento, al número 6 de la rue Vaugirard. Se nota sucio del viaje, la ropa se le ha llenado de polvo de los asientos del tren y de los vestíbulos de las estaciones, tiene prisa por cambiarse. En el buzón no encuentra ninguna noticia de su familia política. No es normal. Se acuerda de la promesa que le hizo a su mujer de ir a Les Forges a ver qué pasaba. 

Al llegar al último piso hay una nota de su madre debajo de la puerta, le dice que pase a verla «urgentemente». 

 

Al llegar a la casa de Gabriële, Vicente la encuentra ocupada con un bebé de porcelana en las manos. 

—¿Qué haces? —pregunta Vicente. 

—Sigo trabajando. 

—¿Para quién? —dice él sorprendido. 

—Para los belgas —contesta Gabriële, sonriente. 

Desde que la red de Jeanine fue desmantelada, Gabriële ha dejado de ser Madame Pic y ha pasado a ser la Dama de Picas para una red de resistentes franco-belga. La red se llama Ali-France, y tiene conexión con la red Zéro que empezó en Roubaix en 1940. Gabriële transporta correo para ellos. 

Vicente mira a su madre. Tiene sesenta y un años, es alta como una cómoda de salón, pero sigue siendo tan movida como una jovencita. 

—Pero ¿cómo te las arreglas con tus dolores de brazos? —pregunta Vicente, que ha tenido que aliviar a su madre más de una vez con morfina. 

Gabriële desaparece de la habitación y vuelve empujando un carrito de bebé enorme, azul marino, con ruedas inmensas. Coloca dentro el muñeco de porcelana, bien envuelto en sus pañales, donde irá escondido el correo clandestino. Orgullosa como un niño travieso. «Esta madre es diabólica», piensa Vicente. 

—¿Sigues siendo de los nuestros? —pregunta Gabriële—. Necesitamos un contacto en la zona sur. 

—Sí —contesta Vicente suspirando—. ¿Para esto me has hecho venir? 

—Exacto —dice Gabriële—. Voy a encargarte unas misiones. 

—¿Tienes noticias de Jeanine? 

—Creo que pronto cruzará la frontera. Dime, ¿puedo contar contigo? 

—Sí, sí, mamá... Mientras tanto, necesito dinero. Tengo que ir a visitar a mis suegros a Les Forges. Y luego iré a Étival, tengo pensado coger las sábanas que están en el desván, y también las mantas para... 

—Muy bien, perfecto —le corta Gabriële—, no me apetece nada escuchar soporíferas historias de ajuares de recién casados. 

Abre un cajón con un fajo de billetes. Los cuenta y le da cuatro a Vicente. 

—¿De dónde los sacas? ¿Es Francis quien te da todo ese dinero? 

—Por supuesto que no —responde Gabriële encogiéndose de hombros—. Es Marcel. 

—¿No estaba en Nueva York? 

—Sí, pero nos las arreglamos. 

Al bajar las escaleras, Vicente nota los billetes en el fondo del bolsillo, el dinero le quema las manos. Cuando sale a la calle, en lugar de girar a la derecha para volver a su casa, coge la dirección de los Faubourgs de Montmartre para ir a Chez Léa.